Aún con la boca amarga, decido examinar mi rostro en el
espejo para confirmar mi identidad. Tengo ojeras, legañas, el pelo engrasado y
desordenado; aunque, a grandes rasgos, puedo afirmar que tengo el mismo careto.
Por mi reflejo, deduzco que quedo decaído, pero con ganas de tentaciones que
alumbren los últimos destellos de mi juventud. Sin embargo, ante la propia
incredulidad, saco la lengua buscando quizás una reacción repulsiva.
Palpo luego la papada de este animal amancebado por el
tedio, ejecuto dicho acto como si de verdad estimara ese símbolo excelso de mi
buena vida. Mi ojo con legañas guiña una complicidad a la aparente felicidad.
Para acabar el espectáculo, examino los dientes a la vez que entrecierro los
párpados.
Los músculos faciales semejan los de un caballo regalado que
se encabrita para golpear la insondable insignificancia. Mis gestos son meras
presunciones, simples máscaras cotidianas que acuartelan las realidades
verdaderas. Este ensayo está desquiciado por la indiferencia del sujeto
pensante, ella obliga a languidecer las certezas en un extraño absurdo. No
obstante, mi faz desprende, cínicamente, una última sonrisa, después de ser
lavada y antes de que apague la luz del espejo.
De regreso a mi lugar de descanso, y a la vez de guerra,
pongo un albornoz sobre mi cuerpo propio pero ajeno. También ajusto la correa
del reloj que me regaló mi madre hace un par de cumpleaños. Protegido del frío
y de la pérdida de tiempo, superviso de nuevo el sueño de Lucía. Que sea real o
fingido importa poco.
Lo mejor será dejarla tranquila para evitar que se dispare
la representación de víctima, agravada en su caso por la ingenuidad y confianza
en un personaje tan deleznable. Además de en su inocencia, últimamente está
asentada en la presunción de que cualquier asunto que yo intente está condenado
al fracaso. Que no valgo nada, en definitiva.
La observo durante un rato, del mismo modo que hice con los
calcetines. Mientras miro, intento buscar la forma de convencerla de mi
necesidad de salir con los amigos, pues en mi modelo de hombre percibo un ser
social que necesita un poco de cariño, un cariño que se encuentra lejos del
sexo ejecutado a la manera de un trámite sin sentido.
Solo después de un par de ginebras, y en buena compañía,
mis ideas alcanzan la realidad para desplegarse en una ficción que genera mi
única posibilidad de salvación. Puedo entonces arrojar las inhibiciones,
incluso llevar el peso de una conversación. Mi mujer, mi peor amiga, nunca
entenderá que solo bajo los efectos del alcohol mi comportamiento resulta
loable.
El objeto importa poco frente a la salida del pantano y al
olvido de las circunstancias. Con mi comportamiento afirmo todavía más la
concepción despojada que tengo del mundo, en el fondo sé que el auxilio del
alcohol constituye una falacia, un espectáculo excelso, aunque vacío; además, a
ese circo de payasos llamado compadreo alcohólico le sigue siempre la fase de
mostrar nuestros límites humanos.
Cuando llega el oprobio, por lo general provocado por la
resaca, salgo del absurdo que constituye mi falsa felicidad, aflora así la mala
leche, del mismo modo que lo hace ahora la alimenticia, engendro ideado en una
búsqueda de aliviar el hambre, en un aprovisionamiento que aparece después de
un par de pasos, los que conducen del cuarto de baño a la cocina.
La ensoñación de la conciencia alcanza su paradoja más
gélida mientras busco entre los restos de la nevera. Me siento desamparado y
desconectado de esta azarosa connivencia de lo sobrio con lo alegre; además no
olvido mi prisión, al igual que cualquier ser miserable condenado en las
mazmorras de la incomprensión.
Quizás no debiera haber acabado siempre en la molicie tras
mis juergas, su trayecto termina siempre fatuo. Sin embargo, en ella zambullo
de nuevo mi realidad; recurro para ello a mi currículo espiritual, los méritos
actúan como último plomo para el ahogado. Rehúso recitar mis habilidades igual
que un poema al viento, tan solo añadiré que he olvidado lo que aprendió mi
experiencia pecaminosa.
Acoto mis pensamientos ante los privilegios de nuestra
hedonista civilización occidental y su metáfora impertinente del bienestar.
Tenemos el consuelo de no pasar hambre, para más deleite no estamos en guerra.
Debería agradecérselo a los que derramaron nuestra sangre en otros cuerpos, a
esos utópicos antepasados que lucharon por mi voluble realidad.
En realidad, nunca valoraré lo suficiente el no haber
participado en una batalla en la que me hubiera jugado la vida. Tampoco
valoraré, en su justa medida, el privilegio de beber leche fresca de la nevera
sin necesidad de ordeñarla.
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