Con humildad, les perdono magnánimo en mi trono de soledad,
rey de un desierto como la playa urbana a la cual vamos en verano. Debería
haber tenido más optimismo, hoy la bronca fue tremenda, por eso voy a hacer un
esfuerzo de la misma forma que incita mi tutor a menudo. Este presunto
protector no conoce, en realidad, lo que preocupa a su negrito tímido e
insolente. En cambio, el aspirante a macaco ve a primera vista de qué pie cojea
su maduro profesor: un oficio para el cual no tenía vocación, una mujer que ha
engordado o se ha vuelto vinagre como el vino viejo, un colegio de niños que no
son normales. Además de todo eso, podría señalar una religión que no da
respuestas, una gente que percibe tu inferioridad, una incapacidad para lograr
disimular la inseguridad; en definitiva, una vida que no es vida, pero a la que
tienes que defender cuando hablas con el negrito huérfano.
Sí, Elías, no creo que te percates, incluso así te
comprendo; puedo asegurar que deberías ser tú el sujeto pensante, el amargado
que escribe unas líneas para pasar el rato, para olvidar o encontrar una
solución. En cambio, es tu desconocido alumno quien lo hace, el niño inocente
que parece tener problemas con la trigonometría, todavía más con la Historia
con mayúscula; sí, esa historia insípida que enseña Delia, la joven recién
salida de la universidad a la cual prestas buenos ojos. La realidad es como un
libro que espera su lectura, mi tutor hace tiempo que lo dejó olvidado, lo hizo
de la misma forma que otros olvidan el bolso; pero lo que nunca olvidan es a
los hijos.