Pese a mi lucha, no tengo consuelo, no ignoro que la
maravilla esotérica retornará de la misma forma que el viaje del mundo. Resulta
esta una disyuntiva herética que mi ateísmo no asume. Quizás porque mi idioma
se descalabra ante tantas piruetas (o tal vez piruletas) de la seguridad
Nigromante.
Surge ahora la temida pregunta de saber qué hacer. La única
respuesta sensata sugiere cambiar de psiquiatra, deshecho con rapidez tan
tremenda osadía; opto por no tomar dicha opción debido a que el muy caradura
tiene sus buenos momentos, además me agradan sus revistas y la decoración que
profesa.
Hablando de adornos decorativos, cualquiera le dice a Lucía
que quite los cuadros sagrados que pueblan nuestro piso, por otra parte (y en
relación con el psiquiatra, también conmigo) no sé si se puede profesar una
estética, aunque mi fe en el ateísmo lleno de colorines obliga a creer que sí.
Para salir de mi estado, en vez de mi amigo del diván,
tendría que probar a cambiar los hábitos y lecturas. Así, estaría obligado a
olvidar a Poe, para no buscar más barcos fantasmas surgidos de una nebulosa
alcohólica.
También debería encerrar a Lovecraft con sus monstruos
protoplasmáticos, qué mejor lugar para ellos que dentro de un saco de patatas
en la buhardilla de nuestro edificio.
Lo mismo debería hacer con el perplejo Stocker, no vaya a
ser que empiece a vampirizar cortesanas desmesuradas que un día dan su sangre y
otro quitan la poca vida que te queda.
En el lugar de los clásicos, podría suscribirme a una
colección de novelas románticas. También podría devorar libros de marketing y
de autoayuda; por otro lado, y según mis informadores, ambos son dos tipos de
estafa con una misma temática, esta consiste en cualquier tontería que provoque
que los lectores se engañen con falsas esperanzas.
Si hubiera tenido lo que hay que tener y fuera como Lucía,
habría escapado de la animalidad rastrera, también podría haber buscado el gran
mejunje con su cargamento de felicidad, aunque esa fuga y búsqueda carezcan
ahora de sentido.
Tampoco parece muy
sensato que mi esposa saliera del baño igual que un acólito de una peña de
apuestas deportivas ilegales, surgió dispuesta a la pelea sin reglas. A pesar
de sus íntimas plegarias, no me va a engañar, no ignoro que la inflación de
nuestros odios seguirá su avance con grandes zancadas, semejante a un delantero
camino de una portería vacía. Hablo de una inflación sentimental que indica el
precio de las relaciones del mismo modo que un castigo de los últimos dioses.
Ante su ascenso, permanece el abuso de las malas ideas para boicotear mi
pereza.
Acompañado por las
perversiones que esconde Lucía, busco falsas alianzas; qué duda cabe de que
ellas resultan también algo retrogradas, incluso así, pueden hacernos avanzar.
No ignoro que al final del camino llega la iteración en un tiempo neutro y
vacío.
Así, cuando desaparece mi asidero invisible, permanezco
atrapado, no logro desenroscarme de la maraña oculta de sucedáneos. Lo peor
viene al no saber quién ha tendido la trampa que encarcela mi búsqueda de la
nada en lo absoluto.
Puede que mi estado venga por combinar terapéutica y
alcohol. Debido a que no leo los prospectos, y creo tanto en los médicos como
desconfío de los Santos, no podré aclarar la manida teoría sobre la solución a
mi marasmo.
Quizás el remedio sea cambiar las lecturas antedichas para
poner, en su lugar, el nutrido contenido de esos poemas que acompañan a los
medicamentos. Al fin y al cabo, no parece constructiva la teoría de rechazar
textos por sus pretensiones de superventas.
Dicen que el orden de factores no altera el producto, también que los extremos se atraen; nada se escucha sobre el que se desdibuja y descoloca. Nada sobre el anónimo anonadarse. Por ello, necesito hacer deporte o, mejor, hacer lo que no se puede hacer, o sea nada. Prefiero lo segundo porque resulta más barato y cómodo. No hay que comprar ropa deportiva ni cumplir horarios. Solo necesitas televisión, cama y sillón; precisamente las cosas que nos regalaron por nuestra boda.
Puede que acabe de forma nihilista con los últimos
resortes, también que sucumba a la melancolía; pero, si insisto, dejaré de ser
una alcachofa caminante obsesionada por entregar currículos. Seguro que, si me
entrego a la verdad, la situación se aclarará. No fue así, acaso, cómo
empezaron las grandes pasiones y religiones.
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