Nuestro instinto maternal caería ante tanto hombre trajeado
y tanto crío que pasa del peróxido de benzoílo. Hay pocas personas que sean tan
miserables como uno para sacarle tanta punta al lápiz de los pensamientos.
Seguro que en una de esas carteras hay un garabato obsceno, quizás algún
suspenso contra mi nota vital, quizás un testamento de un suicida arrepentido.
Ante tanto veneno, el humor parece el único antídoto, por
mucho que las lecciones se disfracen dentro de mi cabeza. Quedo maravillado
ante la biología y las trampas que tientan a este desdichado coágulo de
impertinencias; también ante la entropía de la humanidad con su búsqueda de
encuentros reaparecidos, aunque casi siempre poco previstos.
Olvidando mi descubrimiento, la soltura lasciva de mi
lengua hace una pregunta —sin erotismo— acerca de la llegada del carruaje que
va a transportar a tan insignes damas.
Con gusto les abriría las puertas si no fueran mecánicas.
Vivir se reduce a este tipo de bálsamos; también a comerse la cabeza para hacer
cuenta de los chantajes. Si trabajase estas potencias, podría quizás conseguir
algo loable.
Entre tantas cobardías, incapaces de enfrentarse a la
lluvia, estiro mis miembros con el objeto de mirar la hora. Mi corazón también
estira sus cámaras para alcanzar esperanzas pasadas, ellas son simples
providencias dedicadas a no creyentes.
Tal vez la religión sea lo que necesito y, con un poco de
fe, podría salir de esta acera mojada; de cualquier modo y dado que no rezo,
tendré que buscarme un nuevo Dios entre tanto abandono. Quizás un Dios joven,
jovial, jocoso, pero no jactancioso. Uno que no moleste ni requiera
sacrificios.
Necesito una deidad que no tenga parecido con los becerros
de oro que hoy en día predominan en su soberbia. En definitiva, debo ser
modesto y no avaricioso, no vaya a ser que el embrollo de la religión también
me quite dinero.
En cierto sentido, la intención simbólica merece un premio,
por ello decido rellenar una lotería primitiva a la vuelta; necesito ayuda para
recobrar la confianza en la divinidad, aunque parece que no hay Dios capaz de
parar esta lluvia.
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