La gasolinera se levantaba sobre la
carretera Nacional Seis, quedaba cerca de la salida de la ciudad, en un pueblo
insignificante con apenas cuatro barrios; debo reconocer que todos parecían
igual de insípidos. Anochecía, los dos o tres coches habituales descansaban por
el momento; bebían gasolina, entregados sin consciencia al ronroneo insulso del
surtidor; luego, después del intercambio comercial, sus dueños se arrojaban
frenéticos a su interior, planeaban con gran probabilidad una jornada llena de
sucesos.
Había un chico que de vez en cuando surtía de gasolina a
los diabólicos artefactos. Los conductores lo trataban con respeto, a pesar de
que se trataba de un perfecto idiota. No trabajaba mucho; en realidad, apenas
ayudaba un poco, hay que tener en cuenta que el negocio funcionaba casi por
completo en régimen de autoservicio. Además, el muchacho era en verdad tan
necio que, cuando no lo veían, fumaba siempre unos viciados pitillos que liaba
él mismo, los únicos que podía pagarse.
Aunque nos parecíamos en ciertos aspectos, no me percaté de
la conexión. Aparqué mi coche. El sol rozaba el cartel del gasoil, incliné la
cabeza y agarré la manguera, tenía prisa; de repente, el sonido de los coches
enmudeció, el pueblo entero notó el fogonazo de la explosión y mi perfil
malhumorado, que viajaba en pos de la miseria cotidiana, se desdobló en dos
seres: uno muerto y el otro vivo; de cualquier forma, ambos igual de quemados.
Entonces el pasado se convirtió en presente; sin embargo,
ahora me percato de que se trata de una pesadilla; sea como fuere, levanto la
cabeza y veo que no son ni siquiera las siete de la mañana, todavía no ha
sonado el despertador eléctrico, así que intento recobrar el sueño.
Para mi desgracia, tras un periodo de tiempo
insignificante, el odiado trasto realiza, al igual que un gallo, un oportuno
aviso, lo hace igual que si fuese un nuevo fin del mundo o alguien hubiese
intentado salvarme de mi anterior sueño incendiario; el muy traidor intenta
impulsar un fuero interno que lucha por preservar su integridad a pesar de las
suspicacias.
En la obscuridad, el aparato que me despierta suena como
una llamada desde el teléfono del mismísimo diablo, hace su invocación con un
sonido estridente que no acaba de resultar familiar. A tientas busco la lámpara
de la mesilla de noche, la enciendo a la primera.
Con los ojos entornados de un semblante que no se reconoce,
miro a mi alrededor atribulado y confuso, así veo el desordenado dormitorio
decorado con muebles que iban a tirar mis suegros; pero que Lucía finalmente
aprovechó, al igual que el señalado radio-reloj traído de Suiza, aunque presumo
hecho en China.
Ya deberíais saber que, cuando irrumpe el desconcertante
pitido de nuestro despertador, significa, entre otras cosas, que no se ha ido
la luz durante la noche; por lo tanto, no tengo disculpas para levantarme
tarde. Tampoco las tengo para protestar contra el Estado y su red
hidroeléctrica, esos dos grandes padres que nos alumbran a costa de subirnos la
tarifa, unos parientes que cualquier día van a levantar mis ansias asesinas.
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