Aunque no lo sospechase, no era correspondido cómo él
hubiera querido, durante mucho tiempo no lo supo. Verónica lo odiaba; eso sí,
su odio era un camuflaje de la atracción animal que sentía por su físico,
también por su carácter orgulloso y a la vez servil ante los poderosos, la
sensación se podría describir como un morbo en el cual se juntaba lo que
adoraba del animal con lo que detestaba del hombre.
Pasaron días, más aún noches, sin encontrarse cara a cara
con sus sentimientos, digo noches porque ahí precisamente los puntos de posible
encuentro parecían mayores. La noche trae los miedos y el riesgo, también la
necesidad de protección y el desamparo, la noche trae los sentimientos más
escondidos. Con naturalidad, aparentaban la mayor de las indiferencias,
Ezequiel jugando a las cartas con los demás miembros del séquito protector,
Verónica limpiando la gran casa que cohabitaban en el juego de los poderes
encontrados; a veces también en la habitación llena de humo en la que
organizaban las timbas de póquer, jugándose los cuartos en un tira y afloja
aderezado de ron, tequila y patatas fritas.
Ella no mostraba su desprecio, quizás no por miedo. Sin
embargo, la valentía no estaba reñida con la precaución; procuraba ser amable y
reírle las bromas, ignoraba ese gran síntoma de la hipnosis cotidiana que
llaman Síndrome de Estocolmo, ignoraba hasta donde pueden llegar las buenas
maneras.
Las miradas aparecieron poco a poco. Llegó un momento en
que todo estaba decidido, lo aceptó como si le hubieran dado una labor más, no
podría ni quería precisar en qué instante se dio cuenta de que había que
hacerlo. Le desagradaba hacer análisis o conjeturas sobre lo que ocurría en
aquella oculta relación, oculta porque nadie debía ni podía mirar, todo iba a
ser ojos ciegos y oídos sordos, todo iba a pasar como si tal cosa.
No es por eso por lo que se miran, en la cadencia de aquel
mediodía (no, no fue de noche); es casi un té o mejor un café amargo, los
sentidos en una vieja consonancia, el imaginar que pasa una mano por el cuerpo
que se estremece y a la vez le rechaza. La sábana que todavía no está deshecha,
sus manos deseaban empezar con el dibujo de caricias en la nuca, su alma soñaba
con respirar la humedad de su boca, huele a hierba, a ausencia, oyen un gemido
lejano, quizás pura imaginación, todo se estremece. Alguien grita afuera, lo
necesitan, llamad a los que apagan los incendios del alma, el fuego que arrasa
con todos los sentimientos de papel que encuentra a su paso.
Llegó un domingo, el jefe cumplió con Dios al ir como
siempre a su obligada misa. Dejó a Miguel Ezequiel en casa. Bastaba con los
demás para protegerle porque la Iglesia todavía era territorio neutral para los
narcos; la religión, como decía Marx, constituía otra droga más para mantener
contenta a la comunidad y hacer nombre de quien no lo merece.
La noche anterior al día que hablamos, había llovido
fuerte, ahora, en la mañana, lucía el Sol y el ambiente era tan sofocante como
corresponde a estos lugares. Ezequiel hacía un solitario en la mesa de reunión,
delante no tenía un ron sino un vaso de leche fría. Cuando entró ella en la
sala, solo se saludaron, luego ella empezó a limpiar, él tuvo la fortuna de
acabar su solitario, entonces se dedicó a observarla con superioridad y digamos
cierta alevosía.
Hay sucesos que son inevitables, destinos que nos gobiernan.
Pasó la gamuza por la mesa, le agarró la mano y hablaron. Él obligando, ella
dudando entre la atracción y el asco. Llevo mucho tiempo deseándolo… Pero si
viene don Alfredo, Señor no puedo… No me llames Señor, para ti…Y no te
preocupes…No nos va a ver ni oír nadie… La señora… La señora se ha ido a la
peluquería y luego…
Su atracción estorbaba como la prenda más difícil de
arrancar. Para Verónica por el hecho de hacerlo con un asesino, para Miguel
porque era a la vez alguien de la familia, pero también una inferior,
atractiva, aunque, al fin y al cabo, una mera señorita de la limpieza. Desde la
niñez no se había rebajado tanto, parecía que aquella confianza implicaba un
acto de rebeldía contra las castas, contra lo marcado por la sociedad que les
había tocado vivir.
Lo hicieron en aquel mismo lugar, en la sala o salón en que
se reunían para pergeñar sus delitos, hicieron uso de un sillón en el que con
asiduidad aquellos criminales veían la televisión (sobre todo partidos de
futbol); entre el olor agrio del tabaco, las bromas se desataban, lo odiaba.
Después, entonces sí, tomaron él un vaso de ron, ella un sorbito para
complacerlo, hasta un cierto punto había sido bueno acabar con la tensión
acumulada. No se daban cuenta de que otra tirantez distinta iba a aparecer
desde ese momento, otra que iba a marcar sus vidas a muchos kilómetros de
distancia.
A las doce regresó don Alfredo y a la una su mujer. La casa
estaba limpia, nadie hubiera percibido que las labores habían sido hechas a
toda prisa. Ella llegó como si tal cosa, como si siempre estuviera allí. Al
principio no la conocí, aunque era mi hermana hacía mucho que no nos veíamos.
Se presentó con su sonrisa familiar, me resultó extraña. La muerte te sorprende
en los momentos más inoportunos, esta vez se había confundido de sujeto, a
quien buscaba en realidad era a mi suegra. De todas formas, la invité a una
partida de mus o de ajedrez, según ella conviniese, aceptó complacida, era gran
maestra de los juegos mencionados, experta en el arte de vencer y aniquilar.
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