1. Los rivales
Dar
premios es fácil, lo complicado es que nos pongamos de acuerdo en los
elegidos —como los trabajadores de la tienda de discos de Alta fidelidad,
que componían listas en torno a los criterios más disparatados— y, si
bien no existen razones para que los libros, los discos, las pelis,
compitan entre sí, aunque no exista tal cosa como «La mejor novela
española de los últimos cincuenta años», supongo que hacen falta de vez
en cuando carteles, anuncios de neón, campanadas. Quién teme al premio
feroz, me pregunté una vez, cuando en principio solo parece haber
ventajas en los concursos: ganan los premiados, los medios tienen un
estupendo evento informativo, la editorial consigue la carta de la
promoción, los lectores escuchan nuevos nombres. Los únicos que pierden,
claro, son los no premiados, qué tontería más obvia, pues esta falta de
reconocimiento público se convierte en ocasiones en causa de ostracismo
editorial, criba de lectores o, peor aún, un progresivo silencio
literario según pasan los años.
A
la hora de seleccionar el título de este artículo, yo ya había decidido
mucho tiempo antes, sin pasar por ningún complejo sistema de selección,
cuál era, a mi juicio, la mejor novela española de los últimos
cincuenta años («española» se usa aquí solamente con su valor de
gentilicio, por supuesto). Hice trampas, pues. Mi objetivo no es la
tiranía de los nombres —la jerarquía en la literatura es absurda—, sino
conseguir su atención sobre esta novela, que hablemos de por qué es
excepcional y merece más lectores, aunque hayan pasado cuarenta y cuatro
años desde su publicación. No hace falta consenso, al fin y al cabo:
esto no es una lección de anatomía, solo juegos de palabras.
Para
aligerar la trifulca, para que este texto no fuera un repaso al canon
de los últimos cuarenta años, por el que aún tiene que pasar tiempo, me
he centrado en los grandes títulos de los sesenta (solo a partir de
1966) y setenta, el periodo de la gran eclosión de la narrativa española
a mi juicio, impulsada por el boom editorial de la narrativa latinoamericana, y las décadas de la gran transformación social y cultural de la Península.
Empecemos con los santones. Tiempo de silencio de Luis Martín Santos,
quizá la novela más radical estilísticamente publicada en los sesenta
en España, se queda fuera del debate porque su primera edición es de
1961; Cela publicó durante esas décadas dos de sus novelas más reconocidas, San Camilo, 1936 (1969) y Oficio de tinieblas 5 (1973); Miguel Delibes, mucho más prolífico, publicó entre otras la famosa Cinco horas con Mario (1966; Las ratas
es de 1962). Cualquiera de estas merecería el título, supongo, pero ya
hemos dicho que a los consagrados no les hace falta más publicidad
gratuita, así que, ¿para qué seguir? Además, creo ya haber insinuado lo
suficiente que este premio obedece a mi falible criterio, y la verdad es
que ni Cela, que es un prodigioso maestro de la lengua castellana, ni
Delibes, un narrador nato con un prodigioso oído para el castellano,
están entre mis clásicos personales. A cada cual, lo suyo, que decía Sciascia.
Una de las que puntúan más alto de aquellos años para mí es Parte de una historia (1967), de Ignacio Aldecoa,
la última novela de su autor antes de su muerte en 1969. Me sorprende
que no sea más conocida: prodigioso relato ambientado en una isla de
pescadores cercana a Isla Mayor (trasunto ficticio de Lanzarote), está
escrita en una prosa cuidadísima, afilada como un cuchillo, que no cae
nunca en topicazos retóricos ni en simplicidades. Más famoso como
cuentista, Aldecoa demostró con Parte de una historia que
dominaba el género de la novela (corta) con una soltura apabullante. Lo
que acaso se viera en algún momento como defecto (es una especie de
diario de viaje y, por tanto, se sale del realismo social imperante) se
ha convertido en una de sus grandes virtudes: una novela sobre el
destino inevitable (el individual y también el colectivo) contada con
atmósferas de trazos opresivos y nítidos.
La novela galardonada más previsible sería Si te dicen que caí (1970), de Juan Marsé,
quizá la mejor novela de los últimos cincuenta años si esto fuera la
lista de un jurado académico y no la de un solo lector. Después de haber
publicado varias novelas magníficas, Marsé decide dejarse la piel en
esta y darlo todo. Aquí, con una prosa en su plenitud, está concentrado
el microcosmos de su literatura: la necesidad de la invención y del
juego conjugada con la recuperación de la memoria, a menudo también
recreada y ficticia; los personajes desamparados, los buscavidas, los
que pelean por saber quiénes son; y, sobre todo, un narrador portentoso
que fabula entre los recuerdos y la ficción, entre la ilusión de la fuga
y la realidad más descarnada de la posguerra. A Marsé, en cualquier
caso, no le faltan lectores ni reconocimiento, labrado con un largo
historial narrativo, así que sigo pensando que el premio le hace falta
más al otro.
Imagino que también debería entrar en la disputa cualquiera de las novelas de Benet de este periodo, Volverás a Región (1967) y Una meditación (1970),
aunque yo tengo debilidad por esta última, con esa frase de una
musicalidad hipnótica con la que empieza: «De entre todas las quintas de
la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de las
más modestas, era una de las mejor emplazadas». Maravillosa
descomposición del hilo narrativo, con una voz que juega a la digresión
constante y a las oraciones interminables, Una meditación es una
piedra de sol de nuestra lengua, menos reconocida de lo que se merece,
pese a que a mi juicio pierde por KO contra la ganadora si se valoran
otros factores que debe tener una gran novela, como olfato para rebuscar
en la basura y ahondar en el corazón de los humanos. A Benet, el grand style, como él siempre reivindicó, le pierde, para bien y para mal.
De las que he leído de Francisco Umbral, otra bestia parda de los setenta, la que más me impresionó con diferencia fue Mortal y rosa (1975),
un bellísimo artefacto a medio camino entre el diario, el libro de
apuntes y el ensayo literario. Curioso que sea el libro que mejor ha
sobrevivido al prolífico Umbral, un estilo más que un narrador, quizá
porque las páginas escritas a raíz de la muerte de su hijo pequeño están
escritas con una rabia contra la literatura que trasciende la retórica y
el jugueteo verbal que tanto encandilaba a Umbral. Además, un libro a
veces se cruza en nuestra biografía, tiene el peso de una amistad o de
un suceso, y adquiere un valor de lupa desde la que mirar los placeres y
los días; en mi caso me pasó con Mortal y rosa, así que no soy, no puedo ser, neutral con él.
¿Y Goytisolo?
El eterno desplazado, el más secreto, pese a ser un inmenso dotado para
los vericuetos de la lengua, Goytisolo lleva años haciendo una obra
rigurosa, encarnada en la libertad de la poesía más que en la narración.
De los setenta es nada menos que la trilogía del mal, que incluye esa
belleza llamada Reivindicación del conde Don Julián (1970), de la
que solo recuerdo, sin embargo, la espesura de los signos y un viaje,
bastante solipsista, hacia uno mismo. Altamente recomendable para
lectores escogidos. No es mi caso, me temo.
Por cierto, que en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, de la que alguien ha dicho que es la gran novela de los últimos cuarenta años. Yo, en cambio, que leí en la adolescencia El misterio de la cripta embrujada (1978), y guardo esa lectura como un tiempo de felicidad absoluta, me he quedado a medias con La verdad varias veces. Prometo volver.
Y,
en fin, seguro que hay muchos otros, todos grandes, que ahora no me
vienen a la cabeza o que a lo mejor no he leído, que es lo más probable,
pero, después de todo, esto ya estaba decidido de antemano: de estos
años prodigiosos para la literatura española, la más grande, la más
ambiciosa, la que sacó todo el talento que llevaba su autor dentro, es El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. No me digan que no estaba cantado.
2. Juan
El premio Biblioteca Breve por su novela Nuevas amistades
(1959) permitió que el nombre de un jovencísimo autor madrileño,
funcionario de la Administración, comenzara a sonar en los círculos
literarios y editoriales. ¿Quién era aquel tipo bajito, tan serio y
formal, del que dijo Carlos Barral aquello de «le hemos
dado el premio a un guardia civil»? Pese a los dichos, la literatura es
menos un oficio que una revancha y ahí apareció Juan García Hortelano
para demostrar que merece la pena partirse la cara hasta el final.
Primero
vino el trabajo concienzudo. Cuando se le concede el Biblioteca Breve a
su primera novela publicada, Hortelano ya tenía varias terminadas en el
cajón, una de las cuales incluso fue finalista del Premio Nadal, todas
inscritas dentro de eso que llamamos «realismo social», por lo que era
difícil predecir lo que vendría trece años después. De hecho, Nuevas amistades
es una buena novela, un paisaje humano de la sempiterna lucha entre la
realidad y el deseo, acentuada si acaso por el ahogo vital de la
posguerra, pero no es una obra maestra ni por asomo. Relato de método,
heredera talentosa de las técnicas del realismo literario imperante (que
Ferlosio había sublimado en El Jarama en 1956), en Nuevas amistades
ya se nota la ternura y empatía de su tono, lejos de los personajes
usados como símbolos ideológicos de otros autores. Desde luego, esa
mirada introspectiva suya va a caracterizar su obra, y el lastre
costumbrista de algunas páginas va a desaparecer completamente en el
último tercio de Nuevas amistades, a mi juicio el mejor, cuando
la voz está enfocada en un espacio dramático muy concreto —los jóvenes
encerrados en una casa de campo matando el tiempo mientras en una de las
habitaciones una chica, convaleciente por culpa de un aborto ilegal,
tal vez muera— y lo narra minuciosamente, sin prisas, con pasión por los
detalles más vivos.
Solo tres años después, Hortelano sorprendería con su soberbia Tormenta de verano,
que se alzó con el Premio Prix Formentor, una especie de gran
lanzamiento editorial impulsado por varios editores europeos. Es
impresionante la rapidez con la que Hortelano dio un salto adelante en
su narrativa: narrada en primera persona (una decisión fundamental), Tormenta de verano se vuelve una introspección sobre la vida de la pequeña burguesía, igual que Nuevas amistades,
solo que en esta ocasión se narra desde dentro, sin juicios externos, y
su protagonista deambula entre la vida en la urbanización privada en la
costa en la que está pasando el verano (donde se mueve con su familia y
amigos) y las escapadas al pueblo costero, que le atrae con sus
peligros y tentaciones. De nuevo, como en su primera novela, los
conflictos individuales, los líos amorosos de los personajes, sus
derrotas personales, su desorientación y su incapacidad para escapar de
sus ataduras sociales, son más importantes que el cuadro ideológico.
Y
de repente, tras alcanzar fama y lectores, Hortelano entró en un
silencio editorial de casi una década. Publicó en el entreacto, es
cierto, un excepcional volumen de relatos, Gente de Madrid, en
1967, en el que ya da muestras de que está experimentando con voces y
estilos, que no se conforma con las técnicas desplegadas en sus novelas;
al tiempo comenzó a circular el rumor de que estaba trabajando en una
gran novela, en un texto largo con el que imprimir un nuevo tour de force a su narrativa.
Pasan
los años y aquel texto no sale a la luz. A Hortelano no parecía
inquietarle su desaparición de la escena pública, y seguramente ese es
el único secreto, el tiempo que le dedicó, el que explica que en 1972,
nueve años después de Tormenta de verano, Juan García Hortelano
publicara una tragicomedia de casi ochocientas páginas narrada por un
protagonista vividor, mordaz y alcohólico, y escrita con una prosa
deslumbrante, plagada de ironías y juegos de palabras, trabajada hasta
la extenuación. En lugar de los dramones literarios de su generación,
Hortelano había conseguido con El gran momento de Mary Tribune convertir el desencanto en una orgía divertidísima de la lengua.
3. El gran momento (spoilers incluidos)
La primera parte de El gran momento de Mary Tribune comienza con un in medias res
resacoso: los amigos del narrador han llegado a su casa para el
aperitivo del sábado; no saben que en una de las habitaciones duerme
Mary, una norteamericana que conoció a última hora de la noche. Al fin
consigue echarlos a todos y quedarse a solas con la extranjera. Comienza
entonces, espoleado por la aparición de esta mujer singular, un viaje
de varias semanas a la rutina del protagonista, rebosante de alcohol con
su cuadrilla de amigos o a solas, salidas nocturnas, ligoteos,
escapadas intempestivas, desilusiones, apariciones en el trabajo tedioso
en el Ministerio y los encuentros y desencuentros con Mary y otras
mujeres varias, desde su otra amante (la mujer de uno de los amigos de
la pandilla) hasta las que se se van cruzando en sus noches y días. Esta
primera parte de la novela deben de ser, más o menos, unas quinientas
páginas, pero tan marcadas por el humor y un estilo ingenioso y juguetón
que no aburren jamás, o al menos al que esto escribe. Leer Mary Tribune
se parece mucho a hacer compañía a su protagonista, con la narración
exhaustiva de sus despertares, desayunos, baños, conversaciones
desopilantes y demás, por lo que es una especie de diario en el que la
repetición de los actos cotidianos se combate con el fulgor verbal de su
narrador. La magia de la literatura se llama eso.
La
segunda parte de la novela (que se publicó en otro volumen en su
primera edición) transcurre tras una elipsis temporal de varios meses y
un salto también en el espacio, porque su protagonista ha trasladado su
residencia a una casa en la sierra madrileña, donde ahora convive con
otra mujer. Esta parte, unas doscientas páginas para narrar apenas dos
días, tiene un tono distinto a la primera: si esta traducía en un estilo
torrencial y a veces delirante la afición de su protagonista por el
alcohol, a la segunda parte le corresponde un tono mucho más sosegado y
melancólico, como le toca a un narrador empeñado en dejar la bebida y
enderezar su vida. De fondo, en ese paisaje rural de invierno en que
trascurre la acción, aparece la sombra de Mary, que desapareció de la
vida del narrador tras unas cuantos desencuentros dolorosos. Que el
enamoramiento, o simplemente el deseo, es el punto de fuga para el
desencanto de su protagonista es una de las claves de la novela, desde
luego.
Al
final, Hortelano escribió, no sé si con una intención deliberada o,
como pasa con algunas novelas, por resultado de una historia que se le
fue imponiendo, un texto sobre personajes que pululan por un Madrid
«absurdo, brillante y hambriento», que decía Valle,
solo que con un hambre no de alimentos sino de sentido, de vida con un
fin o una ruta, perdidos como están en un mundo sin aspiraciones.
Individuos desorientados, felicidades minúsculas, ansia por vivir,
placeres cuyo límite se agota en un solo día. Lo que ni Marsé, ni Benet,
ni Umbral habían hecho, Hortelano lo consiguió: contar con una prosa
ácida el viaje a ninguna parte de una España resignada, no porque no
queramos tener memoria (que también), sino porque el presente concedido
es insulso. Dulce la sal, que decía Mario González Suárez.
Misteriosamente, y aunque El gran momento de Mary Tribune
tuvo cierto éxito comercial en su momento, dejó de sonar con los años, y
más aún tras la muerte de Hortelano en 1992, quien prácticamente había
dejado ya la ficción (aunque su último libro es de 1990, una novela
erótica publicada con seudónimo, Muñeca y Macho, ocho años después de Gramática parda).
Mi hipótesis que explica esta indiferencia de la crítica y los lectores
reside, más que en la extensión de su novela, en aquello que decía
alguien, creo que Nabokov, de la ridiculez de los «grandes temas», los cuales siguen pesando a la hora de confeccionar el canon literario: El gran momento de Mary Tribune es una farsa sobre un mujeriego borrachín, un enfoque difícilmente asumible por parte de cierto establishment y
sus acólitos. Una pena, la verdad. Cualquier tema, en manos
habilidosas, como demostró Hortelano, es carne para la gran literatura,
pues El gran momento de Mary Tribune es uno de esos libros que, más que leer, se vive. Se puede decir de pocos.
Hace un año busqué un ejemplar de Nuevas amistades para llevármelo a Panamá. Imposible. Ya no se reedita. Tampoco los cuentos completos o Gramática parda.
Ni siquiera El gran momento de Mary Tribune.
Ahí fue cuando comencé a pensar en escribir este artículo.
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