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miércoles, 5 de noviembre de 2025

Una diatriba. De “Paranoia”

     Estoy tan sorprendida, tan llena de preguntas y cosas por investigar. Dios mío, cómo ha podido suceder, ahora que paso de los treinta y siete. Desde siempre lo he deseado, no tan vehemente como otras, aunque siempre he tenido ganas.

Por un momento pienso que tal vez no sea lo mejor. Ahora que casi soy una señorona cansada y canosa, es en este preciso momento de declive cuando de repente van a irrumpir sus cariños y deseos.

Hasta ser aceptado aquí, te queda un largo camino, mi pequeño. Por otra parte, nunca había pensado en el futuro igual que ahora. Reconócelo, Lucía, vives tan paralizada con el pasado, que no se te ocurre pensar en lo que queda por delante.

La alegría de la doctora parecía superior a la tuya, ella no te conoce, Miguel tampoco, han pasado muchos años. Te preparó una fiesta en la que no va a sacarte a bailar. Queda delante un período sombrío, incierto a pesar de las necesarias esperanzas, lo único concreto hace que no pares de pensar

Quedan detrás años de mucho trabajo, no solo físico. Tus padres te avisaron hace tiempo respecto a este asunto, es lo que más desean, por otra parte, saben que el dinero no llega. Para hacer frente a las necesidades hay que acabar con las horas libres. Dejar de leer novelas, abandonar las horas de televisión después de la siesta, hacer trabajar a quien te propuso matrimonio.

Recordé el momento en que le pedí que buscase lo perdido. Sabía lo que iba a decir, no quise escucharlo, parecía como los otros; nunca mancha su camisa con el trabajo de un obrero, siempre busca aventuras o sueños.

Parece mentira lo sumiso que contesta ahora, con un tono que incluso podría interpretarse como de ruego o disculpa. Para conocerlo bien, habría que verlo hace unas pocas horas, apestaba a alcohol y estaba hecho una piltrafa.  Encima, cuando se dio cuenta de que estaba despierta, se mostró latosamente descortés. El sumiso parecía entonces un ogro malhumorado en los gestos y en el tono. Para fastidiarla más, tuvo la desfachatez de decirme que no me quejara por su estado, ni tampoco por la hora. Al fin y al cabo, solo había bebido un poco, apenas para desconectar. Él sí que está desconectado, de mí, de su vida, de todo.

Mejor no pensar en lo mal que vivimos con su temporal subsidio de desempleo y lo poco que le saco a la señora. Luego dirá que no lo atosigue, pues el trabajo no tardará en caer. Lo que tenía que caer es una maceta en su cabeza, lo ideal sería que ocurriese cuando va por la calle mirando a otras mujeres. Por eso no quiere llevarme, luego aduce que ando a una velocidad muy lenta. El lento es él para encontrar trabajo y satisfacerme.

Parece mentira la humedad que ha acumulado el cuarto de baño debido al acto de limpieza de mi marido. Cómo se nota que le ha llevado su tiempo. Es una de las pocas cosas buenas que tiene: la pulcritud y limpieza exterior. Para él son necesarias, pues significan armonía con la pureza del alma. De ahí ha quitado su slogan, en él dice «mi estética es mi ética», o algo así.

En su ética no entra, de cualquier forma, la colaboración en las tareas domésticas. Para demostrarlo, solo hay que mirar lo mojado que ha dejado el suelo. De tan encharcado, no sería raro que resbalase para lastimarme o incluso romperme algún hueso. Entonces no habría ni ética ni estética, quedaría el miserable dolor, tanto en el cuerpo como en el alma, también aparecería el malestar por otro desengaño respecto a las labores hogareñas de Miguel, desengaño no por previsto menos afectado.

Si resbalase, debido a que mi marido no tiene la delicadeza de pasar la fregona, con gran probabilidad me rompería un hueso, entonces no quedaría otra alternativa que no ir a trabajar, eso sí que sería un desastre. Tendría que llamar a mi madre, pues mis dos hermanas se desentienden de mis problemas desde que estoy casada. Si les pido ayuda, dirán que están muy ocupadas, casi sin tiempo libre por culpa de sus compromisos laborales.

Además, alegarán, en su justificación de buenas abogadas, que puedo recurrir a mi marido, lo cual parece lo más normal y lógico. Mi señor esposo puede cuidarme, constituye su deber por la promesa sagrada que nos hicimos (la verdad es que, con lo poco que tiene que hacer, debería formar parte de su dedicación exclusiva). Para más oprobio, y por quedar bien, se mostrarán solícitas, así ofrecerán su hermandad más tierna para visitarme el fin de semana; además pondrán como último o quizás primer recurso a nuestra madre, el gran tótem de nuestra infancia perdida.

Con rabia, imagino a mi anciana progenitora dedicada a corretear preocupada por el apartamento, dispuesta para limpiar la suciedad que genera su despreocupado yerno, mientras su más joven hija yace postergada debido al inútil de Miguel que olvidó secar el piso del cuarto de baño.

Él, al igual que cualquier buen hombre, no aguantaría ni un minuto encerrado con nosotras dos. El odio que tiene hacia lo que sea mi familia le instaría a prorrogar sus paseos, también a aumentar las salidas en todo lo que la cartera permita. ¿Qué me quedaría?, pues soportar sola los reproches de mi madre, aguantar un discurso monocorde causado por nuestra mala vida.

A mi madre no le falta un ápice de razón. Debo darme cuenta del estilo de vida de mi marido. Ya lo dice el refrán: a quien madruga Dios le ayuda, y quien se despierta tarde se acuesta con el diablo. Aunque hoy el primero ha sido él, he de reconocer que con nosotros esta consigna se cumple. También se cumplen otras paradojas, tales como que la que estudió letras lleve las cuentas y que el que peleó con los números, durante más de seis años, ahora busque quimeras espirituales.

No, en definitiva y a diferencia de Miguel, lo mío no son las matemáticas; de cualquier forma, no hacen falta calculadoras para ver que, si mantenemos el actual rumbo, vamos directos a la bancarrota. Nadie va a mirar por nosotros; afirmo esta frase llena de pesimismo porque me doy cuenta de que el mundo cotidiano procura mantenernos al margen ya sea por desconfianza, orgullo o pereza. Resulta injusto, deberíamos tener a alguien que nos proteja, un ángel de la guarda que conceda una segunda oportunidad mediante un golpe de suerte.

Lo único cierto es que la suerte está echada, por lo que, si todo sucede como espero, habrá que tomar medidas. Quizás desestimar el ampliar conocimientos y dejar el curso de informática. Aprovechar ese tiempo para emplearse en lo que sea. Hay que dejar de holgazanear, aunque eso una lo lleva haciendo desde hace bastante tiempo. Y sin protestar, solo requiriendo un poco de colaboración, cosa que no consigo ni en cariño ni en dinero. Es más, creo que este energúmeno estudió una carrera por la inercia de no dedicarse a nada y dejar pasar el tiempo.

 Pero ese problema debemos dejarlo en el pasado, hoy en día la angustia principal viene por lo otro, lo afirmo con rotundidad debido a que ya sé cómo va a reaccionar ante lo que va a caernos de regalo. Tal acontecimiento sí que va a revolucionar nuestra vida; incluso así, no penséis mal, una desea el regalo del destino; a pesar de que su ternura puede hundirnos definitivamente, cosa que por otra parte a Miguel no le importa.

Mi marido no vive para perder el tiempo y la paciencia. Seguro que pide lo imposible. Por otra parte, no puedo aguantar la incertidumbre y ocultarlo más tiempo. Considero normal el estar nerviosa, casi puedo aseguraros, con gran certeza, que al final va a ser también positivo el que venga (parece curioso que positivo suene más a una enfermedad que al resultado por el cual se sabe que vas a traer un ser humano al mundo).

Quizás con él pueda renacer la luz, aunque traiga más gastos. Eso no debería importar, menos aún con las rebajas ahí al lado. Pero, tal como estamos, la falta de dinero va a constituir nuestra principal diatriba, además de objeto de discusión. Por otro lado, con el odio que tiene por los niños lo rechazará como si fuese de otro.

Tengo que prepararme para esa cuarentena en que se cría el amor, también debo sacar apoyos de donde sea. Seguro que traerá felicidades, aunque también malos humos. Incluso así, lo querré más que mi propia vida. No importa que llegue a parecerse a su padre, cosa que, por otra parte, procuraré evitar instruyéndolo adecuadamente.

Uno de los motivos de alegría lo constituye el hecho de poder ver las reacciones alegres de mis familiares ante la llegada de uno más a nuestra casta. A los suyos mejor sería no decírselo por el momento, que ya imagino sus malas caras. Al final, como casi siempre, estaré sola ante el peligro, pues en este hogar la única que intenta la normalidad es una servidora, así actuaré igual que una Gary Cooper contra su tribu, por otro lado, con más deseo que por algo nací mujer.

Con tanta preocupación, empieza a dolerme la cabeza, tal vez el dolor venga también por olvidarme de la maldita pastilla, ahora hay que tener valor. Por veces, hasta el propio pensamiento trata de ocultarse. Mis padres estarán contentos, la suya con las cuerdas vocales en el infierno. Sí, la culpa viene solo de la nuera, aunque no en el sentido que considera ella. La culpa llega por seguirles el rollo y no romper de una vez por todas, el único delito surge por tenerlo malcriado.

Luego dirá que está apagado, que nunca lo dejo en paz. A mí me apetecen ciertas cosas, pero tengo que hacer de esclava. Él, en cambio, merece más atención, que por algo acabó una carrera, aunque casi sin esfuerzo, digo realmente sin esfuerzo, pues sé que dedicó más tiempo al exceso juerguista que a dedicarse a estudiar e ir a clase; así no me extraña que no se acuerde de nada, hay demasiada información sin valor en su memoria.




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