Baz Luhrmann lleva a cabo una adaptación enorme, para bien o para mal
En El gran Gatsby, recordemos, Fitzgerald tan solo necesitó unas 150 páginas para hablar de casi todo: su tercera novela captura el hedonismo, el libertinaje y la autodestrucción de las élites privilegiadas que nadaban en la abundancia a mediados de los años 20, relata cómo la obsesión de un hombre por recuperar el pasado destruye su presente, y escenifica un romance casi tan trágico y condenado como el que, decíamos, Luhrmann deconstruyó al principio de su carrera. Todos esos temas están presentes en esta película, que sin embargo está menos interesada en el subtexto y que también sacrifica asuntos como la estructura, el desarrollo de personajes o, en general, todo aquello que no proporcione oportunidades para amplificar el espectáculo, a pesar de que la verdadera enormidad del libro era temática. Con todo, considerando que El gran Gatsby es el retrato de un hombre de estilo de vida profundamente inmodesto e inmoderado, el obsceno modo que Luhrmann tiene de derrochar dinero en pantalla resulta del todo pertinente.
De hecho, El gran Gatsby es menos una versión fílmica de la novela homónima que una versión fílmica del mismo Jay Gatsby. Al fin y al cabo, tanto él como Luhrmann piensan y sueñan en términos excesivos, ambos imaginan un mundo mucho más exuberante y lleno de posibilidades que aquel en el que el resto de mortales vivimos y, como consecuencia, en última instancia ambos son incapaces de dar a sus abigarradas fantasías una utilidad del todo satisfactoria. Y quizá sea por el amor que siente hacia su alma gemela que Luhrmann a punto está no sólo de ignorar la condena de la élite neoyorquina de la época que propuso Fitzgerald sino de transformarla en una glorificación. Aunque, bien pensado, tras una opulencia tan hiperbólica necesariamente debe haber una moraleja.
VEREDICTO: Sacrifica la profundidad en pos del espectáculo más excesivo. A Jay Gatsby le habría encantado.
NANDO SALVÁ
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