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viernes, 16 de noviembre de 2018

In memoriam: Stan Lee


Publicado por
Stan Lee. Fotografía: Ringo Chiu / Cordon.
Solo hacía falta una frase, una sola, para que los duros de la paga pasaran de tus manos a las del quiosquero. «Stan Lee presenta». Tenían un poder magnético, voraz. Debajo de ellas podía estar silueteado Spider-Man, Los Cuatro Fantásticos o Hulk, daba igual. Dentro había viñetas. Y onomatopeyas campanudas. Villanos con iniciales gemelas. Superhéroes con problemas tontísimos y poderes de verdad. Al principio no teníamos ni idea de la cara que tenía el tal Stanli, pero si él lo presentaba una cosa estaba clara: se venía con nosotros a casa.

Murió ayer, pero seguía en nuestra casa. En nuestra habitación, más bien. Donde sea que nos tumbáramos a hundir nariz entre páginas coloreadas, hasta que alguien más alto que nosotros farfullara: «¡Pero qué aprendes con eso!». Algunos respondían, los más dábamos un portazo brusco que nos devolviera a Queens o a Brooklyn. Esperaban que aprendiéramos pero nos desvivíamos por divertirnos. 

Él, el chico judío enamorado de Shakespeare, nació en Manhattan. Durante mucho tiempo esperó de sí mismo algo muy concreto: escribir la gran novela americana. Un sueño muy grande en una casa muy pequeña. Fantaseaba con verse en letras serias coronando portadas: Stanley Martin Lieber, escritor. Conservó viva la fantasía junto a su nombre real. Acudía de tanto en tanto a alimentarlas. Mientras, casi por azar, empezó a crear fantasías para otros. Un día, Jack Kirby y Joe Simon le prestaron a su Capitán, y el chico judío se inventó una historia para el héroe y un pseudónimo para sí: nacía Stan Lee. 

Sin embargo, a la guerra se fue como Mr. Lieber, destinado al Cuerpo de Comunicaciones para reparar postes de telégrafos. Hizo lo que pudo, pero era cuestión de tiempo que Lee tomara el control. Por eso le transfirieron a otra unidad, con menesteres menos prosaicos como crear eslóganes, guiones, y manuales militares. Y alguna caricatura. Su expediente lo atestigua: fue oficialmente un «dramaturgo» de la guerra, uno de los únicos nueve que tuvieron las fuerzas armadas estadounidenses. 

Nada bueno le esperaba a su regreso de la contienda. Stanley compartió el mismo futuro de incertidumbre que los superhéroes: ¿cuál sería su papel? ¿Qué eran todos ellos sin guerra? Sin la Segunda Guerra Mundial para enfocar su heroísmo se habían vuelto carcasas vacías. Ni la Antorcha Humana, Batman ni el Capitán Marvel levantaban cabeza. Superman se tambaleaba en su pedestal. La llamada Edad de Oro de los cómics había muerto, y ni las capas ni los superpoderes eran ya capaces de seducir a quienes antes hicieron volar. 

Stan Lee, que ya no era un chico, quiso tirar la toalla. Convertido en guionista de plantilla de Timely Comics (futura Marvel) sufría cada cancelación de Capitán América como la muerte de un hijo. Tras probar con el wéstern, con los detectives… estaba exhausto. Quizás era hora de trabajar en las fantasías propias, de cederle el turno a Stan Lieber y su novela aplazada. Se concedió un último intento, porque una mujer con la que no se suponía que tenía que acabar casándose le insistió. «Haz lo que siempre has querido hacer, sea lo que sea», fueron sus palabras. 

No fue la gran novela americana, fue mucho mejor. Una familia, el cuarteto en bronca constante, sin identidades secretas ni ciudades ficticias. Eran superhéroes, pero otros superhéroes distintos, revitalizados. Fantásticos. No solo tenían poder, tenían personalidad, humanos defectos. Se medían el lomo enfundados de azul: había llegado la hora de las tortas. Lo demás es historia contada, que contaremos de nuevo ahora que se ha ido, porque para eso están las gestas. En un lustro, Lee —en triunvirato con Kirby y Steve Ditko nos proporcionaron un mundo entero que habitar. Spider-Man, Iron Man, El Doctor Extraño, Nick Furia… Un lugar en el que lo innato era luchar contra la maldad, donde sabías que en algún rincón estaba la esperanza. El Universo Marvel se creó en cinco años, pero perdurará otros mil. Como mínimo. 

No es exageración, ni hipérbole. Con la marcha de Stan Lee fallece, quizás, el último creador de mitologías de nuestra era. Con todos los claroscuros que su vida y su carrera llevan a rastras. Ahora que la muerte impone desempolvar todos los títulos acumulados («Hacedor de Mundos», demiurgo, «Stan The Man») no hay motivo para no celebrar también el asesinato de Stanley Martin Lieber. Porque gracias a que un chico judío aplazó su fantasía tuvimos un refugio para las nuestras. Porque en lugar de aprender escogió divertir. 

Pocas veces un refugio albergó tantas plazas, tanta gente. Tan diferente. Quien se veía atribulado como Peter o los que se sentían despeñar como Harry Osborn. Da igual si provienes de la época en la que Stan Lee no tenía rostro y los tebeos eran baratos, o si creciste con él convertido ya en una figura de merchandising global. Si le recuerdas posando en pelota picada con anillo en el meñique, sin canas; o si apareció en tu vida con pantalón de jubilado y gafas de ahumado setentero. Cuando en la penumbra de una sala de cine su figura aparece unos segundos, todos esos entusiasmos forman parte del mismo aplauso. 

Todos esos son los que se divirtieron aunque les reprocharan que no aprendían nada. Con blockbusters o con viñetas. Todos los que sabíamos que esta muerte la íbamos a llorar. Un ejército de agradecidos a los que Lee impartió, sin querer, una lección fundamental: que divertirse lo es todo. Que el entretenimiento, por sí mismo, es ya un aprendizaje. ¿En qué consiste, si no, el sense of wonder?

Cada vez que se muere un héroe nos sentimos un poco más viejos, un poco más solos. La infancia se va disipando poco a poco por el cristal de detrás, hasta volverse minúscula. Cuando el que se muere no es un héroe, sino el padre de ellos, el vacío es extraño, inconcluso. Como si faltara un pedazo de narración: «Stan Lee presenta: Farewell». 

Nos duró casi un siglo y ha sabido a poco, qué cosas. Se va sin ver en la pantalla una adaptación cinematográfica a la altura de sus Cuatro Fantásticos, sin llorar la marcha del Capi. Dejando un almacén de gemas preciosas en su Stan’s Soapbox, habiendo cultivado el noble arte del segundo desayuno, como los hobbits. Habiéndose divertido como un cabrón, acuñando frases eternas. Stan Lee, constructor de refugios. Se va, en definitiva, como lo que quiso ser: un cameo en nuestras vidas. Le estaremos despidiendo un tiempo, porque tardará en extinguirse. 

Mensaje a Tierra 616: Stan, tenemos una deuda enorme contigo. Ven a cobrártela si tienes huevos, Excelsior!

PD: Saluda al tío Ben.
Stan Lee, 2017. Fotografía: Cordon.
https://www.jotdown.es/2018/11/in-memoriam-stan-lee/

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