Publicado por
Jordi Graupera
Fotografía: Edu Bayer
Esta entrevista fue publicada originalmente en nuestra revista Jot Down Smart número 33
Richard Ford aparece envuelto en una gabardina de color crema. El
viento sopla fuerte y trae una punta de frío impropia para el mes de
abril, pero ha sido un año de nevadas primaverales en Nueva York, así
que hay cierta resignación en los espíritus. Además, no son ni
las 8 de la mañana, que es la hora a la que las personas inteligentes
citan a los periodistas, para tenerlos con la guardia baja o la resaca
alta, y es también la hora de la primera frase de algunas de sus
novelas. Le esperamos en la puerta del Princeton Club, un club exclusivo
en el centro de Manhattan, en el que socializan exalumnos, profesores y
otras élites que orbitan alrededor de la universidad donde Ford dio
clases en los ochenta, y que tiene su sede en Nueva Jersey, donde vive
su personaje más famoso, Frank Bascombe.
En el ascenso
hacia el bar, una mujer le dice: «Me recuerda usted a alguien famoso».
«Soy exactamente igual que el novelista Richard Ford», le responde. Ella
mira a su amiga y dice: «No, a otro». Le pregunto si le reconocen a
menudo. «Solo cuando estoy de promoción, y sobre todo en los
aeropuertos». Tiene un Pulitzer y un Faulkner: la del escritor es la más
privada de las famas.
Se
deben cerrar más acuerdos en el Princeton Club que en un palco de
estadio de fútbol, pero como la hipocresía es el lenguaje que lubrica el
comercio, en el bar del club no se permiten negocios y los ordenadores,
tabletas e incluso papeles están prohibidos. Ford intenta negociar: su
imponente altura, su pelo senatorial y sus ojos azules acompañan con
gran armonía su tono, que es severo y con autoridad. Nada, son
inflexibles.
Sin
guion, la entrevista muta en conversación. Ford tiene una gran habilidad
para ser exquisitamente amable y decir cosas interesantes mientras
ignora las preguntas que no le apetece responder. En general, uno
quisiera llevarle a hablar del fondo que emerge en sus textos, y él
prefiere responder sobre el oficio de escribirlos. Bien pensado, es
parte del fondo: huir de lo trascendente y buscar siempre lo más
plausible y pragmático para no abandonarse a lo mórbido o a lo oscuro.
Sus libros parecen la traducción en forma de novela del pragmatismo norteamericano, de Emerson a Rorty.
Justamente ayer estaba dando clase sobre el texto El espíritu de la naturaleza de Emerson
y me traje mi copia grande, gorda y hecha polvo de todos los ensayos y
la correspondencia del autor, editada por Houghton Mifflin, porque
quería mostrársela mis alumnos. Y les dije: «En algún momento de la
vida, todo el mundo debería tener su propia Biblia. Y esta ha sido la
mía durante cuarenta y cinco años». Los ensayos de Emerson han sido mi
guía.
Lo cita muy a menudo.
Oh, sí, tanto como puedo. Da en el clavo en tantas cosas que yo no puedo más que… en fin; he leído a Rorty también, pero me parece mucho menos interesante que Emerson.
¿Por qué?
Es menos
afortunado como escritor. Emerson es más claro, más franco y directo.
Además, está dispuesto a invertir completamente su visión de las cosas,
algo que adoro [ríe]. Cuando dice aquello de «la estúpida consistencia es el duende de las mentes pequeñas» está hablando de sí mismo.
Menos de cinco contradicciones es dogmatismo.
[Ríe] Exactamente. Es fanatismo.
[Llega
el camarero. Ford pide dos huevos escalfados y tomate en rodajas, nada
de carne o embutido, ni pan. Levanta la cabeza y ve los televisores del
bar encendidos, donde aparece Donald Trump dando un discurso].
Siempre
me interesa comprobar qué canales están puestos permanentemente en los
bares. En el Princeton Club, el canal de negocios, por supuesto.
Aprovecho para preguntarle sobre Donald Trump. En El periodista deportivo
hay un diálogo entre Frank Bascombe —el personaje de cuatro de sus
libros más célebres— y su vecina Dee, una mujer jubilada, progresista,
que acaba de leer una noticia en el New York Times sobre
la típica intervención militar norteamericana en un país
latinoamericano, que ella tilda de hipócrita. Y dice: «Deberíamos
construir un muro a lo largo de toda la frontera mexicana y solucionar
nuestros problemas, por ejemplo, con los afroamericanos».
No creo
que sea un personaje progresista —quizá lo parezca ahora—. Es decir,
escribí ese diálogo en 1984. Ni siquiera creo que el mundo girara en la
misma dirección en ese momento. Lo que es seguro es que no intentaba que
Dee encarnara una posición política identificable. Intentaba que ella
hiciera lo que creo que la gente hace: intentaba hacerla hablar,
simplemente. Trump es un buen ejemplo. Trump habla, sin más. Lo que sea
que sale de su boca en cada momento es lo que parece que piensa, y cinco
minutos más tarde dice algo distinto. Esto es más verdadero sobre los
seres humanos que si su posición política es identificable. La gente
abre su boca y salen palabras. Al escribir, puede que planees algunos
puntos con los que otros se puedan identificar, pero, en general, la
gente no está todo el rato intentando parecer cercana a una manera de
pensar. Es solo caos.
Que Trump hable sin calcular, ¿le hace menos mentiroso?
A ver:
es un mentiroso. No sé si puede ser más o menos mentiroso. Trump mira
las cosas y dice lo contrario de lo que ve, a propósito [ríe]. Creo que eso es ser un mentiroso. Y él lo hace mucho.
Se le elogia por ser directo en lugar de políticamente correcto.
Son
fanfarronadas sin sentido. No tiene sentido de las consecuencias, ni
intención de tenerlo. Y se derivan consecuencias de lo que dice.
Se le atribuye la capacidad de predicar una verdad sobre América que ha sido silenciada.
Es una
proyección nuestra; hacemos coincidir lo que dice con alguna especie de
necesidad que tenemos de que esté haciendo algo así. Volvamos al ejemplo
del muro en la frontera. Lo que se imagina es un puñado de mexicanos,
guatemaltecos y hondureños chocando contra el muro. ¿Pero qué ocurre
cuando toda esa gente vuelve a Honduras o Guatemala? No tiene ni idea.
Es su problema. Como si no existieran. Además, Trump cree que cuando se
estrellen contra el muro, se van a quedar con los brazos cruzados. Cree
que no van a intentar pasar por debajo, o alrededor, o por encima del
muro… o ponerle una bomba. No concibe nada. Su sentido de las
consecuencias está vacío de toda examinación.
El argumento de Trump es que la
inmigración, la deslocalización de empresas norteamericanas y la
automatización de la industria provocan que los trabajadores no
cualificados y sus comunidades estén sufriendo un retroceso económico y
social.
Eso se lo han contado.
¿No cree que apela a ese electorado?
Él ve
que una empresa de aires acondicionados se va, pongamos, a Taipéi, y
deja a toda esa gente en Pensilvania y Siracusa sin trabajo. Tachán. Y
eso es todo. Así que, si repatriamos la empresa, tendrán un trabajo.
Pero ¿cuáles son las fuerzas que causan que la empresa se vaya? ¿Qué
ocurre en Taipéi cuando la empresa se marcha? ¿Qué ocurre cuando la
empresa vuelve y toda esa pobre gente de Siracusa se da cuenta de que la
empresa se ha reducido para poder volver? Trump no ve nada de esto.
Quinientos tipos pierden el trabajo, la empresa vuelve, doscientos
cincuenta vuelven a tener trabajo y los otros doscientos cincuenta, no.
Sinceramente, creo que es simplemente estúpido. Es estúpido, punto.
¿Atribuimos su éxito al caos?
No. Bueno, a no ser que creas que el nihilismo es un paso intermedio en nuestro camino hacia el caos [ríe]. Tradicionalmente, a los norteamericanos, como sabes bien, no les gusta el Gobierno. Nuestro Gobierno se fundó en el siglo XVIII sobre el principio: «el Gobierno es malo».
¿No lo es?
Es malo
ahora. Pero no es malo en sí mismo. Cuando tienes una institución como
la esclavitud corrompiendo trescientos años de vida en esta masa de
tierra, algo debe hacerse para corregirlo. Y los estados individualmente
no son lo suficientemente ricos para hacerlo. La mayoría de problemas
que nos han llevado a este nihilismo, el nihilismo actual, tienen que
ver con las consecuencias de la esclavitud y la creación de una clase
subordinada. También con las consecuencias de la Gran Depresión, pero la
mayoría del desaliento racial emana de la esclavitud. Sin la
esclavitud, como dice Ta-Nehisi Coates, no tendríamos el gran país que tenemos, tendríamos otra cosa. Es un poco simplista, visto así, pero no del todo simplista.
Incluso en los debates abolicionistas
antes de la guerra civil, en el norte había muchas voces que temían el
efecto que el fin de la esclavitud tendría en la economía y en el
mercado de trabajo.
Exacto.
En el corazón de este gran país hay un cáncer que emite toda clase de
radiaciones, y Trump es una de ellas. Aplaca a gente que básicamente son
racistas y nihilistas con respecto al Gobierno. Asocian su desagrado
del Gobierno con lo que el Gobierno intenta hacer por estos
desamparados, lo ven injusto. No creo que haya tantos racistas y
nihilistas como pensamos, en realidad, pero hay más de los que me
gustaría.
Hay distintas clases de blancos en
los Estados Unidos. Por ejemplo, los de las zonas rurales de los
Apalaches. Desde que se instalaron en las peores tierras, ya eran los
más desfavorecidos entre los blancos. Competían con los esclavos y
tenían los salarios más bajos del país. A pesar del privilegio racial y
de poder moverse libremente, siempre, hasta sus descendientes de hoy,
han ido por detrás del resto del país.
Muchos
de ellos no tenían ningún privilegio, aparte de ser blancos; son los que
viven en el este de Tennessee, o en partes de Louisiana, por ejemplo.
Las tensiones raciales de hoy se
pueden rastrear hasta la esclavitud también en el otro lado. Los
votantes de Trump en estas zonas deprimidas vienen de la misma
desventaja material.
Lo que
Coates diría es que, a pesar de ser cierto, estos blancos nunca fueron
propiedad de nadie, nunca fueron ganado. A pesar de ser pobres y
perdedores, el color de su piel nunca los perjudicó.
Por complicar las cosas, volviendo a
Emerson: ¿le encuentra sentido a la evolución sobre el abolicionismo de
Emerson y su visión supremacista sobre los afroamericanos?
Nunca lo
he pensado, no me importa su visión sobre las razas. Emerson vivía en
1855 en un pequeño enclave blanco en el norte de Massachusetts. Esta
clase de mirada hacia el pasado para analizar las posiciones sobre la
raza de gente que no vive nuestro tiempo tiene muy poco interés para mí.
Solo tiene interés académico.
La posición de Emerson sobre los
afroamericanos está tan caducada como su vida, de acuerdo. Pero lo que
sí es interesante es que, cuando tenía veinte años, se aprecia en sus
diarios que ya veía la esclavitud como algo malo, pero no hablaba de
ello públicamente. Luego, en algún momento, a los treinta y pico, siente
asco por no estar implicado en el movimiento antiesclavista, y se
posiciona públicamente. Me pregunto si el cambio en la manera de
comprometerse se debe a la presión del contexto o a una evolución
personal.
Es una pregunta muy esencialista, esta que me haces.
Gracias. Viniendo de usted, no es un cumplido.
[Ríe]
Ojalá pudiéramos saber cómo se produjo ese cambio. Pero cuando contabas
su evolución estaba pensando en mí y en la ruta que yo seguí para
llegar a un punto de vista mejor sobre el racismo, teniendo en cuenta
que crecí en una sociedad tipo apartheid. Y me he dicho: como sea que llegaste ahí, gracias a Dios que llegaste ahí. Porque podría no haberme ocurrido.
Nació y creció en Mississippi.
Iba al
colegio en el autobús escolar y cuando pasábamos por delante de las
esquinas donde las criadas afroamericanas esperaban su autobús mis
compañeros les gritaban epítetos racistas —teníamos dieciséis años—. No
todo el mundo lo hacía, pero mucha gente lo hacía delante de mí. Y, si
no lo hacías, se preguntaban por qué: «¿No te parece divertido?»,
decían.
Ha dicho alguna vez que escapó del sur literariamente, pero ¿también escapó de todo eso?
Sí. En
el instituto tenía una clase que se llamaba Problemas en Democracia. Es
un buen lugar, Mississippi, para tener una clase sobre problemas en
democracia. Un día, un chaval judío se levantó y en medio del aula me
llamó nigger lover
(‘amante de negratas’). Y me dije, guau, tengo que pirarme de aquí.
Para empezar, porque no entendía por qué lo había dicho, pero sabía que
lo pensaba de verdad. Y si lo pensaba de verdad, me podían matar por ser
un nigger lover.
Así que tomé el tren y me fui a Michigan. Es una de las cosas que he
vivido que me han dejado más quemado. Y ni siquiera por lo que podrías
imaginar. No porque pensara: «¿Cómo te atreves a decirme algo así?». Ni
tampoco porque me dijera: «Oh, sí, lo soy, estoy a favor de los negros».
Lo que pensé fue: «No sé por qué me lo ha dicho». En el fondo, lo que
me dije a mí mismo fue: «No sé quién soy, pero sé hacia dónde voy».
Desde ese momento, ha vivido por todo
el país. Le he escuchado decir que la cultura norteamericana no es
parroquial ni provinciana.
Lo digo
en el sentido de que hay cosas comunes, como la lengua, la moneda, el
Gobierno y un cierto sentido —cierto, solo— de historia compartida.
Estas cosas comunes ayudan mucho cuando quieres irte de un lugar, como
yo quise irme del sur. Pero sí hay provincias, sí hay sentimientos
parroquiales por todo el país, pequeñas comunidades con sus horizontes
propios. Mi mujer y yo hemos vivido en muchos sitios y hemos encontrado
estas dos realidades, algo que hemos podido vivir, en parte, porque
decidimos no tener hijos.
Me permito preguntarle el porqué de esa decisión.
Es sencillo: no me gustan los niños.
A mucha gente no le gustan los niños, excepto los suyos.
A mí me pasa igual [ríe].
Además, también queríamos desarrollar nuestras carreras profesionales
sin ataduras, y en cierto momento no tener hijos fue la mejor manera de
conseguirlo.
Tanto la idea de no tener hijos como la de moverse mucho están presentes en sus libros. Para empezar, el último: Entre ellos,
los retratos de su padre y de su madre. Sus padres le tuvieron tarde,
después de muchos años de viajar juntos en coche por el sur, por el
trabajo de comercial de almidón de su padre.
Y por el gran amor que se tenían.
Un gran amor, y sin hijos hasta muy
tarde. En el libro parece que usted se pregunta si cuando le tuvieron
hubo un cierto paraíso que se perdió para ellos.
Bueno, nos lo pasamos bien juntos también.
En el libro se pregunta si que usted llegara a sus vidas fue una bendición.
Creo que siempre he pensado que fui una bendición, solo que fui una bendición disruptiva.
Todas las bendiciones lo son, de alguna manera.
[Ríe]
¡Por supuesto! Lo cambian todo. Pero ellos querían tener un hijo y,
mucho antes de que yo llegara, habían asumido que no lo tendrían. Eran
otros tiempos: la gente no entendía por qué las mujeres se quedaban o no
se quedaban embarazadas. No había in vitro ni nada de eso. Así que asumieron que no habían sido bendecidos con hijos.
Eso de alguna manera los liberó, y dejaron atrás su vida anterior.
Sí, la dejaron atrás, pero nunca renunciaron a ella del todo.
Dice en Entre ellos que fue porque entendían que la familia es algo que uno cuida pase lo que pase, especialmente en el caso de su madre.
Sí, exacto. La relación de mi madre con mi abuela era complicada.
Su abuela era desagradable con ella.
Absolutamente. Era una señora vieja y desagradable.
Primero mete a su madre en un
internado católico para quitársela de encima cuando se vuelve a casar, y
luego la saca para ponerla a trabajar.
La
esclavizaron cuando necesitaron dinero. No conozco todos los motivos,
pero el dinero era claramente importante. El afecto era secundario. Mi
abuela adoraba a su marido porque era muy guapo y brillante. Y lo
adoraba hasta el punto de excluir a mi madre, que era solo catorce años
más joven. Probablemente mi madre se dio a sí misma lo que nunca se le
había dado.
Continuemos con los hijos. En la novela Canadá,
Dell, después de todas las huidas y descalabros, se casa, tiene un
matrimonio estable, fiel y largo. Pero sin hijos. Dell no viaja, se
establece, pero, después del fracaso de sus padres, decide no tener
hijos, como si buscara una cierta paz de espíritu, al fin siendo el
único amo de su vida.
Intento
agregar en mi obra todas esas fuerzas biográficas, aunque a veces sin
éxito. Hay cosas que sabes y que no puedes dejar de saber, y se filtran
en decisiones artísticas, aunque sea sin intención. Si me pregunto por
qué Dell no tiene hijos, la respuesta es porque Richard el novelista no
quería escribir sobre un niño, de la misma manera que Richard el
novelista no quiere tener un hijo.
También en Canadá, los padres de Dell se mudan mucho a causa del trabajo del padre, que es militar y va de base en base.
Sí. Además, mi suegro era piloto de las Fuerzas Aéreas y mi mujer, Cristina, cree que el padre de Dell es un retrato del suyo —no le hace mucha gracia—.
La relación de los padres de Dell es
de algún modo la opuesta a la de sus padres. En la de sus padres hay un
amor que se percibe todo el rato, mientras que en Canadá el amor parece ausente.
¿Dices que no hay amor entre ellos?
Sí.
Creo que
calculamos y calibramos el amor de manera distinta. Y tengo en cuenta
el hecho de que se casaron cuando ella se quedó embarazada. Y, si las
cosas hubieran durado algo más, ella le hubiera dejado. Sin embargo, hay
amor entre ellos, por eso hacen lo que hacen.
Dicho de otro modo: en los raros
momentos en que Dell nota que hay cierta armonía familiar, que se
quieren y se gustan —cuando roban el banco, por ejemplo—, siempre los
describe como rarezas, excepciones a la norma que es la degradación de
su relación, del significado mismo del amor. Me parece lo opuesto a lo
que usted describe de sus padres.
Yo no lo
llamaría opuesto. Diferente sí. Es una vía alternativa. La ficción,
para mí, es esto: una permutación sobre lo dado. ¿Qué ocurriría si lo
que conozco fuera distinto? Si sacas una estrella de una constelación,
¿qué tendrás? En mis padres vi un tipo de amor, y en los padres de Dell
escribí otro, a pesar de las similitudes, como la época, el contexto
económico o la necesidad de moverse arriba y abajo.
El amor, o los amores, es un tema constante en sus novelas.
Sí, es de lo que va Pecados sin cuento [un libro de historias breves],
de las maneras en que nos fallamos los unos a los otros cuando nos
amamos. Esto me interesa. O, al menos, me interesaba. Ahora ya no me
interesa.
…
Es difícil tener una vida larga en la que escribes siempre sobre lo que te interesa. Gastas los temas.
¿Ha gastado el amor como tema?
Bien, uno agota todas las cosas sobre las que escribe. Todo sobre lo que habla Pecados sin cuento lo he agotado. Mi interés sobre el mercado inmobiliario [en las novelas de Frank Bascombe]
se ha agotado. Las historias que ocurren en Great Falls, gastadas.
Montana, gastada. Estoy pensando en escribir una novela que sé que va a
situarse en Nueva Jersey, pero sé que no va a girar alrededor de vender
propiedades inmobiliarias, como ha hecho Frank Bascombe en las últimas
novelas. Simplemente no puedo, no tengo nada más que decir, no sé nada
más.
A no ser que aprenda algo nuevo.
Tendré
que aprender algo. Tuve que aprender muchas cosas para lo que escribí
sobre vender casas. Sabía ya mucho, pero tuve que aprender más.
¿Por qué escogió el mundo inmobiliario?
Era algo
completamente diferente. Necesitaba darle a Frank otra profesión,
porque ya había gastado el periodismo deportivo. Para mí es muy
importante que los personajes sean capaces de ganarse la vida. Es parte
de lo que los hace plausibles. Es lo que los hace creíbles ante los
lectores, que saben cómo ellos se ganan la vida.
Mi
padre, por ejemplo, conocía a mucha gente, pero lo que sabía de ellos
era a qué se dedicaban. Nadie decía nada más sobre los demás. «Sí, tal
trabaja para tal». Así que necesito establecer mi sentido de la
plausibilidad a través de la profesión. Cuando terminé con El periodista deportivo
tenía que darle a Frank otra vocación. Miré a mi alrededor y pensé: ¿De
qué sé algo? ¿Qué he hecho en mi vida? No soy abogado. No soy marine.
En ese momento daba clases en Princeton…
Le acompaño en el sentimiento.
[Ríe]…
y no quería escribir sobre un profesor universitario. Así que me dije,
bien, sé un montón sobre el mundo inmobiliario; he pasado mucho tiempo
en coches de agentes inmobiliarios yendo arriba y abajo visitando casas,
veamos cómo sale. Y funcionó notablemente bien, porque se convirtió en
una especie de ojo de cerradura desde el que ver la economía, desde el
que ver el espíritu nacional, desde el que ver un vocabulario que podía
desplegar. Y me permitió darles a los personajes cosas que hacer y
sitios adonde ir. Cuando escribes una novela tienes que darle a la gente
algo que hacer, sitios adonde ir. Sobre este dilema, ahora que escribo
otra novela de Frank Bascombe, no estoy muy seguro de en qué le voy a
ocupar el tiempo [Saca una
libreta pequeña del bolsillo interior de la americana, tiene una X hecha
de cinta adhesiva que ocupa toda la cubierta frontal].
Tengo que ponerle X a las libretas para encontrarlas cuando me
despierto en medio de la noche y necesito apuntar algo para que no se me
escape…
¿Brilla en la oscuridad?
No, pero es visible. Bien, tengo aquí escrito que Frank podría ser un operador del 911, el número de emergencias [me lo muestra],
porque el otro día escuché a alguien comentar lo mal que lo había hecho
una operadora del 911. Era una mujer, que no supo enviar a la policía a
tiempo para ayudar a un pobre niño que se había quedado atrapado en un
coche y murió allí. Luego leí una noticia sobre qué tipo de formación se
exige para ser operador del 911 y pensé: «Frank podría hacerlo».
¿A su avanzada edad?
Bueno,
es un año más joven que yo. Supongo que eso debe ser una edad avanzada,
pero, sí, creo que podría hacerlo. Además, en el corazón de todas las
historias hay algo que es inverosímil que todo el mecanismo del libro
intenta hacer verosímil, y es lo que le da al libro su torsión.
Un operador del 911 es la versión práctica del teléfono de la esperanza. «Necesito una ambulancia, no un consejo».
¡Exacto!
No estás intentando convencer a alguien de que no se tire de un
precipicio, solo intentas que la policía o los bomberos lleguen a
tiempo.
Tráeme a los bomberos, no filosofemos sobre el fuego.
No
necesito que seas mi psiquiatra. Es gracioso que lo digas, porque cuando
contemplaba la posibilidad de darle a Frank ese trabajo —no sé cuán en
serio lo contemplo todavía— pensaba que sería justamente sobre esa
tensión. Querría a Frank intentando dar consejos y, claro, el trabajo no
va de eso.
Frank es muy analítico. En cambio, en Entre ellos usted presenta a sus padres como dos personas que aceptaban lo que les venía sin darle muchas vueltas.
Quizás, quizás.
Frank lo intenta, con cierto pragmatismo, cuando pierde a su hijo mayor en El periodista deportivo, o cuando se divorcia. Pero lo hace de manera muy introspectiva, al contrario que sus padres.
Sí, intenta negociar con su caída.
En parte es una contradicción,
porque, a pesar de que intenta vivir como si nada fuera muy
trascendente, en realidad analiza con gran precisión psicológica hasta
el más pequeño detalle como si fuera esencial. Es como si Frank
intentara seguir los pasos que usted vio en sus padres —el aceptar lo
que viene sin más—, pero se le hace más difícil, quizás porque la época
es distinta, o la educación es distinta, o lo son sus oportunidades.
Quizás
es verdad, pero mis padres no eran personajes de ficción. Eran carne,
huesos. Frank es una persona interesante que está hecha de lenguaje. Lo
que me dices no es impreciso, pero Frank es solo una versión de un tipo
de verosimilitud que escogí para él. Lo que dices es solo una faceta del
mosaico que Frank es. No es que nosotros no seamos un mosaico también,
porque todos los somos —hablamos distintos lenguajes, con distintas
voces, dependiendo de con quién hablamos—, pero nunca pretendí que Frank
fuera real.
En un prólogo que escribió para una
edición especial de las tres primeras novelas de Frank Bascombe, cita
usted la frase de Robert Frost que dice que escribir puede que sea el
último acto de la infancia.
Sí, y por eso, dice Frost, puede que lo practiquemos de una manera algo irresponsable.
Pero luego, en el mismo prólogo, dice que escribió El periodista deportivo, la primera de esa tríada de novelas, en un momento de pánico sostenido.
Sí, sí,
era un último intento de ser escritor, después de no haber conseguido
expresarme del todo, ni haber tenido éxito con los libros anteriores.
Luego, al escribir la segunda, El Día de la Independencia,
al principio no la planeó como una novela de Frank Bascombe, porque
temía escribir la misma novela una y otra vez. Pero la voz de Frank
reemergió en sus notas. Y dice en el prólogo que lo aceptó porque tener
una voz plausible e inteligente es un regalo de los dioses demasiado
preciado como para rechazarlo.
Correcto, así es.
¿Es una voz difícil de sacarse de encima, la de Frank Bascombe?
Yo no
diría que se me hace difícil, porque, una vez pude persuadirme de que
Frank era el personaje, entonces ya nunca quise quitármelo de encima.
Quería conservarlo. Y es cierto que a lo largo de estos libros existe
una voz unitaria que es capaz de decir cosas muy distintas. Sin embargo,
a pesar de que no les presto mucha atención, hay gente que me ha
señalado que los libros suenan distinto uno de otro, que el inglés es
distinto, mientras que para mí suenan igual. En Acción de Gracias, me dicen, las frases son más largas y complejas que en El periodista deportivo. El periodista deportivo
es un libro muy limpio en cuanto a la estructura de las frases. Y
siempre ansío repetir ese orden, pero parece que no soy capaz de
conseguirlo.
Le he leído que siempre va a la búsqueda de un lenguaje más simple, más directo.
Sí, más franco y claro, más hablado. Me encantaría encontrarlo para mi nuevo libro, que se llama Be Mine. Es sobre Paul, el hijo de Frank, muriendo de esclerosis lateral amiotrófica.
Buen spoiler.
Sí. Lo siento. Me da igual. Pero lo anunciaría en el primer párrafo del libro, así que no es un spoiler en realidad.
También lo hace en Canadá,
anuncia el robo del banco en la primera frase de la novela. Y luego la
muerte de los esbirros de Detroit mucho antes de que ocurra.
Bien, lo
anuncié en la primera frase, pero leíste el libro hasta el final, ¿no
es así? Pues por eso lo hice. También es porque cuando revelas una parte
tan importante del argumento en la primera frase es como si lanzaras el
guante al suelo, frente a ti, y tuvieras que batirte contigo mismo. A
los aspirantes a escritor siempre les digo: cuidado con tener una
primera frase muy buena, porque luego tienes que continuar con una
segunda y una tercera frase que tienen que superarla de algún modo. Pero
en el caso de Canadá me dije, voy a lanzarme ese guante y a ver qué soy capaz de hacer. Si no te sale bien, siempre puedes borrarlo.
Me da risa cuando lo leo, es como si jugara con el lector.
Me
alegra que lo encuentres gracioso porque también a mí me hace gracia.
Espero haber aprendido algo escribiendo ese libro porque nunca antes
había construido una trama. Pensé, Jesús, esto es muy divertido, puedes
escribir una trama cuando quieras. Poner cosas, revelarlas, quitarlas.
Vuelvo al libro sobre sus padres como punto de fuga. Su padre murió cuando usted acababa de cumplir dieciséis años.
Cuatro días después.
Hay muchos personajes en sus libros de esa edad.
Sí, muchos.
Paul en El Día de la Independencia, en los cuentos «El comunista» y «El optimista», Dell en Canadá.
Quizás
si mi padre no hubiera muerto en ese momento también vería esa edad como
un punto de inflexión en una vida, como una frontera entre la
adolescencia y la edad adulta. Es un momento dramático por definición.
Las cosas cambian, el cuerpo cambia, la manera como diseccionas la
información o entiendes las cosas. Todo se junta de manera dramática.
Sí, pero también en los casos de Dell en Canadá, o Paul en El Día de la Independencia, o «El comunista», los padres están ausentes, que es una idea, la de la ausencia, central en la biografía sobre su padre.
Sí, en
parte escribí esas historias por ese motivo. A veces especulaba sobre si
al escribir esas historias no estaba intentando llenar un trozo de vida
que no había vivido. Y, a pesar de que no es incorrecto decirlo, no es
la fórmula con la que uno escribe narrativas. Puede ser una razón para
hacer algo, pero no la única. Con todo, me sorprendería que no jugara un
papel. Durante gran parte de mi vida he pensado que la muerte de mi
padre me liberó; es como una idea ambigua según la cual mi padre tenía
que morir para que yo me liberara. Me sorprendería que esto no hubiera
alimentado todo tipo de cosas en mi imaginación.
No
recuerdo si lo llegué a poner en el retrato de mi padre, pero lo tengo
apuntado en alguna libreta: nunca es un mal momento para que muera tu
padre. Esta idea toca una tecla en tu interior, ¿no crees? En tu corazón
no quieres que toque esa tecla, pero lo hace. Y, de hecho, no creo que
sea verdad. A veces escribir va de cosas que no crees que sean verdad,
pero las dices igualmente, a ver qué causan. Para ver qué dices a
continuación. Para ver si a lo mejor hay un ápice de verdad en algún
lado.
Los padres de los libros que he
mencionado tienen ideas muy distintas de lo que es un buen padre. Su
padre era un hombre que se veía a sí mismo como un buen proveedor, leal,
y…
Y que me quería. Muy convencional excepto por una característica central: no estaba allí.
La ausencia es algo que preocupa a Frank Bascombe con respecto a sus hijos.
Sí, es verdad, pero seguramente le preocupa a cualquier padre divorciado.
Frank se preocupa por su ausencia de una manera más introspectiva y ansiosa que lo que usted cuenta del suyo.
Estoy
seguro de que mi padre también se preocupaba, pero nunca se preocupó de
manera audible delante de mí. Como has dicho antes, mis padres no
mostraban sus ansiedades delante de mí, a no ser que les hirviera algo
por dentro tan intensamente que fuera imposible no verlo.
En las memorias sobre sus padres, hay
un momento en que dice que siempre tuvo conciencia de ser el tercero,
que usted no era el centro de sus vidas, sin que eso quitara nada al
amor que le tenían.
Quizás ellos no hubieran estado de acuerdo conmigo en esto, pero yo sí estoy de acuerdo conmigo [ríe].
En algún lugar de las memorias digo que una de las cosas que quería
hacer al escribir sobre mis padres era encontrar una virtud, articular
una virtud. Y creo que esa es una de las virtudes que he sido capaz de
articular, que ellos me tenían por el tercero en su largo matrimonio, y
yo pensaba: «Qué bien». Qué bien que eso sea verdad. Y qué bien que yo
lo supiera y pensara qué bien.
En el retrato de su padre, ¿hay un intento por recuperar una vida que usted vivió poco y así retenerla?
Creo que
es cierto. Escribí particularmente sobre mi padre, tanto tiempo
después, porque quería acercármelo, para tenerlo de una manera que nunca
pude, organizado y palpable.
Uno nunca termina el luto por los padres.
No. Penelope Fitzgerald dijo: «La experiencia no nos es dada para que la superemos».
Si su padre es la ausencia, su madre es la presencia a lo largo de buena parte de su vida.
Sí, gran parte. Hasta mis treinta y siete años.
En el caso de su padre el ejercicio
literario consiste en acercárselo, porque es alguien ausente; en el caso
de su madre quizás el ejercicio es el opuesto: delimitar su propio
espacio al margen de su presencia.
Interesante.
Nunca lo había pensado. Era una presencia muy importante. Escribí su
parte en 1984 o 1985, apenas tres o cuatro años después de su muerte.
Hubiera dicho, aunque sin mucha convicción, que escribí sobre ella
porque la echaba mucho de menos. Pero no es incoherente con lo que
dices. Quizás para dibujar un círculo alrededor de los límites de la
tristeza o el duelo que de otro modo no podría dominar.
Coincide justo con el momento en que usted empieza a escribir El periodista deportivo, que es libro que lanza su carrera. Es el momento en que, como usted dice, todos sus «protocolos» de escritura cambiaron.
Sí, todos mis hábitos cambiaron. Tenían que cambiar. No estaba llegando a ningún lado. Cuando Updike murió, Adam Gopnik escribió una pieza maravillosa en la New Yorker
sobre él. Y dijo que una de las grandes cualidades de Updike era que
conseguía expresarse completamente. Y me di cuenta de que, en las dos
novelas que había escrito, no estaba expresándome del todo. Los
novelistas jóvenes a veces pueden trabajar una parte de su experiencia,
pero no toda su experiencia. Yo sabía que había cosas que podía hacer,
cosas que me importaban y que amaba en los libros de otros, que no
estaba llevando a la página —y que era capaz de hacerlo—. Así que tuve
que diseñar protocolos, procedimientos, hábitos que me permitieran
llevar a la página todo lo disponible.
En el libro The Ends of Realism,
el crítico Ian McGuire sostiene que también hay un cambio filosófico y
estilístico entre sus dos primeros libros y la etapa que empieza con El periodista deportivo.
He oído hablar de ese libro. Conocí a McGuire, es un buen tipo.
En lo que se refiere al estilo, sostiene que los dos primeros son más parecidos a Raymond Carver.
Oh, no. No lo son. Es totalmente incorrecto. Ni siquiera conocía a Carver
en ese momento: no lo había leído. Esta es la razón por la que gente
como yo no debe leer libros como ese. Me saldría vapor de las orejas.
McGuire argumenta que a partir de El periodista deportivo encuentra una voz que le permite decir más cosas, expresarlas, en lugar de mostrarlas.
Mi segundo libro es bastante contenido. Si tiene alguna influencia es más bien Graham Greene. Estaba intentando escapar del sur. Y el primer libro es todo sureño, es Flannery O’Connor, si es que tenemos que pensar en influencias.
No es necesario.
Estas influencias me parece bien mencionarlas porque son reales, pero Ray [Carver]
no, porque no lo es. La primera palabra de Ray que leí fue en mi
habitación de hotel de Dallas, el día después de conocerle. Era 1977 y
ya había escrito mis primeros dos libros.
En cualquier caso, a partir de El periodista deportivo
hay más esperanza, aunque se mantenga ese aceptar las cosas como
vienen, en la línea de Emerson. No va hacia lo oscuro. Incluso Frank
Bascombe, cuando reflexiona sobre sus libros de juventud, rechaza la
tendencia de ir siempre hacia lo mórbido, hacia los rincones oscuros,
cuando la vida debería ser más esperanzada.
Es
correcto. Ahí era Richard tirando de la voz de Richard. Cuando escribía
esos dos primeros libros, me dirigía a la oscuridad porque sí, porque en
aquel momento, para mí, gravedad era equivalente a oscuridad. Lo
importante era siempre oscuro, era la muerte. Y me dije: ¡despierta! Es
cuando empecé a leer a Emerson.
Esa esperanza de fondo que atraviesa sus novelas a partir de El periodista deportivo,
aunque es una esperanza nada trascendental, es lo que Ian McGuire llama
realismo pragmático. Y lo atribuye, en parte, al intento de
sobreponerse al duelo por la muerte de su madre. Es cierto que la novela
se abre y se cierra con el duelo.
No hay
duda de que estaba pasando el duelo. Pero, además, mi mujer me dijo:
«¿Por qué no escribes un libro sobre alguien que es feliz, en lugar de
estos libros oscuros, enrevesados y sexualmente atormentados que has
estado escribiendo?». Y pensé que era una buena idea. Pero ¿cómo se hace
algo así? Se me ocurrió que podría hablar de un tipo que intenta
sobreponerse a la pena y al dolor. Alguien que intenta salir del luto.
Si has vivido una pérdida trágica, ¿cómo te recuperas? Si escribo que se
le ha muerto un hijo pequeño, ¿cómo lo haría para que saliera adelante?
Quizás, me dije, puedo partir de cómo me siento yo, porque apenas hace
cuatro meses que murió mi madre.
Hay en esa evolución un equilibrio pragmático. Por un lado, un rechazo a afirmar lo trascendente.
Sí, no hay nada trascendental, pero eso no significa que las cosas no importen.
En el prólogo de las tres primeras
novelas de Frank Bascombe dice que usted escribe para mostrar que la
vida puede importar más de lo que uno esperaría.
Sí,
porque la vida se convierte en el tema de esos libros. Si la vida puede
ser el tema, entonces al menos puedes leerlo y pensar: «Ah, puedo
afirmar la vida».
Al mismo tiempo, Frank Bascombe falla
en su intento de afirmar. Porque las contingencias de la vida le pasan
por encima: accidentes, divorcios, la muerte.
Sí.
Parece que sea imposible ser autosuficiente.
Tener el control, sí.
Y, a pesar de todo, siempre hay un buen humor de fondo, nunca es desesperado, hay aceptación, esperanza.
Hay una frase de Henry James
que explica esto. Como debes saber, al final de su vida, James
reescribió todas sus novelas, las reeditó, las volvió a publicar y
escribió una introducción para cada una. Y en la de What Maisie Knew,
dice: «Ningún tema es tan humano como los que reflejan, de la confusión
de la vida, la relación entre dicha y carga, entre las cosas que ayudan
y las cosas que duelen». Cuando lo leí pensé: lo entiendo. Como las dos
caras de la máscara del teatro, una amenazante, la otra sonriente; eso
es todo, es la naturaleza de la vida. Y si no comprendes esas dos caras,
te estás perdiendo algo. En la fatalidad más terrible hay humor. Y ni
siquiera es un humor irónico. No hay discrepancia entre lo que es y lo
que parece. Es, tal como se muestra, gracioso.
Frank Bascombe y su exmujer Ann discuten por teléfono sobre esto en El Día de la Independencia.
Ella le acusa de no distinguir entre ser y parecer. Luego, en persona,
tienen una conversación que no es exactamente sobre la verdad, pero…
Es sobre la verdad.
Él la tilda de factualista de Michigan.
Factualista glacial, sí.
Frank le dice que ella inventa cosas
en su cabeza que solo la llevan a enfadarse cuando esas invenciones no
le dan lo que ella espera. Y lo remata con un: «La única verdad es que
te amo». ¿Es esa la única verdad?
¿Qué más quieres? Es el tema que atraviesa mi vida: Te quiero.
¿Y no hay otra verdad?
Existe
toda la verdad de las cosas que uno hace, pero son tan conflictivas que a
veces te pueden hacer creer que no te quería, o que no te puedo querer,
o que el amor no existe. Yo voy a insistir siempre en que sí existe.
Cuando digo que sé mucho sobre el amor, es esto lo que sé: que perdura.
Es lo que perdura. De todas las cosas que he visto pasar en mis casi
setenta y cinco años de vida, el amor es lo único que perdura.
https://www.jotdown.es/2018/10/richard-ford-de-todas-las-cosas-que-he-visto-pasar-en-mis-casi-setenta-y-cinco-anos-de-vida-el-amor-es-lo-unico-que-perdura/