En realidad, cumplo con mi trabajo; ahora necesito
descanso, guijarro con canto, estilo a destajo, pasa el tiempo, tiene que pasar
y olvidamos a los desmantelados, casas abandonadas; quizás pueda, quizás deba
reemplazar la miseria con orgullo, llenar de júbilo mi tristeza, instaurar otra
vez la ilusión en esta existencia llena de abandono.
Soy pesimista; de todas formas, creo que va implícito en
mis genes, en la sangre envenenada de vicios. Soñaba con que se me aparecieran
un par de novias guapas, soñaba con que se me apareciera Dios acompañado.
Vivíamos en un mundo en el que Dios no existía. Rezábamos con nuestros cuerpos,
lo hacíamos sin comenzar los ciclos hormonales del apremio. Al terminar,
expresábamos nuestro ultimátum e implorábamos para que la siguiente vez saliera
más satisfactorio el intercambio; nos santiguábamos a través de un beso con
lengua; bendecíamos las sabanas con el orgullo. Después de acostarnos, el acto
de nuestra vida era una expiación hecha a medida del amor entre extraños.
El abismo quedaba a la vuelta de la esquina, bastaba chocar
con una piedra para caer en él. Fue más probable la prisión, una nueva cárcel.
El éxito y el fracaso salían como un argumento de novela barata, formaba parte
de la vida destinada a ser ella misma. Las vidas de sus amigos se disociaban
como los balances de un contable corrupto, desprovistas de esperanza, también
sin lógica, parecían simples pendejos endeudados a perseguir una utopía. Estaban
caracterizados por vivir dentro de un período de penitencia constante, al final
no había salida.