Trabajé mucho toda la semana. Raimundo
vino y me dijo que había enviado la carta. Fui dos veces al cine con Manuel,
que nunca comprende lo que sucede en la pantalla. Siempre hay que darle
explicaciones. Ayer era sábado, y María vino, como habíamos convenido. La deseé
mucho porque tenía un lindo vestido a rayas rojas y blancas, y sandalias de
cuero. Se adivinaban sus senos firmes, y el tostado del sol le daba un rostro
de flor. Tomamos un autobús y fuimos a algunos kilómetros de Argel a una playa
encerrada entre rocas y rodeada de cañaverales del lado de la ribera. El sol de
las cuatro no calentaba demasiado, pero el agua estaba tibia, con pequeñas olas
alargadas y perezosas. María me enseñó un juego. Al nadar había que beber en la
cresta de las olas, conservar en la boca toda la espuma, y ponerse en seguida
de espaldas para proyectarla hacia el cielo. Se formaba entonces un encaje
espumoso que se desvanecía en el aire o caía como lluvia tibia sobre la cara.
Pero al cabo sentí la boca quemada por la amargura de la sal. María se me
acercó entonces y se estrechó contra mí en el agua. Puso su boca contra la mía.
Su lengua refrescaba mis labios y rodamos entre las olas durante un momento.
Cuando nos vestimos nuevamente en la
playa, María me miraba con ojos brillantes. La besé. A partir de ese momento no
hablamos más. La estreché contra mí y nos apresuramos a buscar un autobús,
regresar, ir a casa y arrojarnos sobre la cama. Había dejado la ventana abierta
y era agradable sentir derramarse la noche de verano sobre nuestros cuerpos
morenos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario