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Era junio de 1980. Y viernes 13, como hoy. En las salas aterrizó una película de terror que casi inauguraba un género, el «slasher». Cuchilladas y adolescentes salidos: la palabra «distopía» aún no estaba de moda
Para ser justos, hay que aclarar que el Viernes 13 de Sean S. Cunningham y su Jason no fueron los primeros en marcar territorio. Un año antes se le había adelantado otro caracortada, o cremada, con mayores ínfulas de autor: el Michael Myers de Halloween, que situó en el mapa a John Carpenter, con Jamie Lee Curtis pasando las de caín y la carismática calva de Donald Pleasence, al acecho. A medias entre el gremio de la policía y el de cazadores de vampiros. Halloween y Viernes 13, o lo que es lo mismo, Michael Myers y Jason, reinaron durante un intenso plan quinquenal. Ellos sentaron las reglas del juego: el rostro inescrutrable del homicida, el uso de espadas, hachas o sierras para sus ejecuciones, que eran instantáneas, nada de lenta tortura; una infancia traumática como explicación a su afición serial. Y el hecho de que el asunto se dilucidase entre este leatherface y los teenagers supsersalidos sin que, en ningún momento, los personajes adultos pintasen nada como intermediarios. En esos cinco años aprendimos otra característica del slasher: su facilidad para reproducirse en secuelas sin tino. Hasta cuatro entregas de cada una de estas franquicias vieron la luz antes de que, en 1984, llegase Wes Craven y mandase parar. Craven se consagró con una obra maestra que fue capaz de encarnar el tono onírico de los peores sueños en un personaje, Freddy Kruger, el cual creó tendencia y llegó a tener hasta una serie de televisión propia, casi como La hora de Lucille Ball. Con Pesadilla en Elm Street, Craven lograba confrontar al hombre del saco con un brat-pack de D.O.D, muertos al dormir, entre los que caía un todavía anónimo Johnny Depp. Freddy Kruger apareció hasta en la sopa. Tuvo hasta siete películas oficiales, sin contar cameos, videoclips y lo que el sueño de la razón y el hambre de dólar impusiesen. Aún fue más prolífico Jason, quien llegó a la octava parte de Viernes 13, dentro y fuera de Crystal Lake. Así las cosas, era inevitable el duet: y llegó Freddy contra Jason, que no dejó rehenes. Acabó con el poco prestigio que restaba a ambos malandros. El vacío había sido ya reocupado por Wes Craven, quien en Scream tomaba prestada, como careta, el horror de rostro alargado de Edward Munch para edificar con buen pie otra rentable franquicia en la que la star Drew Barrymore duraba menos que Janet Leigh en Psicosis. A la careta munchiana de Scream -que mereció un spin off paródico, Scary Movie- le sucedió el pescador manco de Sé lo que hicisteis el último verano. Y a este, la muerte jugando a la ruleta en Destino final, que arrancó con una primera parte genuina, quizás el mejor guion del subgénero junto al de la primera Pesadilla de Craven.
Pero el slasher entró en el nuevo milenio desangrándose. Y es que entre las seis franquicias citadas sumaron nada menos que treinta y siete agotadoras películas. No se puede negar que la carnicería y la broma permitieron ser estiradas como las gomosas vísceras de un zombi. Y precisamente por ahí los monstruos con cara de cuero o de acelga del slasher hicieron mutis. Ellos, Jason, Michael Myers, Freddy Kruger, veneraban la carne roja que rasgaban. Pero nunca imaginaron que comiéndola, al estilo no-vivo, heredarían el terror del siglo XXI que ya solo quería caminar de la mano de un zombi.
LA EVOLUCIÓN DE LAS PELÍCULAS DE TERROR
JASON NO TOMABA REHENESUN DOS, TRES, DÓNDE ESTÁ FREDD
SCREAM, MIRA QUIÉN LLAMA
EL TERROR QUE VIENE