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Publicado por
Bárbara Ayuso
Imagen: Netflix.
Este artículo contiene SPOILERS de Iron Fist, Jessica Jones, Los Defensores, Ana y los siete y Luke Cage.
—I’m the Immortal Iron Fist
—Come again?
—Sworn protector of K’un-Lun.
—What, are you on lithium…?
Danny Rand cae mal. Es algo que le pasa usted, le pasa a los críticos y probablemente también le ocurriría a Gil Kane, uno de los creadores del personaje original de Marvel. El otro, Roy Thomas, básicamente se encoge de hombros y entona un qué hay de lo mío, dejando que el fuego se alimente por sí solo.
Esa tirria hacia el actual Iron Fist parece algo perfectamente sensato. De las tres adaptaciones de los superhéroes de Marvel (Daredevil, Jessica Jones y Luke Cage)
la suya ha sido la propuesta más floja y más —dolorosamente—
convencional. El batacazo aún resuena en las oficinas de Netflix, donde
se carraspea al mencionar ese 17% de Rotten Tomatoes. En respuesta, el gabinete de crisis le dijo a Scott Buck que cerrara la puerta al salir y puso el nombre de Raven Metzner en la silla de showrunner. Contexto: al primero se le conoce por Dexter y A dos metros bajo tierra, al segundo por Elektra (sí, la de Jennifer Garner, casi tan mala como la de su ex) Sleepy Hollow y Heroes Reborn (las series). Aun así, nos instan a esperar a 2019 para concluir si ha sido una buena o mala idea.
Como sabrán, este Iron Fist vino de nalgas. En cuanto se anunció que el actor Finn Jones
sería su encarnación televisiva, las antorchas empezaron a arder.
Marvel y Netflix sufrieron el primer chaparrón antes de rodar ni una
sola escena. Danny Rand era blanco, como en los cómics. Pero no estamos
en 1974, cuando que un blanco encarne los valores de lucha orientales
era algo raramente cuestionable. Cuarenta años después, con Hollywood
bajo el microscopio de la diversidad, la decisión de respetar las
viñetas desencadenó una de las pocas polémicas a las que los estudios no
sacan rentabilidad: racismo, white washing… y en general, oportunidad perdida.
La guinda fue Jones, intentando apagar el fuego con lanzallamas en
Twitter, y embarullando aún más el asunto con una rabieta sonrojante
para luego salir por patas.
En cualquier caso, cuando este verano se estrenó Los Defensores,
los puñales estaban en alto con el rubio Rand. ¿Y qué ha ocurrido? Pues
que en la esperadísima alianza de superhéroes, Iron Fist ha sido
básicamente todos los problemas a la vez. No es un asunto menor cuando
la mayoría de la serie orbita en torno a su trama.
Nosotros,
por pura inmolación y falta de faena, intentaremos analizarle en otro
sentido, en contra de las decenas de críticas de gente que creen que son
los únicos en percatarse de que Iron Fist es el peor de los Defensores.
Pobre niño rico
Quizás porque era el verso suelto, le dejaron para el final. Iron Fist llegó a la plataforma de streamimg
cuando el carácter de los superhéroes de Netflix parecía claramente
articulado. Incluso con sus singularidades y personalidad diferenciadas,
Jessica Jones, Daredevil y Luke Cage
habitaban el mismo universo: eran producciones predominantemente
oscuras, meditabundas, salpicadas de conflictos sociales y con chicha
traumática. Peleas de pasillo, todas. Ellos eran seres antiheroicos con
mucha falta de psicoanalista, cara de no querer estar ahí y a los que
nadie puede afirmar haber visto sonreír.
Imagen: Netflix.
Y
de repente nos sueltan a Danny Rand, que es como un rayo de sol, el
muchacho. Aparece de la nada en un Manhattan por primera vez iluminado,
al son de una musiquilla bailonga y con pintas de hipster,
surfero, indigente y representante español de Eurovisión. ¿Quién ha
puesto este optimismo en mi copa? se pregunta uno ante los primeros
compases de la serie. ¡Yo he venido aquí a ver caras largas!
No
descubrimos la pólvora al decir que Danny fue concebido para ser el
alivio optimista de sus futuros compañeros. Sus creadores pensaron
que era necesario equilibrar la desesperanza casi ontológica con un
aliento de irreflexiva ingenuidad. La decisión fue arriesgada pero la
ejecución fue incuestionablemente cobarde o conservadora. Durante el
primer tercio la serie despedaza el mandamiento del show, don’t tell
y nos explica, con negrita y subrayado, que Danny Rand es un
niño-hombre, alguien con una extraordinaria habilidad para dislocar
miembros pero con la madurez emocional de una patata. Y por si quedaban
dudas, nos lo vuelve a repetir, en un bucle bastante molesto. Mientras
tanto, se ralentiza la narración de su backstory, el componente sobrenatural de sus poderes, sin duda el reto más grande que afrontaba la serie: contarnos su origen. Porque
la cuestión que hermana a todos estos superhéroes no son sus
habilidades sobrehumanas, ni su concepción de la justicia y el crimen.
Es su vulnerabilidad. Y la explicación está en sus respectivos y
traumáticos pasados.
El
de Danny es, por decirlo de alguna manera, el más marciano. La serie
nos está pidiendo que creamos que Rand es un niño que perdió a sus
padres volando en jet privado sobre el Tíbet, para ser rescatado y
educado por unos monjes karatekas místicos. Sin enterarse muy bien,
entró en un proceso de selección de concentración de chi y ganó. Ganó
matando a un dragón a pecho descubierto, recuerden. Salió de ese mundo
—que existe en otra dimensión alternativa y se alinea con la Tierra cada
quince años— para tras indecibles transbordos llegar a Nueva York sin
directrices precisas sobre el calzado en la gran ciudad. Cuando quiso
reclamar sus millones, sus amigos de la infancia (con problemas muy de
los hijos del rey Lear) le metieron en un psiquiátrico y tiraron la
llave. Y descubrió, por cierto, que de «accidente aéreo» nada de nada; y
de «empresa puntera y familiar» ni rastro: multinacional mala, mala.
Nos dejamos sin mencionar a Harold Meachum y a esa organización letal
cuyos objetivos [inmortalidad, sorprendente] tardaremos tres entregas en
desvelar.
Imagen: Netflix.
La serie nos pide todo eso… y resulta que nos lo creemos, a pesar de los porquesíes del
guion. ¿Se debe a que es un género, al fin y al cabo, basado en
saltarse con pértiga la credibilidad? No. Se debe a que, nos guste o no,
el personaje lo hace verosímil con todos sus tropiezos e
incongruencias. Danny es sólido como idiota frustrante. En plata:
resulta irritante porque a ratos sí y a ratos no. A veces le dan ganas a
uno de arrojarse al vacío viéndole fabricar estrategias memas o picando
cebos tan EVIDENTES que abochornan. Otras lo acunaríamos como a un
iluso peluche tatuado, con tal de proteger esa inocencia tan cristalina.
Es errático, poco coherente y su mayor afluente lumínico está en el
puño, no en la cabeza. Así que sus planes brillantes, lo que se dice
brillantes, no son.
Pero es que Danny —al menos, por ahora— tiene
que exasperar. Esa es su personalidad. Ha de resultar voluble, iluso,
desorientado, a medio hacer. Él quería encarnar el relato del hombre
blanco de bondad suprema, talento innato y heroicidad ungida. En lugar
de eso, traiciona a sus maestros, decepciona a su amigo, le engaña la
única persona en quien confía y toda la gente de su pasado resulta ser
bastante hija de puta. Y encima una china meticona le hace juegos
mentales para atolondrarle aún más, como si no tuviera ya suficiente
jaleo en la azotea.
Hay
un elefante en la habitación, no crea que no lo hemos visto. ¿Por qué
cae tan mal Danny Rand? ¿Qué tiene que le hace tan despreciable? Amén de
su atolondramiento y esa pose como de tener el lóbulo frontal dañado o
estar en una serie de The CW.
Dinero.
Lo habrán notado: Danny Rand tiene muchos billetes. Y los tiene sin hacer absolutamente nada para conseguirlos. Algo que, a priori,
no tendría por qué obstaculizar nuestras simpatías. Tony Stark amasa
una fortuna similar, Bruce Wayne tampoco anda descalzo y Emma Frost que
posiblemente duerma en un lecho de doblones de oro.
Pero
ninguno habita una atmósfera donde el dinero (o más bien la falta de
él) y las facturas sean un asunto a tener en cuenta. Cuando conocemos a
Iron Fist ya nos hemos empapado durante sesenta y cinco horas de la
brutal desigualdad del Harlem de Luke Cage; hemos asistido a un
desahucio de Matt Murdock, abogado de pleitos pobres; y contemplado cómo
Jessica Jones invertía en whisky barato todo el montante con el que
podría haber apañado su puerta de entrada. ¿Y quiénes eran los villanos?
Los acaudalados Wilson Fisk, Cottonmouth, Mariah Dillard y Killgrave.
Nos siguen, ¿no?
A
veces los espectadores somos así. Capaces de perdonar un privilegio
«inmerecido» si, a cambio, se castiga un poquito a su poseedor (un drama
familiar retorcido, un defecto físico abracadabrante) y además nos
deleita con un carisma arrollador. A Danny Rand le han provisto de lo
primero, pero no posee una pizca de lo segundo. Así es cómo se produce
la paradójica circunstancia de que pasemos por alto las fascistadas de
Stark (son «excentricidades de millonario», porque «mira que es guasón»)
pero nos resulte indignante que Rand le compre el bloque entero de
edificios a Colleen porque eso es condescendencia, patriarcado y
ostentación ante una minoría.
Imagen Netflix.
«El
dinero no me define» balbucea Danny ante Luke Cage, para el asenso de
básicamente nadie. Ambos mantienen el tipo de conversación puesta ahí
para que nos demos cuenta de la razón que tenemos y lo equivocados que
estamos; todo a la vez. En realidad, funciona más como un bofetón de
realidad para Rand, que es incapaz de entender que en el mundo actual el
verdadero privilegio consiste en poder ser fiel a tus principios porque
el dinero solo es un problema cuando no lo tienes. Que,
lamentablemente, la coherencia moral es un lujo que nos permitimos
cuando está pagado el alquiler, el ADSL y las comidas del día. Y eso a
veces, conlleva trabajar para despreciables, rebajarse, o simplemente,
mirar para otro lado para no sentirnos cómplices. Así de triste: el bien
y el mal no son compartimentos estancos. Danny cree que siempre hay
elección. Y nosotros querríamos asentir.
«Crees
que te has ganado tu fuerza, pero tuviste poder desde que naciste. Ante
de los dragones. Antes del chi. Tienes la capacidad de cambiar el mundo
sin hacer daño a nadie», le suelta.
Y en el silencio de Danny empieza, muy discretamente, a construirse otro héroe mínimo.
Defensores, aquí unos asuntos
Cuando
la alianza de superhéroes se produce, Iron Fist es distinto. No nos lo
dice él, nos lo dicen los guiones que imprimen en el personaje un
elemento de autoconciencia brutal. Sus compañeros se chotean de la
misticidad del muchacho, de su ingenuidad, de la parodia del
karateka-millonario-salvador que trata constantemente de reivindicar su
plaza sin caer en el bucle de Igor.
A
golpes de ternura, Iron Fist empieza a resultarnos menos indiferente.
Mientras el resto son reacios a unir fuerzas, el actúa como el coach
motivacional que enarbola los valores del trabajo en equipo. Come más
que nadie, es diana de todas las mofas y cuando toca batirse el cobre no
lucha como alguien que se denominaba a sí mismo «el elegido». Danny
deja de ser (y de sentirse) especial y se vuelca en tratar de conferir
unidad a un grupo deslavazado. Muta en un idiota divertido. «Eres el
Puño de Hierro más tonto de todos», le dicen. Y él pone cara de estar en
otra serie.
Es
un perrete excitado ante… bueno, ante cualquier cosa. Feliz,
simplemente, de estar. Su único registro emocional es el entusiasmo.
«¿Puedo sentarme aquí? ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué bien! Mira, ¡Comida! Ah, no, es mi
vómito. ¡Da igual, está delicioso! ¡Gracias! ¿Jugamos? ¿Jugamos? Oh,
mira, una pelusa, ¡Qué bien, una pelusa!», es más o menos su diálogo
interno. El resto, le observan con recelo y cejas elevadas, resabiados,
desconfiados, displicentes. Juzgándole con la mirada de «¿qué hace ese
idiota dándole la patita a todo el mundo? Qué bochorno. Ah, perfecto,
ahora se pone a lamer una caca, por favor, ¡Basta!» Exacto: Jessica,
Luke y Matt son gatos.
Aunque eso tampoco es del todo cierto. Porque uno de los apartados más disfrutables es el bromance
entre Cage y Rand y esa dinámica fraternal que se establece entre
ellos. Luke se contagia de algo de la ilusión espídica de Rand, y él, de
algo —poco— de la prudencia de Cage. Eso altera imperceptiblemente las
fuerzas defensoras: ya no son tres contra uno. Ahora son la cínica y el
amargado contra el optimista y el sensato.
Imagen: Netflix.
Los Defensores
quizá no consiga que Danny nos caiga mejor, pero al menos rebaja la
sensación de estorbo. Reconocemos que en el desenlace de la serie su
proceder difícilmente podría ser más tarugo (tu puño es lo único que
puede abrir la «puerta misteriosa» y te pones a luchar con el enemigo
PRECISAMENTE a dos milímetros de ese muro, porque no entraña ningún
riesgo obvio. ¿En serio?) pero Rand no es el único problema de la serie.
Quizá el más evidente, pero no el único.
Vamos a decirlo claro: la trama «villana» hace aguas por todas partes. El misticismo de K’un-Lun aburre a las ovejas, el plan supermisterioso resulta ser un supermegacliché
(la vida eterna) fotocopiado, al que ni siquiera se han preocupado de
pasarle un pañito de interés, los esqueletos de dragones parecían
corchopán y … quizá lo más desolador: los villanos no están a la altura.
Sí, también va por Sigourney Weaver,
disculpen la herejía. La leyenda cinematográfica operó como un
jugosísimo reclamo, y el papel de Alexandra ciertamente prometía. Pero
el resultado ha sido agridulce. Por cada escena que nos hacía levitar de
gozo (Sigourney dando patadas voladoras) nos colaban otra para la que
nos faltaban tragaderas. «¿Cómo podemos escenificar, sin decirlo
directamente, que esta señora tiene un porrón de años?», se cuestionaban
los guionistas. Pues sentando a la diva en un restaurante y
comentándole al camarero, como quien no quiere la cosa: «Dígale a su
mujer que lo hace aún mejor de cómo lo hacían en Constantinopla». Y lo
dice sin ser broma ni nada. En plan, «uy, qué descuidada, que hablo como
la señora nacida en el imperio bizantino que soy. Tengo que vigilar más
mis coartadas». Ejemp, ejemp, cof, cof. Afortunadamente ella
salva los muebles del personaje, y no porque a Sigourney Weaver le
siente bien el papel. Es que a los papeles le sientan bien Sigourney
Weaver.
Tampoco el resto de «La Mano» acaba de encarrilarse. Madame Artritis
Gao (¿por qué tiene los brazos tan separados del cuerpo?) y los demás
integrantes parecen dibujados con desgana, como con piloto automático.
El conflicto y rivalidad que mantienen no estimula ni convence, y lo de
Elektra da para otra discusión. Hasta tal punto llega el despropósito
que la excelencia de los malvados hay que concedérsela a los ejecutivos ninja
del edificio de La Mano. Tienen vasos de Starbucks con su nombre,
llevan traje y corbata y miran un PowerPoint con cifras. Literalmente
quince segundos después se ponen a romper nucas. Bra-vo.
Una
de las críticas clásicas al universo de Marvel es que sus producciones
funcionan más como anticipos de la siguiente que como pedazos autónomos
de entretenimiento. Es cierto en el caso de Iron Fist, cuya serie
individual no está a la altura de las de sus compañeros. Pero es falso
en cuanto a su personaje, al que Los Defensores logran enderezar y
marcar un objetivo más claro —que los lectores de Born Again ya conocen—.
Nadie
nos pide que sea nuestro personaje favorito (porque Jessica Jones se
eleva por encima de la serie todo el rato, clarísimamente). Tampoco que
le riamos las gracias, o que roguemos para que Colleen Wing le preste
algo de gancho. Iron Fist, como todos los seres humanos, solo quería
sentirse aceptado. Algo muy difícil cuando rebotas constantemente en el
cinismo y la dureza de los demás, que ya tienen suficientes problemas.
Del primer mundo, de acuerdo. Pero Danny tiene problemas de otro mundo. Y eso le convierte en el niño distinto. El típico al que le brillaba el puño en el último rincón del patio.
En cualquier caso, tiene poco sentido preguntarse si Los Defensores es
mejor o no que la suma de sus partes (que no, no lo es). Amén de sus
muchos defectos, nos ha regalado una dinámica de equipo construida con
emoción y humor. Unas secuencias de lucha de tal exuberancia que el
universo entero parecía hacer clic, donde la borracha, el revientanucas, el santurrón y el crío podían, por qué no, salvar Nueva York.
Así
que baste con la perspectiva de poder volver a verles comiendo dim sum
después de mantener el mundo en pie. Danny Rand incluido, para que nos
pueda hacer sentir el bien como si de verdad existiera.
Imagen: Netflix.