Hoy es el Día del Trabajador. Esa fecha en que los políticos se llenan la boca hablando de dignidad laboral mientras firman contratos basura. El día en que recordamos —o fingimos recordar— que este país lo sostienen manos callosas y espaldas encorvadas ante ordenadores, no discursos ni corbatas. Un primero de mayo en que desfilamos por calles que ya no son nuestras, con pancartas que nadie lee, reivindicando derechos que se evaporan como la espuma de las cervezas que beberemos después. La fiesta del trabajador: ese oxímoron perfecto en tiempos donde el trabajo ha dejado de ser motivo de orgullo para convertirse en privilegio.
No nos engañemos. El diálogo en el trabajo español, ese mítico unicornio empresarial, es como la tregua navideña en las guerras: todos hablan de ello, pero nadie lo ha visto realmente. Lo que tenemos son monólogos cruzados, donde el jefe habla y los demás asentimos como muñecos de salpicadero; o esos encuentros de pasillo donde todos decimos «habría que» sin que nadie termine haciendo nada.
Llevo cuarenta años observando el fenómeno. Desde aquellos despachos franquistas donde el silencio era virtud y la iniciativa, sospecha, hasta estas modernas colmenas de cristal y acero donde todo el mundo dice «feedback» mientras piensa «vete a la mierda». Siempre es lo mismo, aunque cambien los decorados.
La escena es siempre idéntica: reunión de las diez. El director, que ha leído algún manual americano sobre liderazgo participativo, pregunta: «¿Qué opináis?». Y entonces sucede. El silencio espeso, como de siesta de agosto. Nadie quiere ser el primero. Nadie quiere jugársela. Los españoles, que somos capaces de pelearnos por un partido de fútbol en el bar hasta quedar afónicos, nos convertimos en monjes trapenses cuando el jefe solicita nuestra opinión.
Y es que hemos aprendido, a base de cicatrices, que en este país el diálogo laboral es como esos contratos que firmas sin leer: parece inofensivo hasta que descubres la letra pequeña. Quien expone una idea se expone a quedarse con ella como trabajo extra. Quien critica algo termina siendo el encargado de arreglarlo. Y quien sugiere mejoras acaba señalado como ese indeseable que complica la vida a todos.
Por eso nos hemos vuelto expertos en ese arte tan nacional del «sí, pero no». Asentimos con la cabeza mientras pensamos lo contrario. Decimos «interesante propuesta» cuando queremos decir «menuda gilipollez». Prometemos «estudiarlo a fondo» cuando ya hemos decidido archivarlo en el cajón del olvido. Y mientras tanto, las decisiones importantes se siguen tomando donde siempre: en la comida de los directivos, en el café con el jefe, o en ese corrillo de fumadores a la puerta del edificio donde se fragua la verdadera política de empresa.
No es que no sepamos dialogar. Es que hemos aprendido, como buenos supervivientes, que en la jungla corporativa española el diálogo sincero es un lujo que pocos pueden permitirse. Como esos restaurantes de estrella Michelin que todos alabamos pero a los que solo vamos cuando paga otro.
Y sin embargo, ahí siguen los gurús del management, vendiendo la moto del «open space» y la «comunicación horizontal», como si poner cuatro sofás de colores y una mesa de ping-pong fuera a cambiar siglos de cultura jerárquica. Como si una pizarra con post-its pudiera deshacer el nudo gordiano de nuestro ADN laboral.
Lo que nadie dice es que el verdadero diálogo requiere algo de lo que andamos muy escasos: valentía. Valentía para decir lo que pensamos sin temer las consecuencias. Valentía para escuchar críticas sin tomárnoslas como ofensas personales. Y sobre todo, valentía para admitir que quizá, solo quizá, el otro tenga razón y nosotros estemos equivocados.
Mientras tanto, seguiremos con esta parodia nacional: reuniones donde todos hablan y nadie escucha, donde la decisión ya estaba tomada antes de empezar, donde lo importante no es lo que dices sino quién eres en el organigrama. Y seguiremos quejándonos en los bares de que nadie nos escucha, para luego volver a la oficina y hacer exactamente lo mismo que criticamos.
Porque en el fondo, queridos lectores, quizá el diálogo en el trabajo sea como esas dietas milagrosas: todos hablamos de ellas, todos creemos en sus beneficios, pero pocos estamos dispuestos a pagar el precio que cuestan. Y así nos va.
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