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Lo
sientes nacer en un espacio indeterminado de tu estómago. Lentamente.
Al principio es poco menos que un borborigmo amorfo, el equivalente en
sonido de las criaturas fungosas de Lovecraft. Poco a
poco se va componiendo, de manera lánguida, deliciosa, puliendo las
aristas. Dibuja el alcance, paladea el impacto. Asciende desde tus más
profundas entrañas, toma aire en los pulmones, saca fuerzas de tu
corazón, se encamina hacia tu boca. Subglotis, glotis, epiglotis,
cuerdas vocales que cimbrean alegres el adecuado tono. Y llega hasta tus
labios. Pam. Seco, sonoro, contundente. Miradas aterradas, pequeños
gritos que se ahogan, gestos de incredulidad, a lo mejor cierta sonrisa
condescendiente. Notas como si te hubieses quitado un peso de encima.
Qué bien sienta.
El insulto en la historia
No
manejo el dato, pero tengo pocas dudas de que las primeras palabras
expresadas con claridad por la boca de algo que podemos denominar Homo sapiens
serían un insulto. Posiblemente llamando feo a su interlocutor, o por
el estilo. Y es que si de aguzar el ingenio y forzar las meninges se
trata lo de la falta de respeto es campo insuperable…
Lo podemos constatar desde la antigüedad. La Epopeya de Gilgamesh,
la narración épica más ancestral conocida, está trufada de insultos.
Insultitos, podríamos decir, cosas como «hediondo» apareciendo aquí y
allá para solaz de G. R. R. Martin, imagino (o de Cristina Macía,
su traductora, vaya). Brota también, de forma paralela, la mímica para
acompañar a estas palabras. Ya desde los textos homéricos se coloca la
mano abierta con los dedos muy extendidos y separados entre sí, la palma
dirigida directamente a quien se está injuriando. Esto se utiliza aún
en Grecia, así que cuidado si están de vacaciones y pretenden pedir
cinco copas en un pub, porque pueden salir a hostias…
Como
les digo, imprecaciones sin mayor maldad, más allá de desear que te
pudras en los infiernos y toda tu parentela perezca. Pero sin calidad
rítmica, sin magia. Para eso debemos esperar a los romanos, que eran
unos tipos mucho más pragmáticos, y con un estilo decadente casi desde
el principio que vuelve loco al amante de lo corrompido. Una
civilización que deja plasmado, en los famosos restos de Pompeya, el relieve de un pene
rodeado por la leyenda HIC HABITAT FELICITAS («aquí se encuentra la
felicidad»). Ya ven, los poetas de los urinarios públicos tienen sus
propios clásicos. Pues bien, estos romanos sí que nos legaron ciertas
creaciones interesantes en el muy noble arte del insulto. Cosas como planissimus (el que se pasa de plano, de llano… el tonto, vamos), verbero (quien merece azotes como castigo, no como placer) o el muy sonoro furcifer, que designa al ladrón (prueben a repetirlo….furcifer…furcifer…se
le llena a uno la boca). Además serán los romanos quienes entreguen al
mundo un insulto aun hoy muy utilizado, aunque desprovisto de su
contexto: pathicus. O cabrón, vaya.
¿Echan
de menos los muy eufónicos insultos ibéricos? Pues no deberían porque
los hay, y conocidísimos. Tenemos idiotas censados desde el siglo XIII
(el insulto, no las personas, que aparecen ya en el principio de los
tiempos), tenemos imbéciles desde 1524, zoquetes desde 1655 (aunque dado
su origen árabe es probable que el término u otro similar se usase
durante toda la Edad Media), tarugos desde 1386, y pendejos desde la
época de los Trastámara. Por cierto que con este último
ha ocurrido algo desafortunadamente habitual cuando del noble arte del
insulto hablamos: se ha perdido su significado original. Porque un
pendejo es un pelo que brota del pubis. No me negarán que es una bella
forma de faltar al respeto.
Pero
hay más, algunos con su explicación y todo. El primer gilipollas de la
historia de España, por ejemplo, dicen que fue un ministro de Hacienda,
inaugurando a juicio de algunos glosadores una larga relación entre el
cargo y la consideración. Esto, quede claro, no lo afirma el autor del
texto, ¿eh?, no se me vengan arriba.
Resulta que don Baltasar Gil Imón de la Mota
tenía un cierto complejo por sus orígenes humildes. Extraño, quizá,
porque pese a eso nuestro Gil había logrado ganarse, entre el siglo XVI y
el XVII, la confianza de dos reyes (Felipe III y Felipe IV) y otros tantos validos (el duque de Lerma y el conde-duque de Olivares),
ascendiendo en la alta sociedad madrileña hasta puestos tan importantes
como los de contador mayor de cuentas o gobernador del Consejo de
Hacienda. Pero, ay, no tenía un titulazo de esos de poner en la tarjeta
de visita y dejar a todo el mundo boquiabierto. Así que, hombre
emprendedor, decidió que iba a emparentar con las altas dignidades vía
prole. Dos hijas nada menos, Fabiana y Feliciana
(otras fuentes dicen que tres), a quienes buscaba casar con alguien de
buen copete, por lo que no perdía oportunidad, fiesta o sarao para
exhibirlas como si de preciado trofeo se tratasen. Sucede que, al
parecer, las muchachas no eran demasiado agraciadas pero, sobre todo,
resultaban algo estólidas, por lo que la insistencia de don Baltasar
resultaba ya comidilla y chanza entre los pisaverdes (los pijitos…otro
insulto a recuperar) de la Corte. Hasta tal punto que cuando se veía
aparecer a padre y herederas por la puerta de los bailes todos
cuchicheaban. Por ahí vienen don Gil y sus pollas (una forma despectiva
de referirse a las muchachas jóvenes en la época), decían. O,
abreviando, por ahí llegan los Gil-y-pollas. Ya ven. De ahí al infinito,
que se non è vero è ben trovatto.
Ni
siquiera los eclesiásticos se libran de ese gustirrinín que deja en el
cuerpo un insulto bien lanzado. Lo que no es de extrañar, ojo, que ya la
Biblia recoge todo un reguero de imprecaciones dichas con acierto, y
hasta el mismo Jesús, nos cuentan los evangelistas, tenía a veces en los labios un «hipócrita», «serpiente» o «malvado» presto a brotar…
Mi intercambio dialéctico preferido en este campo data del siglo VIII, y tiene como protagonistas a Elipando, un arzobispo de Toledo, y a Beato de Liébana,
el monje autor de los «Comentarios al Apocalipsis» que luego serán
profusamente copiados, e iluminados, durante toda la Edad Media (de
hecho esos tomos serán conocidos como Beatos). Todo muy El nombre de la rosa,
para entendernos. Pues bien, estos dos tipos tenían una polémica
bastante gorda en torno al año 785 (invierno arriba o abajo) sobre una
herejía que se llama adopcionismo y que, básicamente, permitía a
Elipando vivir cojonudamente en el Toledo musulmán mientras otros
cristianos, entre ellos Beato, chupaban frío y humedad en las tierras
del norte. Se hacen una idea. El caso es que el amable intercambio
epistolar que se dedicaron los sujetos contiene algunas de las mejores
muestras de hostias dialécticas que jamás fueran creadas. Elipando dice
de Beato que era un milenarista (al parecer esto era cierto, y Beato
convenció a la alta sociedad lebaniega para que esperasen el fin del
mundo en un monte durante una especie de fiesta rave que acabó con todos satisfaciendo sus apetitos)
y Beato le contesta, cuidado, que Elipando es el cojón del Anticristo.
Ojo, el Cojón del Anticristo. Detengámonos en el término y analicémoslo.
Luego pensemos dónde se sitúa el tal cojón y las cosas que podrá ver
durante toda la eternidad. Escalofriante. Elipando, ni corto ni
perezoso, dice de Beato que tiene la boca hedionda y es fetidísimo (lo
que en la Edad Media parece poca ofensa, la verdad) y después le llama
antifrasto, que es un insulto muy elegante y distinguido, demostrando
gran inteligencia y una puntería aguda al dirigirlo a quien lleva por
nombre Beato (la antífrasis consiste en afirmar lo contrario de lo que
se quiere decir, con lo que nuestro Elipando viene a señalar la ironía
de que alguien llamado Beato sea un pecador de la pradera). Todo un
arsenal, como ven los lectores, de dialéctica postpatrística y mala
leche.
Escribiendo faltas de respeto
Si
lo del insulto es género literario de por sí, y a estas alturas nos va
quedando bien claro, es menester pensar que quienes mejor lo manejen
sean los propios escritores, ¿verdad? Y de entre todos podemos destacar a
los gigantes del Siglo de Oro español, no en vano reúnen dos grandes
facultades que los hacen gigantescos creadores de ofensas: su
maravilloso dominio del lenguaje y su gran condición de hijos de puta
resentidos, envidiosos y crueles.
Seguramente el más conocido en estos menesteres sea Quevedo, en quien convivían admirablemente todas las características antes señaladas. A Góngora
le llamaba desde bujarrón hasta marrano (por tener sangre sucia, no por
cerdo…aunque ya entrados en materia al bueno de don Francisco no creo
que le importase el equívoco), además de lo de la nariz (también por lo
hebraico) y otras pequeñas minucias más mundanas, como comprar la casa
donde vivía para luego desahuciarlo, cual si de un banco cualquiera se
tratase. Pero no era el único. El mismo cordobés no dudaba en
responderle, tachándolo de ignorante, borracho o cojo (acertaba dos de
tres). También solicitó, en una ocasión, las traducciones que hacía
Quevedo del griego para leerlas con su ojo ciego (el que es poeta es
poeta)… es decir, para limpiarse el culo con ellas (con perdón del
copista, aclaramos). También reparte a Lope, de quien
dice que es un necio, un zote, un tagarote (el escribano de un notario…
coincidirán conmigo en que llamar notario a un poeta es el insulto más
grave de todos los recogidos aquí). El Fénix trufa sus comedias con
perlitas de todo tipo, desde babieca hasta sandio, pasando por zamacuco,
tuturuto, sansirolé, mamacallos (razonen el significado específico de
este), tolondro, cipote (ejem) o estólido, que es uno de los que más
utilizo en mi vida diaria. Ah, también se mete con alguien llamándole
zurdo, para que vean cómo cambia la historia. Y de Cervantes
qué decir… leer El Quijote es encontrarse con toda una retahíla de
desprecios y repulsas. Claro que, como dice Sancho Panza, «no es
deshonra llamar hijo de puta a nadie cuando cae debajo del entendimiento
de alabarle». Un poco lo que hacen hoy algunos, que pasan del «usted»
al «qué tal, cabronazo» con (insultante) facilidad.
Luego los grandes escritores tienen ese je ne sais quoi
que les hace responder raudos con un insulto certero en momentos de
máxima tensión. Porque esa, y no otra, es la mayor muestra de genialidad
que se puede exponer. Como aquella vez que Emilia Pardo Bazán se cruzó con Benito Pérez Galdós
en una escalera (ambos traían detrás toda una historia que acabó mal,
porque menudos dos torrentes, amigos) y le espetó, muy digna, «viejo
chocho», a lo que don Benito respondió, con toda su tranquilidad y su
cara de billete de mil pesetas, lo mismo pero cambiando el orden de los
términos.
Claro que el campeón invicto de los insultos fue un belga catolicote y aburrido que firmaba como Hergé.
Vale, en las páginas de los veintitrés álbumes protagonizados por el
sosainas de Tintín no hay sexo, no hay muerte (y cuando la hay aparece
representada con diablillos naíf), no hay demasiada sangre. Pero
insultos…vaya, en eso Hergé mostró tener una enorme inventiva, y una
mala uva que se agradece un montón. Ambrosía para los paladares más
exigentes, sí, cuando Archibaldo Haddock saca a relucir su muy extenso
lenguaje, seguramente aprendido en tabernas (igual hasta en burdeles) de
barrios portuarios por medio mundo. Un total de doscientos sesenta y
cinco insultos hay censados en las quince aventuras donde aparece
Haddock, lo que nos da una maravillosa media de casi dieciocho por
libro. Extensa lista que destaca, además, por su originalidad: desde
anacoluto hasta grotesco polichinela, pasando por Atila de guardarropía,
logaritmo, mujik, Mussolini de carnaval, coloquíntido, zapoteca de
truenos y rayos o, mi preferido, bachi-buzuk de los Cárpatos. Ojo,
muchos de ellos definen realidades poco o nada ofensivas (un
bachi-buzuk, por ejemplo, es un mercenario otomano) con lo que podemos
inferir otra de las características principales del insulto: su
intención. No importa qué llames al otro, sino hacerlo con el tono
correcto.
El Hergé español, al menos en cuanto a los insultos, es sin duda (en pie todos, por favor, y aplaudan con fuerza) Francisco Ibáñez.
Sus creaciones están salpicadas de ofensas bien dichas, destacando las
descacharrantes últimas viñetas que (casi) siempre muestran a sus
personajes persiguiéndose en una orgía de violencia física y verbal que
hoy sería sin duda censurada por traumática para los niños. Berzotas,
merluzo, alcornoque, botarate, mentecato…a uno se le llena la boca de
miel solo con decir esas palabras. Lo mejor, háganme caso, es repasar la
obra de este artista genial para disfrutar con la luminosidad de sus
insultos.
Delicias endémicas
Si
hay algo que une a toda la humanidad, por encima de credos, procedencia
o ideologías, es su tendencia natural por insultar a sus semejantes. Lo
cual no quita, evidentemente, para que cada cultura tenga sus propias
formas de cagarse en los muertos ajenos, muchas veces en base a
criterios de carácter geográfico, evolutivo o, simplemente, en atención
al capricho del momento.
Existen
una serie de bases que pueden resultar intercambiables en todo el
mundo. Las palabras, por ejemplo, que se refieren al pene (cazzo), a la vagina (figa) o a la vida pública de la progenitora (figlio di puttana),
todos en italiano. También, claro, las maldiciones familiares (el
serbio «me cago en todos los de la primera fila de tu funeral» me parece
especialmente acertado) o las que te invitan amablemente a irte a
ciertos lugares o realizar ciertas actividades (en francés te dicen va te faire mettre y claro, como suena tan bien, te cuesta hasta ofenderte).
Pero
después hay toda una caterva de particularidades idiomáticas e incluso
regionales que merece la pena destacar. Algunas, de tan repetidas, hasta
parecen haber perdido su significado original, como las inglesas asshole o motherfucker,
con cuya traducción literal quizá deberíamos solazarnos cada vez que
las escuchamos en una serie. Los daneses, ese país con unicornios y
contratos únicos, tienen una expresión bastante gráfica que es kors i røven, y que significa literalmente «(que te metan) una cruz por el culo». Ya ven, tanto Kierkegaard para esto. En el educadísimo idioma japonés nos pueden decir kuttabare y nos tenemos que joder, o llamarnos manuke y
a lo mejor no lo entendemos, por tontos. Y los habitualmente chiflados
rusos también extienden esa extravagante visión del universo a sus
imprecaciones, con cosas tan llamativas como yob tvoyu mat (que
puede significar, dependiendo del contexto, desde el literal «he besado
a tu madre» hasta «vete fuera de mi vista»…ya me dirán la relación) o júy (que lo mismo sirve para hablar del pene que para designar a un imbécil).
Con
el otro lado del Atlántico compartimos el uso del castellano y la mala
baba para insultar. Ya hablamos, oh sí, de los pendejos, pero también
están los boludos, los perros, los huevones, la chingada, el verraco o
el chimpapo. Incluso tenemos gozosas expresiones compuestas, hallazgos
felicísimos de nuestro maravilloso idioma que, una vez más, usamos sin
tener en cuenta su significado literal. Así, que te manden a la «concha
de tu madre» o a comer un «pingo» resulta toda una experiencia. Hay que
aplaudir desde aquí el esfuerzo que la conocida serie Narcos ha hecho para dar a conocer por todo el mundo alguna delicatesen verbal como «hijueputa» (hay que decirlo más), «gonorrea» o «sapo». Gracias, mil veces gracias, han enriquecido ustedes profundamente mis cenas de amigos.
También
tenemos, por último, diferentes formas de entender las faltas de
respeto dependiendo de los lugares de estas dos Españas, una te helará
el corazón, donde te estén mandando a esparragar. Así, por ejemplo, si
aquí en Cantabria le dicen que es usted un palajustrán sepa que lo
llaman liante, que sí, que tiene mala idea, algo parecido a un talingón,
o a un venigoso; y si lo tildan de mondregote le están haciendo saber
que se lo tiene usted muy creído, pedazo de imbécil. Ah, las mujeres
tienen sus insultos propios, claro, por lo de la paridad, y así las
rámilas son hembras de mucho genio, las lumias son aquellas (sobre todo
niñas) algo sabihondillas y repelentes, y bardaliega será la que gusta
de pasar mucho tiempo detrás de los bardales o las zarzas,
preferentemente en posición horizontal y acompañada…
En
Galicia llamarán parvo al poco espabilado, y será babayu cuando pase a
Asturias, babarrión en Cantabria o kaiku al llegar a Euskadi. Al mismo
tipo le llamarán ababol en Aragón, faba en Catalunya, borinot en
Valencia o penco en Andalucía. Si logra arribar, quién sabe cómo, hasta
los pueblos de la montaña palentina se referirán a él como aberado, Por
el camino le habrán escupido un bolo en Toledo, un fato en Valladolid y
un zurumbático si se cruzó con Pérez-Reverte a la
salida de la Real Academia de la Lengua. Al final toda una vuelta a
España de lo más entretenida y didáctica. Aunque igual ni se ha dado
cuenta, el muy estafermo.
Ya
ven, mis queridos gaznápiros, que esta es materia extensa y de mucho
solaz, por lo que nos apena especialmente tener que dejarla aquí, recién
expuestos los grandes principios de nuestras tesis y apenas avanzada la
investigación sobre el terreno. Eso sí, la certeza de haber contribuido
a un enriquecimiento de su vocabulario más irrespetuoso es recompensa
suficiente para nuestro esfuerzo.
Sean originales en sus reuniones familiares y de amigos. Insulten con creatividad.
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