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martes, 13 de noviembre de 2012

Tom Sawyer. La belleza de la infancia

Los dos muchachos corrían y corrían hacia el pueblo, mudos de espanto. De cuando en cuando volvían medrosamente la cabeza, como temiendo que los persiguieran. Cada tronco que aparecía ante ellos en su camino se les figuraba un hombre y un enemigo, y los dejaba sin aliento; y al pasar, veloces junto a algunas casitas aisladas cercanas al pueblo, el ladrar de los perros alarmados les ponía alas en los pies.
— ¡Si lográramos llegar a la tenería antes de que no podamos ya más! —murmuró Tom, a retazos entrecortados, falto de aliento—. Ya no podré aguantar mucho.
El fatigoso jadear de Huck fue la única respuesta, y los muchachos fijaron los ojos en la meta de sus esperanzas, renovando sus esfuerzos para alcanzarla. Ya iban teniéndola cerca, y al fin, los dos a un tiempo, se precipitaron por la puerta y cayeron al suelo, gozosos y extenuados, entre las sombras protectoras del interior. Poco a poco se fue calmando su agitación, y Tom pudo decir, muy quedo:
— Huckleberry, ¿en qué crees tú que parará esto?
— Si el doctor Robinson muere, me figuro que esto acabará en la horca.
— ¿De veras?
— Lo sé de cierto, Tom.
Tom meditó un rato, y prosiguió:
— ¿Y quién va a decirlo? ¿Nosotros?
— ¿Qué estás diciendo, Tom? Suponte que algo ocurre y que no ahorcasen a Joe el Indio: pues nos mataría, tarde o temprano; tan seguro como que estamos aquí.
— Eso mismo estaba yo pensando, Huck.
— Si alguien ha de contarlo, deja que sea Muff Potter, porque es lo bastante tonto para ello. Y, además, siempre está borracho.
Tom no contestó, siguió meditando. Al cabo, murmuró:
— Huck: Muff Potter no lo sabe. ¿Cómo va a decirlo?
— ¿Por qué no va a saberlo?
— Porque recibió el golpazo cuando Joe el Indio lo hizo. ¿Crees tú que podía ver algo? ¿Se te figura que tiene idea de nada?
— Tienes razón. No había yo caído.
— Y, además, fíjate: puede ser que el trompazo haya acabado con él.
— No; eso no, Tom. Estaba lleno de bebida; bien lo vi yo, y además lo está siempre. Pues mira: cuando papá está lleno, puede ir uno y sacudirle en la cabeza con la torre de una iglesia, y se queda tan fresco. Él mismo lo dice. Pues lo mismo le pasa a Muff Potter, por supuesto. Pero si se tratase de uno que no estuviese bebido, puede ser que aquel estacazo lo hubiera dejado en el sitio. ¡Quién sabe!
Después de otro reflexivo silencio, dijo Tom:
— Huck, ¿estás seguro de que no has de hablar?
— No tenemos más remedio. Bien lo sabes. A ese maldito indio le importaría lo mismo ahogarnos que a un par de gatos, si llegásemos a soltar la lengua y a él no lo ahorcasen. Mira, Tom, tenemos que jurarlo. Eso es lo que hay que hacer: jurar que no hemos de decir palabra.
— Lo mismo digo, Huck. Eso es lo mejor. Dame la mano y jura que…
— ¡No, hombre, no! Eso no vale para una cosa como ésta. Eso está bien para cosas de poco más o menos; sobre todo, para con chicas, porque, de todos modos, se vuelven contra uno y charlan en cuanto se ven en apuros; pero esto tiene que ser por escrito. Y con sangre.

Samuel Langhorne Clemens, conocido por el seudónimo de Mark Twain (Florida, Misuri, 30 de noviembre de 1835Redding, Connecticut, 21 de abril de 1910)

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