¿Hasta qué punto ignorábamos nuestro futuro? No lo sé, poco
importa ahora que me espera el verdugo, el alma cándida que va a acabar con mi
dolor. La escena se enturbia si la alzamos sobre la realidad, no he conseguido
nada que la explique, lloro sin un motivo aparente, no puedo detenerme. Un
segundo intento puede ser mortal, mi amiga lo sabe; aunque lo hubiera deseado
no podría ayudarme, estoy solo. Mi vida interior acaba con la desconocida, pues
lo absurdo me alimenta, casi tanto como los logros culinarios de Gumersinda o
los golpes que han sufrido todos; antes tenía otras esperanzas, ahora nada.
Para cuando nos encontremos, yo y mi amada, prometo mantener vivo el deseo, la
sensacional vida que podemos gozar juntos, sin Manrique, sin Elías, sin
Joaquín, sin todos nuestros estorbos.
Recuerdo golpes que me han dado, instantes de abandono
perpetuo, más allá, ahí donde nos espera el hombre que proclaman salvador.
Desearía no recordar nada, por una extraña influencia vuelvo sobre lo mismo.
Nunca se me ocurrió preguntarle si ella era feliz. Tenía,
desde luego, sus momentos buenos, tenía las uñas demasiado largas. Se metía
entre los niños, los reprendía y les daba comida; a los más pequeños, cuando
lloraban, los besaba en la mejilla. Hacía todo esto, no era lo más importante,
lo crucial venía por su sola presencia, dulce bocado de deseos no conseguidos.
Casi parecía amor, creo que era incluso superior, una necesidad a la que nos
entregábamos alegres.
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