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jueves, 17 de abril de 2025

Primeras páginas de “Paranoia”




La gasolinera se levantaba sobre la carretera Nacional Seis, quedaba cerca de la salida de la ciudad, en un pueblo insignificante con apenas cuatro barrios; debo reconocer que todos parecían igual de insípidos. Anochecía, los dos o tres coches habituales descansaban por el momento; bebían gasolina, entregados sin consciencia al ronroneo insulso del surtidor; luego, después del intercambio comercial, sus dueños se arrojaban frenéticos a su interior, planeaban con gran probabilidad una jornada llena de sucesos.

Había un chico que de vez en cuando surtía de gasolina a los diabólicos artefactos. Los conductores lo trataban con respeto, a pesar de que se trataba de un perfecto idiota. No trabajaba mucho; en realidad, apenas ayudaba un poco, hay que tener en cuenta que el negocio funcionaba casi por completo en régimen de autoservicio. Además, el muchacho era en verdad tan necio que, cuando no lo veían, fumaba siempre unos viciados pitillos que liaba él mismo, los únicos que podía pagarse.

Aunque nos parecíamos en ciertos aspectos, no me percaté de la conexión. Aparqué mi coche. El sol rozaba el cartel del gasoil, incliné la cabeza y agarré la manguera, tenía prisa; de repente, el sonido de los coches enmudeció, el pueblo entero notó el fogonazo de la explosión y mi perfil malhumorado, que viajaba en pos de la miseria cotidiana, se desdobló en dos seres: uno muerto y el otro vivo; de cualquier forma, ambos igual de quemados.

Entonces el pasado se convirtió en presente; sin embargo, ahora me percato de que se trata de una pesadilla; sea como fuere, levanto la cabeza y veo que no son ni siquiera las siete de la mañana, todavía no ha sonado el despertador eléctrico, así que intento recobrar el sueño.

Para mi desgracia, tras un periodo de tiempo insignificante, el odiado trasto realiza, al igual que un gallo, un oportuno aviso, lo hace igual que si fuese un nuevo fin del mundo o alguien hubiese intentado salvarme de mi anterior sueño incendiario; el muy traidor intenta impulsar un fuero interno que lucha por preservar su integridad a pesar de las suspicacias.

En la obscuridad, el aparato que me despierta suena como una llamada desde el teléfono del mismísimo diablo, hace su invocación con un sonido estridente que no acaba de resultar familiar. A tientas busco la lámpara de la mesilla de noche, la enciendo a la primera.

Con los ojos entornados de un semblante que no se reconoce, miro a mi alrededor atribulado y confuso, así veo el desordenado dormitorio decorado con muebles que iban a tirar mis suegros; pero que Lucía finalmente aprovechó, al igual que el señalado radio-reloj traído de Suiza, aunque presumo hecho en China.

Ya deberíais saber que, cuando irrumpe el desconcertante pitido de nuestro despertador, significa, entre otras cosas, que no se ha ido la luz durante la noche; por lo tanto, no tengo disculpas para levantarme tarde. Tampoco las tengo para protestar contra el Estado y su red hidroeléctrica, esos dos grandes padres que nos alumbran a costa de subirnos la tarifa, unos parientes que cualquier día van a levantar mis ansias asesinas.

Al igual que casi siempre, solo queda la opción de apagar desconcertado el mecanismo y apartar la manta, hoy más compungido por la tremenda resaca; reclamo un intenso malestar provocado por un ron que ahora percibo lejos del sabor cubano, el alcohol remite a una noche que está en el pasado, el tiempo que marchó representa a un Dios cruel, nadie se apiada de mis circunstancias.

No importa; repito el proceso diario de girar sobre mí mismo, después pongo el primer pie en el suelo; para los supersticiosos diré que hoy lo he cambiado sin pensar, esta mañana toco el parqué con mi apéndice izquierdo; este primer acto, que para algunos significa mala suerte, se debe a que en el derecho tengo una ampolla por un exceso de caminatas. No ignoro lo absurdo del temor a fundamentar mi mala suerte en simples gestos; incluso así, ahora no entiendo tanta superstición anclada entre las buenas intenciones, ellas abarcan un último rescoldo del orgullo que se fuga y no retornará.

Lo que sí comprendo y reconozco (a pesar de muchos) es el hecho de que no debo demorar más mi despertar, la motivación viene debido a que esta mañana tengo una entrevista.

Dado que la luz de la mesilla no alumbra lo suficiente, enciendo la lámpara de nuestra habitación. Desde el sonido del reloj hasta lo anterior, pierdo muy poco tiempo. El suficiente para que Lucía haga un esbozo de despertarse; intenta ella alcanzar una verdad a medias, una falsa certeza constituida a través de la vigilia desnuda de deseos; debido a designios ocultos, ella vuelve a caer en los brazos de Morfeo tras unos gruñidos ininteligibles.

 Percibo el movimiento táctico de mi compañera más por el sonido que por otro sentido; mis ojos están absortos en los números digitales, ellos revelan las horas dormidas del mismo modo que una bruja intenta adivinarte el destino, luego cobra por curar un mal de ojo lanzado por algún vecino envidioso de tu holgazanería; cosas estas que, por otra parte, tú considerabas impropias en unas personas tan recatadas, lo digo tanto por el vecino como por la bruja, pues ambos personajes confluyen hasta constituir uno solo.

 Por otro lado, parece increíble que haya acabado la noche, también que sienta mi cuerpo en un estado tan deplorable. Mi señora esposa, en cambio, parece contenta, quizás sueña con ángeles llenos de regalos, deduzco mi afirmación en base a la sonrisa inocente que desprende, constituye su felicidad un detonador de una mina antipersonal hacia mis esencias. Aunque su fugaz alegría atenaza las perversiones, no lo hace en un estado de consciencia, debo perdonarla entonces, ojalá pudiera, sin embargo, carezco de cualquier atisbo de compasión.

Percibo su falsa inocencia, cada uno de los testigos fue comprado, el juicio acaba condenado a los daños y perjuicios, a las compensaciones fieras que reparte el gran juez de los desatinos. Hay quienes a este pleito le llaman religión y a su dirimente hacedor. Para mí, no deja de ser una locura en la que un gran amigo superior reparte camisas de fuerza, realiza la traidora donación a través de realidades físicas que pronto se tornan psíquicas.

Una realidad cargada de decisiones que no conducen a nada, solo al agobio de seguir por la misma senda de la indiferencia ajena. De cualquier forma, que conste el hecho de que, cuando me dejan, lo intento; a ver si hoy no hay interferencias en la entrevista, tal vez así consiga algo que no sea desprecio y olvido, a ver si por esa vía hoy la suerte viene a mi encuentro.

A pesar de mis obligaciones y de que el tiempo apremia, decido tomármelo con calma. Al igual que un gato ausente, estiro el cuerpo decidido a cargar las pilas para un nuevo día. Luego (durante un par de minutos que se estiran como chicles) fijo mi atención en mis nuevos calcetines de ejecutivo. Si no respetase la paradoja, debería haberlos reservado para la entrevista y usar los de lana ayer. No lo hice porque tenía ganas de juerga, hecho que incitaba a calzar algo fino.

Lo que ahora calzo es un dolor de cabeza bien incrustado en el cráneo, un dolor que parece lógico resultado de los excesos mal medidos. Los calcetines nuevos con su carga de sudor no dejan de ser un detalle insignificante, sin embargo, ejercen cierta atracción por su suciedad llena de pecados; a pesar de mi asco, los lanzo a un lado e intento olvidar un suceso que no tiene arreglo.

Mientras contemplaba los calcetines, no podía evitar recordar los caminos por los que me guiaron a través de la ciudad noctámbula; a través de una urbe que amo como una compañera de cemento, tal cual una cómplice a la que intento bajarle las bragas con chistes y cariño.

Busco, a través de mis peculiares trances (trances semejantes a quedarme absorto delante de una cerveza), el evadir mi angustia, así encuentro una respuesta a mi pasión por las urbes y su sinsentido; en la contemplación de unos calcetines, que han acariciado a la vez a mi ser y a mi inanimada amiga, encuentro un equilibrio nihilista, lo hago para sentirme como un funámbulo en la cuerda floja que separa vigilia y sueño.

 Para mi mala fortuna, la conexión con lo etéreo dura poco, entonces el mundo empieza a dar vueltas; en este vértigo, el retrete parece la única salida; no obstante, decido dirigir mis inciertos pasos hacia la ventana de nuestra habitación.

Abro la ventana y descorro un poco la apertura de la persiana, lo suficiente para poder apagar la lámpara, aunque no lo bastante para despertar a Lucía. La cortina acaba de abrirse con el viento, se desprende de las abrazaderas y flota dentro de la habitación, actúa igual que un fantasma que comienza a devorar la sombra en la que descansaba hace un momento.

 Dirijo mi mirada hacia la calle, no veo ninguna persona en la plaza, tampoco en unos alrededores que desprenden un aspecto bastante desvaído, la calle está tan vacía como mi cartera.

Diviso ahora a lo lejos un vecino que sube una cuesta camino de un merecido descanso, quizás tras una noche de juerga estudiantil (en este edificio abunda la juventud pendenciera). Desde mi posición, contemplo una desolación infinita, también la falta de cualquier movimiento de auxilio, así siento la huida de la noche que, por otra parte, serena mis instintos.

Los coches apagan los faros a nuestras intimidades; entre el movimiento de sus carrocerías, un policía con silbato se mueve patético; la escasa fortuna se dilapida, no hay nuevas calles, quedan los mismos paisanos que siguen idénticas sendas sin un objetivo preciso.

Desde aquí percibo a mi otra compañera, la gran ciudad vestida con el cemento amigo que envuelve y tergiversa nuestras verdades, al verla recuerdo otros momentos y no puedo evitar soltar un «te quiero» de la misma forma que haría con mi principal confidente.


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