El
mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo
tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga
razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí.
El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un
día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear
seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía
más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última
vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado
un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–,
no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido
allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano
miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si
me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría
quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi
hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se
encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía
mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas
muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado
como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho
sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá
aprendido.
Mi
hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima
de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas
que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin
decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata
que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía
jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –dijo–, y yo ya no
tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí
levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy
demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de
ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero
a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la
perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco,
supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi
corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”.
“Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de
pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el
bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de
presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije,
aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él
era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención
herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable
que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco
que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora
que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado
alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que
desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que
dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin
embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado
en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo
novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá
existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a
jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta
que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para
tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún
ignorante”.
Exactamente así era mi
hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me
llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no
debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque
supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se
irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su
grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.
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