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miércoles, 29 de octubre de 2025

Verónica. De "Muerte y orfandad”

 Verónica era una chica de color, si aceptamos la definición que aceptan por aquí; en definitiva, descendía de esa raza de personas traídas de África con la misión de servir; a pesar de este designio divino, algunos de los miembros de esa vieja y, a la vez, ignorante estirpe, no soportaban emparentarse con un sicario. Nunca habían manifestado en público su posición con respecto a sus padrinos, sin duda por el miedo que los consumía, del mismo modo que lo hacía la ausencia total de oportunidades en la patria que los adoptó, aunque esa adopción fuera a la fuerza. A pesar de su ignorancia, sabían lo que no convenía hacer, del mismo modo que un perro sabe el sitio donde le dan comida, también el lugar donde solo recibe palos. Miguel Ezequiel sabía que los culpables habían sido ellos, los que le habían metido en la cabeza todas las ideas sobre el honor y la honestidad. Un negro no tiene más honor u honestidad que el que dicta el cuerpo, quien no lo crea así debe escapar de ellos, pues acabarán por comer los ojos a los seres que los protegen. Incluso así, hay algunos que, ante un rayo de luz, se creen los amos del mundo, esa idea nadie se la iba a quitar del pensamiento.

Siente un frío de los que calan, agobia tanto como el calor húmedo de su tierra, el reuma de los tiempos corrompidos asfixia el olor salvaje de un tiempo que se aleja. Los temblores y la desidia vivirán en lo olvidado; mientras, su hijo dormirá en una desconocida habitación, lo hará sin saber nada del fin de su madre ni tampoco de la reciente llegada de un padre estupefacto.

La herida había cicatrizado antes de abrirse, la sangre sabe a limonada barata con vinagre. Miguel ha ido a visitar a Verónica en un intento de averiguar y pedir explicaciones. En la dirección que llevaba sonsacada (en la misma Comunidad Autónoma donde ahora asesina sin compasión), solo encontró a Susana, una vieja amiga que también había abandonado el país por desconocidos motivos. No la recordaba tan desabrida a la vez que impertinente, cuando le abrió la puerta, ya sabía que Verónica no estaba allí.

Ni allí ni en ningún sitio. Regresaba a donde no debía salir, al menos sin un consentimiento de la noche traidora. La amiga le ha informado, aparece ante sus ojos como la enviada que nunca miente; aparece y desaparece en su chute de cristal quebradizo, honesta con su desgracia, concisa en las palabras que jamás debieron ser dichas, las que siempre se pronuncian. En el amor no hay reglas, tampoco en las peleas alejadas del jugar por deporte. Huimos de nuestro destino, este siempre nos alcanza. Resulta inútil el buscar un refugio, pues estamos condenados a ir de un lado para otro. Condenados por el frutero de las sonrisas culpables, por el prestigio de una belleza que aniquila. Como una paloma pisoteada que no puede dar otro paso, todavía menos alzar un mínimo vuelo, así nos vemos defraudados por esa mano que nos alimenta, esa mano llamada vida y que pronto se convierte en su contraria la muerte, en un abrir y cerrar de ojos, sin previo aviso.

Las chicas de su país solo valen para dos cosas, una ya no le servía a Verónica. El ansia de olvidar y la facilidad que le mostró la advenediza Susana han configurado el marco en el cual ahora fallece. De nada sirve el error controlado, la fuga de insultos, la cataplasma caliente que rebosa entre las neuronas. No hay secretos, huimos por la carretera de una sola vía. Si hubiéramos intentado sacarlos de su ruido, nos volveríamos sordos de tanto gritar.

Ella no quiso su dinero, dejó una nota diciendo que prefería volver a empezar. Un gato maúlla en el rellano. Entre gente con ideales, no entre asesinos y caciques. Por eso se fugó a España, la otra tierra de oportunidades. Ahora te enteras de que vendió y cobró, de que la amiga tiene un extraño compañero de piso que empieza a protestar; ahora, en tu enfado de desgraciado, de cojines que sonríen al invitado, al presunto inocente que va a tocar su cuerpo. Los gusanos te devoran, contestas con cañonazos, quieren mecerte a su antojo, esta vez no vas a ganar como tienes acostumbrado a tus jefes, a los otros, a los que te alimentan. Nunca hubo felicidad, peor: ¿qué es eso o también aquello? Estamos dentro de una ciénaga, no hay más canciones para un final feliz.

Todo comenzó con una huida a escondidas, al igual que la otra, la del primer disgusto, aquella de la cual no recuerda su nombre. Un terremoto aúlla en el vapor inconcluso de un insulto temprano, un vapor en su memoria de libro abierto, con gran probabilidad un diccionario de idiomas lleno de frases incompletas. Puedo escribir cualquiera cosa, decir que Miguel José Ezequiel también es inocente, como los que engullimos su historia en este amanecer despedazado; puedo escribir cualquier cosa con las palabras que conozco, quizás no las comprenderéis sin la ayuda de un experto. Un experto en amores perversos y conocedor del sabor a sangre caliente en pellejos distintos al que le obliga el destino a portar. Si olvidamos la belleza del riesgo, comprenderíamos que nos hacemos cargo de todos sus defectos, incluso nuestra propia muerte en los proféticos brazos de un malhechor con apenas clemencia.

Todo se reduce a un tráfico de intereses, el hombre difiere menos del mono que la rata del ratón, también las luciérnagas despiertan confesiones eucarísticas desde los dinosaurios, solo el poeta es consciente de su sacrificio ingenuo. Por eso me expreso con tergiversaciones, pues sé que Darwin ha muerto, el siguiente en la lista evolutiva es el que esto escribe.





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