Ahora pisa descuidado un charco, hace un alto en el camino
ante un semáforo en rojo, pasa un coche de policía; no se altera, su miedo
viene de otros energúmenos, de otros de su misma calaña. Han cometido la
torpeza de traicionar a sus jefes, ahora deben pagar por sus pecados, por su
mal proceder.
Antes de subir al apartamento logístico, decide tomar un
café en un bar a dos manzanas. Cuando lleva leído una buena parte del
pintoresco periódico deportivo, en la televisión empieza un telediario casi
igual al del día anterior. Pese a ser un oficio en cierto grado repetitivo, a
Miguel siempre le gustó el periodismo, sobre todo los que ejercían tareas
arriesgadas, entre ellos, los que más, los cámaras y fotógrafos; ellos intentan
encontrar la toma más perfecta, el ángulo con mejor efecto, buscan impresionar.
Se siente identificado por la similitud entre sus, en apariencia, diferentes
profesiones; en apariencia diferentes en cuanto a objetivos, no en lo que se
refiere a habilidades técnicas. Los dos necesitan de buena puntería y pulso
firme. Pese a su admiración, no le gusta conservar fotografías que tengan que
ver con su propia vida, le parecen síntoma de un sentimentalismo barato.
Uno de los clientes del bar comenta algo sobre una de las
noticias emitidas en la vieja televisión, a la cual Miguel Ezequiel no presta la
más mínima atención, prefiere fijarse en las personas que le rodean, son los
únicos que pueden hacerle daño. El paleto habla sobre el ataque a la seguridad
ciudadana que está ocurriendo últimamente en su, hasta ahora, tranquila ciudad.
No saben que sus habitantes pacíficos y saludables permitieron que una mujer
tirase a su hijo como si fuese basura, como un simple bártulo que estorba;
luego, alguno de esos buenos ciudadanos, que no se meten con nadie ni tampoco
atacan la salud cotidiana de sus vecinos, osó transmitir un virus mortal a una
mujer indefensa y todo a cambio de unos miserables billetes. Encima, están
algunos de los míseros rateros, que menciona el cliente del bar y a los cuales
alude como la única insignificante delincuencia que hay en su ciudad, apenas
unos jóvenes que hacen pequeños hurtos sin heridos ni mucho menos muertos.
Están, digo, algunos de esos miserables que se han atrevido a no pagar la
mercancía servida, que han atracado a sus protectores, cuando estos últimos
nunca permitirían que una de su familia hubiese vendido su cuerpo, todavía
menos que tirase su hijo a la basura y, para acabar, diera su vida sin ningún
otro propósito que no fuese el satisfacer el deseo sexual de un hijo de mala
madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario