Solo hacía falta una frase, una sola, para que los duros de la paga pasaran de tus manos a las del quiosquero. «Stan Lee
presenta». Tenían un poder magnético, voraz. Debajo de ellas podía
estar silueteado Spider-Man, Los Cuatro Fantásticos o Hulk, daba igual.
Dentro había viñetas. Y onomatopeyas campanudas. Villanos con iniciales
gemelas. Superhéroes con problemas tontísimos y poderes de verdad. Al
principio no teníamos ni idea de la cara que tenía el tal Stanli, pero si él lo presentaba una cosa estaba clara: se venía con nosotros a casa.
Murió
ayer, pero seguía en nuestra casa. En nuestra habitación, más bien.
Donde sea que nos tumbáramos a hundir nariz entre páginas coloreadas,
hasta que alguien más alto que nosotros farfullara: «¡Pero qué aprendes
con eso!». Algunos respondían, los más dábamos un portazo brusco que nos
devolviera a Queens o a Brooklyn. Esperaban que aprendiéramos pero nos
desvivíamos por divertirnos.
Él, el chico judío enamorado de Shakespeare,
nació en Manhattan. Durante mucho tiempo esperó de sí mismo algo muy
concreto: escribir la gran novela americana. Un sueño muy grande en una
casa muy pequeña. Fantaseaba con verse en letras serias coronando
portadas: Stanley Martin Lieber, escritor. Conservó
viva la fantasía junto a su nombre real. Acudía de tanto en tanto a
alimentarlas. Mientras, casi por azar, empezó a crear fantasías para
otros. Un día, Jack Kirby y Joe Simon le prestaron a su Capitán, y el chico judío se inventó una historia para el héroe y un pseudónimo para sí: nacía Stan Lee.
Sin
embargo, a la guerra se fue como Mr. Lieber, destinado al Cuerpo de
Comunicaciones para reparar postes de telégrafos. Hizo lo que pudo, pero
era cuestión de tiempo que Lee tomara el control. Por eso le
transfirieron a otra unidad, con menesteres menos prosaicos como crear
eslóganes, guiones, y manuales militares. Y alguna caricatura. Su
expediente lo atestigua: fue oficialmente un «dramaturgo» de la guerra,
uno de los únicos nueve que tuvieron las fuerzas armadas
estadounidenses.
Nada
bueno le esperaba a su regreso de la contienda. Stanley compartió el
mismo futuro de incertidumbre que los superhéroes: ¿cuál sería su papel?
¿Qué eran todos ellos sin guerra? Sin la Segunda Guerra Mundial para
enfocar su heroísmo se habían vuelto carcasas vacías. Ni la Antorcha
Humana, Batman ni el Capitán Marvel levantaban cabeza. Superman se
tambaleaba en su pedestal. La llamada Edad de Oro de los cómics había
muerto, y ni las capas ni los superpoderes eran ya capaces de seducir a
quienes antes hicieron volar.
Stan Lee, que ya no era un chico, quiso tirar la toalla. Convertido en guionista de plantilla de Timely Comics (futura Marvel) sufría cada cancelación de Capitán América
como la muerte de un hijo. Tras probar con el wéstern, con los
detectives… estaba exhausto. Quizás era hora de trabajar en las
fantasías propias, de cederle el turno a Stan Lieber y su novela
aplazada. Se concedió un último intento, porque una mujer con la que no se suponía que tenía que acabar casándose le insistió. «Haz lo que siempre has querido hacer, sea lo que sea», fueron sus palabras.
No fue
la gran novela americana, fue mucho mejor. Una familia, el cuarteto en
bronca constante, sin identidades secretas ni ciudades ficticias. Eran
superhéroes, pero otros superhéroes distintos, revitalizados.
Fantásticos. No solo tenían poder, tenían personalidad, humanos
defectos. Se medían el lomo enfundados de azul: había llegado la hora de
las tortas. Lo demás es historia contada, que contaremos de nuevo ahora
que se ha ido, porque para eso están las gestas. En un lustro, Lee —en
triunvirato con Kirby y Steve Ditko— nos
proporcionaron un mundo entero que habitar. Spider-Man, Iron Man, El
Doctor Extraño, Nick Furia… Un lugar en el que lo innato era luchar
contra la maldad, donde sabías que en algún rincón estaba la esperanza.
El Universo Marvel se creó en cinco años, pero perdurará otros mil. Como
mínimo.
No es
exageración, ni hipérbole. Con la marcha de Stan Lee fallece, quizás, el
último creador de mitologías de nuestra era. Con todos los claroscuros
que su vida y su carrera llevan a rastras. Ahora que la muerte impone
desempolvar todos los títulos acumulados («Hacedor de Mundos», demiurgo,
«Stan The Man») no hay motivo para no celebrar también el asesinato de
Stanley Martin Lieber. Porque gracias a que un chico judío aplazó su
fantasía tuvimos un refugio para las nuestras. Porque en lugar de
aprender escogió divertir.
Pocas
veces un refugio albergó tantas plazas, tanta gente. Tan diferente.
Quien se veía atribulado como Peter o los que se sentían despeñar como
Harry Osborn. Da igual si provienes de la época en la que Stan Lee no
tenía rostro y los tebeos eran baratos, o si creciste con él convertido
ya en una figura de merchandising global. Si
le recuerdas posando en pelota picada con anillo en el meñique, sin
canas; o si apareció en tu vida con pantalón de jubilado y gafas de
ahumado setentero. Cuando en la penumbra de una sala de cine su figura
aparece unos segundos, todos esos entusiasmos forman parte del mismo
aplauso.
Todos esos son los que se divirtieron aunque les reprocharan que no aprendían nada. Con blockbusters
o con viñetas. Todos los que sabíamos que esta muerte la íbamos a
llorar. Un ejército de agradecidos a los que Lee impartió, sin querer,
una lección fundamental: que divertirse lo es todo. Que el
entretenimiento, por sí mismo, es ya un aprendizaje. ¿En qué consiste,
si no, el sense of wonder?
Cada vez
que se muere un héroe nos sentimos un poco más viejos, un poco más
solos. La infancia se va disipando poco a poco por el cristal de detrás,
hasta volverse minúscula. Cuando el que se muere no es un héroe, sino
el padre de ellos, el vacío es extraño, inconcluso. Como si faltara un
pedazo de narración: «Stan Lee presenta: Farewell».
Nos duró
casi un siglo y ha sabido a poco, qué cosas. Se va sin ver en la
pantalla una adaptación cinematográfica a la altura de sus Cuatro
Fantásticos, sin llorar la marcha del Capi. Dejando un almacén de gemas
preciosas en su Stan’s Soapbox, habiendo cultivado el noble arte del segundo desayuno, como los hobbits. Habiéndose divertido como un cabrón, acuñando frases eternas.
Stan Lee, constructor de refugios. Se va, en definitiva, como lo que
quiso ser: un cameo en nuestras vidas. Le estaremos despidiendo un
tiempo, porque tardará en extinguirse.
Mensaje a Tierra 616: Stan, tenemos una deuda enorme contigo. Ven a cobrártela si tienes huevos, Excelsior!
PD: Saluda al tío Ben.
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