Publicado por Emilio de Gorgot
Ran, la espectacular epopeya shakesperiana que Kurosawa estrenó a los setenta y cinco años de edad.
Que un director de cine consiga seguir
haciendo películas durante su vejez siempre resulta bastante insólito,
pero que sean precisamente sus últimos años los más revolucionarios de
su carrera hasta el punto de hacer reconsiderar el peso de todo su
legado artístico, es algo que probablemente sólo ha sucedido con Akira Kurosawa,
el director japonés más grande de todos los tiempos. Y eso que a
principios de los setenta Kurosawa parecía condenado al retiro. Como le
sucedía a Alfred Hitchcock o a Billy Wilder
por aquella misma época, la industria parecía haber perdido el interés
en su trabajo. Su declive profesional le llevó incluso a un intento de
suicidio. Cuando su futuro en el cine parecía finiquitado, llegó un
providencial rescate desde el lugar más insospechado: la Unión
Soviética. Los rusos le ofrecieron la posibilidad de dirigir un nuevo
trabajo con el que el genio nipón no sólo pudo recuperar su posición de
prestigio en el mundo del cine, sino que también marcó el inicio de una
gloriosa última etapa en la que estrenó cuatro películas que asombraron
por su grandeza a la misma industria que antes le había dado la espalda.
El Kurosawa clásico: los años en blanco y negro
Los inicios de Kurosawa en el cine
japonés no fueron cómodos. Rodó sus primeras películas bajo el ambiente
de nacionalismo exacerbado de la Segunda Guerra Mundial y tuvo que
sufrir la “supervisión artística” de las autoridades. El talento de
Kurosawa era evidente incluso para los obtusos militaristas que
gobernaban el país, pero su estilo era considerado “demasiado
occidental” y no se le permitía tomarse muchas licencias. Kurosawa había
despreciado el cine japonés en su adolescencia y de hecho se
consideraba un discípulo del cine occidental: idolatraba especialmente
al director norteamericano John Ford. Pero en plena
histeria bélica el joven Akira se vio obligado a rodar películas con
mensajes nacionalistas y veleidades orientalizantes que iban en contra
de sus propios gustos. Kurosawa no solamente amaba el cine de Hollywood,
sino también el cine europeo y la literatura occidental en general. Su
pasión por escritores como Shakespeare o Dostoievsky planearía a lo largo de toda su obra, así como la afición por pintores como Vincent van Gogh (el
propio Kurosawa tenía un talento pictórico apreciable). Pero en el
Japón cerrado y chauvinista de la era bélica, todas aquellas influencias
tenían que ser dejadas de lado.
En
Rashomon, cuatro personajes narraban diferentes versiones de la misma
historia; un minimalista juego de engaños, celos y crimen que maravilló a
la crítica mundial y convirtió a Kurosawa en una celebridad.
Al terminar la guerra, sin embargo,
Kurosawa disfrutó finalmente de mayor libertad artística y fue entonces
cuando se erigió como primera espada del cine japonés a nivel
internacional. Sus películas, que empezaron a amoldarse cada vez más a
patrones occidentales, gozaban de un gran éxito en Japón y empezaron a
dar que hablar en círculos cinéfilos del extranjero. Su autonomía
artística fue creciendo hasta el punto de poder comportarse como un
verdadero dictador en los platós: durante los rodajes su palabra era ley
y su perfeccionismo enfermizo era la pesadilla de sus empleados. Las
dos grandes especialidades de Kurosawa eran el melodrama social y el
cine de acción. Sus dramas retrataban el convulso Japón de la posguerra,
marcado por la pobreza y la corrupción, y estaban repletos de mendigos,
borrachos, delincuentes, prostitutas e individuos sin perspectivas de
futuro. Desde el médico alcohólico de El ángel borracho hasta el policía que pierde su pistola en El perro rabioso, pasando por la pareja de novios sin dinero de Un domingo maravilloso, los dramas de Kurosawa basculaban entre el sentimentalismo moralista de un Frank Capra y la denuncia social del neorrealismo italiano. Quizá uno de los ejemplos más impactantes de aquel drama existencialista es ¡Vivir!,
la historia de un gris hombrecillo que lleva una vida vacía y rutinaria
hasta que descubre que a causa de un cáncer le quedan sólo unos meses
de vida, en los que intentará buscarle un sentido a su existencia.
Toshiro Mifune interpretando al mercenario que años más tarde le daría la gloria a Clint Eastwood en Por un puñado de dólares
Si los dramas de Kurosawa tenían un gran
éxito en su país pero eran poco conocidos más allá de sus fronteras,
fueron sus películas ambientadas en el Japón tradicional las que le
dieron fama internacional. Aunque en occidente se las consideraba
“películas exóticas” porque estaban basadas en historias japonesas y
repletas de escenografía tradicional, estas películas eran generalmente
una excusa para la reelaboración de géneros tan poco orientales como el
western, que a Kurosawa tanto le gustaba y que disfrazaba con espadas y
trajes de samurai. Los siete samuráis convirtió en estrella internacional al carismático actor fetiche de Kurosawa, Toshiro Mifune, y fue adaptada con mucho éxito en —cómo no— un western, Los siete magníficos. También Yojimbo fue adaptada al western (esta vez sin permiso) por Sergio Leone en Por un puñado de dólares. La
conexión entre su cine y el género norteamericano por excelencia era
más que patente: Kurosawa había bebido del western y ahora el western
bebía de él. Pero también se hizo evidente la habilidad del director
para adaptar las tragedias de Shakespeare, como en la espectacular Trono de sangre, su particular versión de Macbeth. La influencia de Kurosawa en el cine occidental no terminaba ahí: como anécdota curiosa, dos personajes de La fortaleza escondida sirvieron de modelo para que George Lucas crease a R2-D2 y C3PO, los célebres robots de La guerra de las galaxias.
Mención aparte merece Rashomon,
para muchos la obra maestra de todo su cine en blanco y negro. Fue la
película que proyectó el nombre de Akira Kurosawa en el resto del mundo y
curiosamente se trata de uno de sus films más experimentales e
inusuales. Rashomon narraba una misma historia desde diversos
puntos de vista, introduciendo elementos teatrales —que en occidente,
claro, se empeñaron en ver como una herencia del kabuki japonés, pero
que en realidad tenían tanto o más de teatro clásico griego— y novedosas
técnicas de filmación facilitadas por Kazuo Miyagawa,
el inconmensurable genio de la dirección artística que, entre otras
cosas, consiguió rodar las primeras secuencias en que el sol aparecía
directamente en una pantalla de cine (logro técnico que dejó atónitos a
los observadores occidentales). Las poderosas imágenes simbólicas
(incluyendo la fijación de Kurosawa por la lluvia y otros elementos del
clima, presente en muchas de sus películas), las escalofriantes
interpretaciones y el virtuosismo visual de la filmación hicieron que Rashomon
arrasara en festivales y entregas de premios, incluyendo el León de Oro
en Venecia y el Oscar a la mejor película de habla no inglesa. El
triunfo de Rashomon incluso permitió a Kurosawa conocer a su
antiguo ídolo, John Ford, quien al encontrarse con el director japonés
dijo: “sí que le gusta a usted la lluvia”, a lo que, orgulloso, Kurosawa
respondió: “sí que ha visto usted mis películas”. Pero John Ford no fue
el único gran icono cinematográfico en alabar al director japonés. Ingmar Bergman se declaró admirador incondicional de su cine y Federico Fellini ponía a Kurosawa como ejemplo de lo que un director “debe llegar a ser”. Incluso Robert Altman empezó a intentar imitar obsesivamente las técnicas de Kurosawa al quedar boquiabierto tras asistir a un pase de Rashomon.
Hecatombe en Hollywood
Dodeskaden
fue la primera película en color de Kurosawa y también su primer
fracaso comercial, que le llevó al borde del suicidio.
A mediados de los años sesenta, Kurosawa
deseaba rodar su primera película en color y ello le llevó a un primer y
único acercamiento a Hollywood, donde la tecnología era más avanzada.
Tras un proyecto que nunca llegó a despegar (Runaway train) se involucró en la superproducción Tora! Tora! Tora!,
un insensato despilfarro de dinero destinado a conmemorar el bombardeo
de Pearl Harbor desde el punto de vista americano y también desde el
punto de vista japonés: dos películas en una, rodadas por dos directores
diferentes con dos equipos diferentes. Kurosawa se comprometió a
dirigir la “parte japonesa” del film cuando se le aseguró que su
admirado David Lean (el genial pero imprevisible autor de Lawrence de Arabia y El puente sobre el río Kwai)
dirigiría la parte occidental. La idea de una película que combinase
los talentos de Kurosawa y David Lean era sencillamente apoteósica, pero
nunca llegó a suceder. David Lean no se comprometió con el proyecto
—con la consiguiente decepción de Kurosawa— y el propio director japonés
fue finalmente despedido cuando sus métodos resultaron incomprensibles
para los norteamericanos. La incomprensión entre un Kurosawa
acostumbrado a hacer las cosas a su manera y un Hollywood que tenía otro
sistema de trabajo, así como las barreras idiomáticas y de mentalidad,
provocaron el desencuentro final. Tora! Tora! Tora! fue
terminada con otros directores, con un presupuesto enorme y un pinchazo
en taquilla: perdió una gran cantidad de dinero y los productores
americanos se apresuraron a culpar, entre otras cosas, al tiempo que
habían perdido intentando entenderse con Kurosawa y soportando sus
arrogantes veleidades. Aquello dañó considerablemente la reputación
internacional del director japonés, que cargó con el peso del fracaso de
un film que ni siquiera había rodado (aunque, eso sí, los americanos
usaron su guión sin darle crédito por ello). En occidente, Kurosawa pasó
a ser considerado un individuo con el que no se podía trabajar, así que
regresó a Japón para intentar recuperar el timón de su carrera.
En su país natal rodó finalmente su primera película en color, Dodeskaden,
la crónica de un grupo de gente que vive en torno a un vertedero de
basura y donde mostró su gusto por los colores chillones al estilo Van
Gogh. Sus películas con contenido social siempre habían resultado
exitosas en Japón, pero Dodeskaden no fue entendida y supuso un
sonoro fracaso de taquilla, el primer batacazo realmente importante de
su filmografía. Akira Kurosawa, que contaba por entonces con sesenta
años, creyó que su carrera había terminado y se sumió en una profunda
depresión. Intentó suicidarse haciéndose más de treinta cortes en las
venas, pero fue rescatado a tiempo. Aunque su rápida recuperación física
sorprendió a los médicos —físicamente era un toro, con una estatura muy
superior a la media de Japón— su salud emocional no dejó de constituir
una seria preocupación: el director no parecía capaz de adaptarse con
éxito a una vida sin rodajes y su psique se había vuelto muy frágil. Lo
que nadie podía sospechar es por entonces estaba en camino la película
que le haría resucitar como director. Cuando ya nadie parecía confiar en
él, le llamaron para ofrecerle trabajo desde el lugar más inesperado:
la Unión Soviética.
La resurrección del genio
La belleza visual de Dersu Uzala causó estupor entre la crítica y le valió a Kurosawa su segundo Oscar
La contratación de Kurosawa para rodar
una película ambientada en Rusia con actores y equipo ruso, despertó
escepticismo tanto en Japón como en occidente debido a la debacle de su
paso por Hollywood y los cinco años transcurridos en el dique seco desde
su intento de suicidio. Pero los soviéticos supieron tratar a Kurosawa,
dándole libertad y capacidad de maniobra para extraer lo mejor de él.
El resultado fue Dersu uzala, su segunda película en color,
estrenada en 1975. El film asombró a la crítica mundial y ganó el Oscar a
la mejor película de habla no inglesa, veinticinco años después de que
lo hubiera conseguido Rashomon. A sus sesenta y cinco años,
Akira Kurosawa parecía un director joven, dispuesto a revolucionar
técnicas y estilos. La sobrecogedora belleza visual de la película, así
como la conmovedora historia de amistad entre un militar ruso y un viejo
cazador que vive en los bosques, pusieron un nudo en la garganta de los
críticos y de muchos de los grandes cineastas del extranjero. No era
una película “comercial” ni fácil para el público. Kurosawa acentuaba su
tendencia a ralentizar la narración hasta extremos insólitos,
“orientalizando” por primera vez su cine… si es que puede decirse así,
porque directores como Stanley Kubrick o Andrei Tarkovsky
habían seguido ese camino incluso antes que él. Curiosamente, aquella
película rodada en Rusia y que no tenía nada de japonés excepto su
director, era —artísticamente hablando— su film menos occidental hasta
la fecha.
La gloria en la senectud
Tras estar a punto de quitarse la vida, Kurosawa regaló al mundo cuatro joyas consecutivas
Pasaron otros cinco años hasta que se estrenó la nueva película de Akira Kurosawa, Kagemusha,
una ambiciosa producción basada en episodios bélicos del Japón medieval
cuya espectacularidad y tono violento recordó su antigua Trono de sangre.
El respeto que los nuevos cineastas sentían hacia Kurosawa quedó bien
patente cuando la productora japonesa se quedó sin dinero para terminar
el film. Fueron George Lucas y Francis Ford Coppola
quienes convencieron a la poderosa 20th Century Fox para que terminase
de pagar la producción. La película fue gran éxito en Japón y también
obtuvo buenas dosis de publicidad en el resto del mundo. Los amantes de
Kurosawa pensaban que quizá podría tratarse de la última obra del
maestro y no escatimaron en elogios. No podían sospechar que, tras otros
cinco años de silencio, Kurosawa iba a golpear al mundo del cine con
una de sus mejores obras.
La palabra para definir la recepción de su nueva película, Ran,
es “asombro”. A sus setenta y cinco años, Kurosawa había tenido la
energía y la inspiración para parir una de las mejores adaptaciones
cinematográficas de la obra de William Shakespeare. Ran estaba inspirada en una de las obras más célebres del escritor inglés, El rey Lear,
y casi podría decirse que resumía toda una carrera cinematográfica
porque en ella se reunían todas las virtudes que habían hecho de
Kurosawa uno de los directores más admirados de la Tierra. Había
interpretaciones magistrales y fascinante teatralidad como en Rashomon, maravillosos desvaríos esteticistas como en Dersu Uzala, intensidad dramática como en Trono de Sangre o ¡Vivir!,
y las secuencias de batallas más espectaculares de toda su filmografía,
amén de un diseño de producción descomunal: Kurosawa llegó a construir
todo un castillo para rodar y prenderle fuego después. Aunque Ran
no ganó un Oscar, le valió su primera y única nominación como mejor
director y un diluvio de premios de asociaciones de críticos y cineastas
de todo el mundo.
Si algo hay que agradecerle a George
Lucas es que otra vez emplease su influencia en la industria y sus
recursos para conseguir que el anciano Akira Kurosawa pudiese seguir
rodando con la mayor libertad artística posible. El director japonés
tenía un proyecto muy querido —pero también muy complicado de financiar—
que era el de llevar a la pantalla algunos de los sueños que había
tenido mientras dormía. Planeaba una película totalmente anticomercial,
centrada en el aspecto visual, en la que alguno de los diferentes
episodios apenas tendrían argumento. Sacar adelante semejante proyecto
era algo que sin el apoyo de sus admiradores en Hollywood nunca podría
haber conseguido. El resultado, Sueños, es la película más
experimental y difícil de Kurosawa, a causa de su lentísimo ritmo y
algunas larguísimas secuencias cuya única función es la de parecer
pinturas en movimiento. Pero también es una de las obras más visualmente
fascinantes de la historia del cine, un auténtico deleite estético cuya
escalofriante belleza es difícil de describir con palabras. A sus
ochenta años, Kurosawa era más vanguardista que sus docenas de
discípulos jóvenes, creando una imaginería hipnótica que nadie ha
igualado desde entonces. Realmente consiguió provocar la sensación de
que los episodios del film eran sueños filmados, y hay secuencias de una
magia indescriptible, como cuando vemos a un joven Kurosawa pasear por
dentro de varios cuadros de Van Gogh, por ejemplo.
En
uno de los episodios más fascinantes de Sueños, un joven Kurosawa
contempla los cuadros de Van Gogh desde dentro. El pintor holandés fue
interpretado por Martin Scorsese, uno de los muchos directores
americanos que amaban su trabajo.
Sueños fue la última obra
maestra de Akira Kurosawa y cerró una tetralogía mágica que a lo largo
de veinte años le convirtió en un mito viviente del cine. Pero aún tuvo
tiempo de rodar otra dos películas menos ambiciosas: la primera fue Rapsodia en agosto,
una denuncia del bombardeo atómico sufrido por Japón en la Segunda
Guerra Mundial y sus ecos sobre varias generaciones, que fue tildada de
chauvinista incluso por algunos críticos japoneses y en la que Kurosawa
contó con una colaboración de Richard Gere. La siguiente, Madadayo, era un film biográfico sobre un profesor japonés y su relación con sus antiguos alumnos.
Akira Kurosawa falleció a los ochenta y
ocho años. Para entonces su nombre figuraba ya en el Olimpo del cine
junto a los más grandes maestros. Los cuatro ases con los que en sus dos
últimas décadas conmocionó el arte de hacer películas, le hicieron
trascender más allá de la figura de director de prestigio hasta
transformarle en un referente artístico universal. No sólo consiguió
reivindicar toda su carrera anterior, sino que atrajo las miradas del
público occidental hacia toda una rica historia de cinematografía
japonesa que iba más allá de la serie B o la saga Godzilla, erigiéndose en revulsivo de otros grandes creadores japoneses como Yasujiro Ozu o Kenji Mizoguchi.
Y todo ello lo consiguió, como decíamos antes, a una edad en que otros
muchos genios son pasto del retiro, la monotonía o la indiferencia
general. Quizá como reacción al día en que intentó suicidarse, Kurosawa
se forjó una segunda carrera cinematográfica, como un director que ha
tenido dos vidas. De hecho, la magnitud de su obra equivale a la de
varias carreras de otros directores. O, dicho en otras palabras:
“Lo que le distingue del resto es
que él no hizo una o dos obras maestras. Hizo, ya sabes, como unas ocho
obras maestras” (Francis Ford Coppola)
http://www.jotdown.es/2011/07/la-dorada-vejez-de-akira-kurosawa/