El
mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo
tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga
razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí.
El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un
día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear
seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía
más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última
vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado
un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–,
no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido
allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano
miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si
me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría
quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi
hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se
encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía
mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas
muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado
como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho
sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá
aprendido.
Mi
hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima
de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas
que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin
decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata
que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía
jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –dijo–, y yo ya no
tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí
levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy
demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de
ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero
a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la
perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco,
supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi
corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”.
“Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de
pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el
bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de
presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije,
aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él
era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención
herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable
que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco
que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora
que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado
alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que
desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que
dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin
embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado
en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo
novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá
existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a
jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta
que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para
tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún
ignorante”.
Exactamente así era mi
hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me
llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no
debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque
supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se
irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su
grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Cuando
murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su
funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un
monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un
sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie
había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que
hacía de cocinero y jardinero a la vez.
La
casa era una construcción cuadrada, pesada, que había sido blanca en
otro tiempo, decorada con cúpulas, volutas, espirales y balcones en el
pesado estilo del siglo XVII; asentada en la calle principal de la
ciudad en los tiempos en que se construyó, se había visto invadida más
tarde por garajes y fábricas de algodón, que habían llegado incluso a
borrar el recuerdo de los ilustres nombres del vecindario. Tan sólo
había quedado la casa de la señorita Emilia, levantando su permanente y
coqueta decadencia sobre los vagones de algodón y bombas de gasolina,
ofendiendo la vista, entre las demás cosas que también la ofendían. Y
ahora la señorita Emilia había ido a reunirse con los representantes de
aquellos ilustres hombres que descansaban en el sombreado cementerio,
entre las alineadas y anónimas tumbas de los soldados de la Unión, que
habían caído en la batalla de Jefferson.
Mientras
vivía, la señorita Emilia había sido para la ciudad una tradición, un
deber y un cuidado, una especie de heredada tradición, que databa del
día en que el coronel Sartoris el Mayor -autor del edicto que ordenaba
que ninguna mujer negra podría salir a la calle sin delantal-, la eximió
de sus impuestos, dispensa que había comenzado cuando murió su padre y
que más tarde fue otorgada a perpetuidad. Y no es que la señorita Emilia
fuera capaz de aceptar una caridad. Pero el coronel Sartoris inventó un
cuento, diciendo que el padre de la señorita Emilia había hecho un
préstamo a la ciudad, y que la ciudad se valía de este medio para pagar
la deuda contraída. Sólo un hombre de la generación y del modo de ser
del coronel Sartoris hubiera sido capaz de inventar una excusa
semejante, y sólo una mujer como la señorita Emilia podría haber dado
por buena esta historia.
Cuando la siguiente
generación, con ideas más modernas, maduró y llegó a ser directora de la
ciudad, aquel arreglo tropezó con algunas dificultades. Al comenzar el
año enviaron a la señorita Emilia por correo el recibo de la
contribución, pero no obtuvieron respuesta. Entonces le escribieron,
citándola en el despacho del alguacil para un asunto que le interesaba.
Una semana más tarde el alcalde volvió a escribirle ofreciéndole ir a
visitarla, o enviarle su coche para que acudiera a la oficina con
comodidad, y recibió en respuesta una nota en papel de corte pasado de
moda, y tinta empalidecida, escrita con una floreada caligrafía,
comunicándole que no salía jamás de su casa. Así pues, la nota de la
contribución fue archivada sin más comentarios.
Convocaron, entonces, una junta de regidores, y fue designada una delegación para que fuera a visitarla.
Allá
fueron, en efecto, y llamaron a la puerta, cuyo umbral nadie había
traspasado desde que aquélla había dejado de dar lecciones de pintura
china, unos ocho o diez años antes. Fueron recibidos por el viejo negro
en un oscuro vestíbulo, del cual arrancaba una escalera que subía en
dirección a unas sombras aún más densas. Olía allí a polvo y a cerrado,
un olor pesado y húmedo. El vestíbulo estaba tapizado en cuero. Cuando
el negro descorrió las cortinas de una ventana, vieron que el cuero
estaba agrietado y cuando se sentaron, se levantó una nubecilla de polvo
en torno a sus muslos, que flotaba en ligeras motas, perceptibles en un
rayo de sol que entraba por la ventana. Sobre la chimenea había un
retrato a lápiz, del padre de la señorita Emilia, con un deslucido marco
dorado.
Todos se pusieron en pie
cuando la señorita Emilia entró -una mujer pequeña, gruesa, vestida de
negro, con una pesada cadena en torno al cuello que le descendía hasta
la cintura y que se perdía en el cinturón-; debía de ser de pequeña
estatura; quizá por eso, lo que en otra mujer pudiera haber sido tan
sólo gordura, en ella era obesidad. Parecía abotagada, como un cuerpo
que hubiera estado sumergido largo tiempo en agua estancada. Sus ojos,
perdidos en las abultadas arrugas de su faz, parecían dos pequeñas
piezas de carbón, prensadas entre masas de terrones, cuando pasaban sus
miradas de uno a otro de los visitantes, que le explicaban el motivo de
su visita.
No los hizo sentar; se
detuvo en la puerta y escuchó tranquilamente, hasta que el que hablaba
terminó su exposición. Pudieron oír entonces el tictac del reloj que
pendía de su cadena, oculto en el cinturón.
Su voz fue seca y fría.
-Yo
no pago contribuciones en Jefferson. El coronel Sartoris me eximió.
Pueden ustedes dirigirse al Ayuntamiento y allí les informarán a su
satisfacción.
-De allí venimos; somos autoridades del Ayuntamiento, ¿no ha recibido usted un comunicado del alguacil, firmado por él?
-Sí, recibí un papel -contestó la señorita Emilia-. Quizá él se considera alguacil. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero en los libros no aparecen datos que indiquen una cosa semejante. Nosotros debemos…
-Vea al coronel Sartoris. Yo no pago contribuciones en Jefferson.
-Pero, señorita Emilia…
-Vea
al coronel Sartoris (el coronel Sartoris había muerto hacía ya casi
diez años.) Yo no pago contribuciones en Jefferson. ¡Tobe! -exclamó
llamando al negro-. Muestra la salida a estos señores.
II
Así
pues, la señorita Emilia venció a los regidores que fueron a visitarla
del mismo modo que treinta años antes había vencido a los padres de los
mismos regidores, en aquel asunto del olor. Esto ocurrió dos años
después de la muerte de su padre y poco después de que su prometido
-todos creímos que iba a casarse con ella- la hubiera abandonado. Cuando
murió su padre apenas si volvió a salir a la calle; después que su
prometido desapareció, casi dejó de vérsele en absoluto. Algunas señoras
que tuvieron el valor de ir a visitarla, no fueron recibidas; y la
única muestra de vida en aquella casa era el criado negro -un hombre
joven a la sazón-, que entraba y salía con la cesta del mercado al
brazo.
“Como si un hombre -cualquier
hombre- fuera capaz de tener la cocina limpia”, comentaban las señoras,
así que no les extrañó cuando empezó a sentirse aquel olor; y esto
constituyó otro motivo de relación entre el bajo y prolífico pueblo y
aquel otro mundo alto y poderoso de los Grierson.
Una vecina de la señorita Emilia acudió a dar una queja ante el alcalde y juez Stevens, anciano de ochenta años.
-¿Y qué quiere usted que yo haga? -dijo el alcalde.
-¿Qué quiero que haga? Pues que le envíe una orden para que lo remedie. ¿Es que no hay una ley?
-No
creo que sea necesario -afirmó el juez Stevens-. Será que el negro ha
matado alguna culebra o alguna rata en el jardín. Ya le hablaré acerca
de ello.
Al día siguiente, recibió dos quejas más, una de ellas partió de un hombre que le rogó cortésmente:
-Tenemos que hacer algo, señor juez; por nada del mundo querría yo molestar a la señorita Emilia; pero hay que hacer algo.
Por
la noche, el tribunal de los regidores -tres hombres que peinaban
canas, y otro algo más joven- se encontró con un hombre de la joven
generación, al que hablaron del asunto.
-Es
muy sencillo -afirmó éste-. Ordenen a la señorita Emilia que limpie el
jardín, denle algunos días para que lo lleve a cabo y si no lo hace…
-Por favor, señor -exclamó el juez Stevens-. ¿Va usted a acusar a la señorita Emilia de que huele mal?
Al
día siguiente por la noche, después de las doce, cuatro hombres
cruzaron el césped de la finca de la señorita Emilia y se deslizaron
alrededor de la casa, como ladrones nocturnos, husmeando los fundamentos
del edificio, construidos con ladrillo, y las ventanas que daban al
sótano, mientras uno de ellos hacía un acompasado movimiento, como si
estuviera sembrando, metiendo y sacando la mano de un saco que pendía de
su hombro. Abrieron la puerta de la bodega, y allí esparcieron cal, y
también en las construcciones anejas a la casa. Cuando hubieron
terminado y emprendían el regreso, detrás de una iluminada ventana que
al llegar ellos estaba oscura, vieron sentada a la señorita Emilia,
rígida e inmóvil como un ídolo. Cruzaron lentamente el prado y llegaron a
los algarrobos que se alineaban a lo largo de la calle. Una semana o
dos más tarde, aquel olor había desaparecido.
Así
fue cómo el pueblo empezó a sentir verdadera compasión por ella. Todos
en la ciudad recordaban que su anciana tía, lady Wyatt, había acabado
completamente loca, y creían que los Grierson se tenían en más de lo que
realmente eran. Ninguno de nuestros jóvenes casaderos era bastante
bueno para la señorita Emilia. Nos habíamos acostumbrado a
representarnos a ella y a su padre como un cuadro. Al fondo, la esbelta
figura de la señorita Emilia, vestida de blanco; en primer término, su
padre, dándole la espalda, con un látigo en la mano, y los dos,
enmarcados por la puerta de entrada a su mansión. Y así, cuando ella
llegó a sus 30 años en estado de soltería, no sólo nos sentíamos
contentos por ello, sino que hasta experimentamos como un sentimiento de
venganza. A pesar de la tara de la locura en su familia, no hubieran
faltado a la señorita Emilia ocasiones de matrimonio, si hubiera querido
aprovecharlas..
Cuando murió su
padre, se supo que a su hija sólo le quedaba en propiedad la casa, y en
cierto modo esto alegró a la gente; al fin podían compadecer a la
señorita Emilia. Ahora que se había quedado sola y empobrecida, sin duda
se humanizaría; ahora aprendería a conocer los temblores y la
desesperación de tener un céntimo de más o de menos.
Al
día siguiente de la muerte de su padre, las señoras fueron a la casa a
visitar a la señorita Emilia y darle el pésame, como es costumbre. Ella,
vestida como siempre, y sin muestra ninguna de pena en el rostro, las
puso en la puerta, diciéndoles que su padre no estaba muerto. En esta
actitud se mantuvo tres días, visitándola los ministros de la Iglesia y
tratando los doctores de persuadirla de que los dejara entrar para
disponer del cuerpo del difunto. Cuando ya estaban dispuestos a valerse
de la fuerza y de la ley, la señorita Emilia rompió en sollozos y
entonces se apresuraron a enterrar al padre.
No
decimos que entonces estuviera loca. Creímos que no tuvo más remedio
que hacer esto. Recordando a todos los jóvenes que su padre había
desechado, y sabiendo que no le había quedado ninguna fortuna, la gente
pensaba que ahora no tendría más remedio que agarrarse a los mismos que
en otro tiempo había despreciado.
III
La
señorita Emilia estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la volvimos a ver,
llevaba el cabello corto, lo que la hacía aparecer más joven que una
muchacha, con una vaga semejanza con esos ángeles que figuran en los
vidrios de colores de las iglesias, de expresión a la vez trágica y
serena…
Por entonces justamente la
ciudad acababa de firmar los contratos para pavimentar las calles, y en
el verano siguiente a la muerte de su padre empezaron los trabajos. La
compañía constructora vino con negros, mulas y maquinaria, y al frente
de todo ello, un capataz, Homer Barron, un yanqui blanco de piel oscura,
grueso, activo, con gruesa voz y ojos más claros que su rostro. Los
muchachillos de la ciudad solían seguirlo en grupos, por el gusto de
verlo renegar de los negros, y oír a éstos cantar, mientras alzaban y
dejaban caer el pico. Homer Barren conoció en seguida a todos los
vecinos de la ciudad. Dondequiera que, en un grupo de gente, se oyera
reír a carcajadas se podría asegurar, sin temor a equivocarse, que Homer
Barron estaba en el centro de la reunión. Al poco tiempo empezamos a
verlo acompañando a la señorita Emilia en las tardes del domingo,
paseando en la calesa de ruedas amarillas o en un par de caballos bayos
de alquiler…
Al principio todos nos
sentimos alegres de que la señorita Emilia tuviera un interés en la
vida, aunque todas las señoras decían: “Una Grierson no podía pensar
seriamente en unirse a un hombre del Norte, y capataz por añadidura.”
Había otros, y éstos eran los más viejos, que afirmaban que ninguna
pena, por grande que fuera, podría hacer olvidar a una verdadera señora
aquello de noblesse oblige -claro que sin decir noblesse oblige– y exclamaban:
“¡Pobre
Emilia! ¡Ya podían venir sus parientes a acompañarla!”, pues la
señorita Emilia tenía familiares en Alabama, aunque ya hacía muchos años
que su padre se había enemistado con ellos, a causa de la vieja lady
Wyatt, aquella que se volvió loca, y desde entonces se había roto toda
relación entre ellos, de tal modo que ni siquiera habían venido al
funeral.
Pero lo mismo que la gente
empezó a exclamar: “¡Pobre Emilia!”, ahora empezó a cuchichear: “Pero
¿tú crees que se trata de…?” “¡Pues claro que sí! ¿Qué va a ser, si
no?”, y para hablar de ello, ponían sus manos cerca de la boca. Y cuando
los domingos por la tarde, desde detrás de las ventanas entornadas para
evitar la entrada excesiva del sol, oían el vivo y ligero clop, clop,
clop, de los bayos en que la pareja iba de paseo, podía oírse a las
señoras exclamar una vez más, entre un rumor de sedas y satenes: “¡Pobre
Emilia!”
Por lo demás, la señorita
Emilia seguía llevando la cabeza alta, aunque todos creíamos que había
motivos para que la llevara humillada. Parecía como si, más que nunca,
reclamara el reconocimiento de su dignidad como última representante de
los Grierson; como si tuviera necesidad de este contacto con lo terreno
para reafirmarse a sí misma en su impenetrabilidad. Del mismo modo se
comportó cuando adquirió el arsénico, el veneno para las ratas; esto
ocurrió un año más tarde de cuando se empezó a decir: “¡Pobre Emilia!”, y
mientras sus dos primas vinieron a visitarla.
-Necesito
un veneno -dijo al droguero. Tenía entonces algo más de los 30 años y
era aún una mujer esbelta, aunque algo más delgada de lo usual, con ojos
fríos y altaneros brillando en un rostro del cual la carne parecía
haber sido estirada en las sienes y en las cuencas de los ojos; como
debe parecer el rostro del que se halla al pie de una farola.
-Necesito un veneno -dijo.
-¿Cuál quiere, señorita Emilia? ¿Es para las ratas? Yo le recom…
-Quiero el más fuerte que tenga -interrumpió-. No importa la clase.
El droguero le enumeró varios.
-Pueden matar hasta un elefante. Pero ¿qué es lo que usted desea. . .?
-Quiero arsénico. ¿Es bueno?
-¿Que si es bueno el arsénico? Sí, señora. Pero ¿qué es lo que desea…?
-Quiero arsénico.
El droguero la miró de abajo arriba. Ella le sostuvo la mirada de arriba abajo, rígida, con la faz tensa.
-¡Sí, claro -respondió el hombre-; si así lo desea! Pero la ley ordena que hay que decir para qué se va a emplear.
La
señorita Emilia continuaba mirándolo, ahora con la cabeza levantada,
fijando sus ojos en los ojos del droguero, hasta que éste desvió su
mirada, fue a buscar el arsénico y se lo empaquetó. El muchacho negro se
hizo cargo del paquete. E1 droguero se metió en la trastienda y no
volvió a salir. Cuando la señorita Emilia abrió el paquete en su casa,
vio que en la caja, bajo una calavera y unos huesos, estaba escrito:
“Para las ratas”.
IV
Al
día siguiente, todos nos preguntábamos: “¿Se irá a suicidar?” y
pensábamos que era lo mejor que podía hacer. Cuando empezamos a verla
con Homer Barron, pensamos: “Se casará con él”. Más tarde dijimos:
“Quizás ella le convenga aún”, pues Homer, que frecuentaba el trato de
los hombres y se sabía que bebía bastante, había dicho en el Club Elks
que él no era un hombre de los que se casan. Y repetimos una vez más:
“¡Pobre Emilia!” desde atrás de las vidrieras, cuando aquella tarde de
domingo los vimos pasar en la calesa, la señorita Emilia con la cabeza
erguida y Homer Barron con su sombrero de copa, un cigarro entre los
dientes y las riendas y el látigo en las manos cubiertas con guantes
amarillos….
Fue entonces cuando las
señoras empezaron a decir que aquello constituía una desgracia para la
ciudad y un mal ejemplo para la juventud. Los hombres no quisieron tomar
parte en aquel asunto, pero al fin las damas convencieron al ministro
de los bautistas -la señorita Emilia pertenecía a la Iglesia Episcopal-
de que fuera a visitarla. Nunca se supo lo que ocurrió en aquella
entrevista; pero en adelante el clérigo no quiso volver a oír nada
acerca de una nueva visita. El domingo que siguió a la visita del
ministro, la pareja cabalgó de nuevo por las calles, y al día siguiente
la esposa del ministro escribió a los parientes que la señorita Emilia
tenía en Alabama….
De este modo, tuvo
a sus parientes bajo su techo y todos nos pusimos a observar lo que
pudiera ocurrir. Al principio no ocurrió nada, y empezamos a creer que
al fin iban a casarse. Supimos que la señorita Emilia había estado en
casa del joyero y había encargado un juego de tocador para hombre, en
plata, con las iniciales H.B. Dos días más tarde nos enteramos de que
había encargado un equipo completo de trajes de hombre, incluyendo la
camisa de noche, y nos dijimos: “Van a casarse” y nos sentíamos
realmente contentos. Y nos alegrábamos más aún, porque las dos parientas
que la señorita Emilia tenía en casa eran todavía más Grierson de lo
que la señorita Emilia había sido….
Así
pues, no nos sorprendimos mucho cuando Homer Barron se fue, pues la
pavimentación de las calles ya se había terminado hacía tiempo. Nos
sentimos, en verdad, algo desilusionados de que no hubiera habido una
notificación pública; pero creímos que iba a arreglar sus asuntos, o que
quizá trataba de facilitarle a ella el que pudiera verse libre de sus
primas. (Por este tiempo, hubo una verdadera intriga y todos fuimos
aliados de la señorita Emilia para ayudarla a desembarazarse de sus
primas). En efecto, pasada una semana, se fueron y, como esperábamos,
tres días después volvió Homer Barron. Un vecino vio al negro abrirle la
puerta de la cocina, en un oscuro atardecer….
Y
ésta fue la última vez que vimos a Homer Barron. También dejamos de ver
a la señorita Emilia por algún tiempo. El negro salía y entraba con la
cesta de ir al mercado; pero la puerta de la entrada principal
permanecía cerrada. De vez en cuando podíamos verla en la ventana, como
aquella noche en que algunos hombres esparcieron la cal; pero casi por
espacio de seis meses no fue vista por las calles. Todos comprendimos
entonces que esto era de esperar, como si aquella condición de su padre,
que había arruinado la vida de su mujer durante tanto tiempo, hubiera
sido demasiado virulenta y furiosa para morir con él….
Cuando
vimos de nuevo a la señorita Emilia había engordado y su cabello
empezaba a ponerse gris. En pocos años este gris se fue acentuando,
hasta adquirir el matiz del plomo. Cuando murió, a los 74 años, tenía
aún el cabello de un intenso gris plomizo, y tan vigoroso como el de un
hombre joven….
Todos estos años la
puerta principal permaneció cerrada, excepto por espacio de unos seis o
siete, cuando ella andaba por los 40, en los cuales dio lecciones de
pintura china. Había dispuesto un estudio en una de las habitaciones del
piso bajo, al cual iban las hijas y nietas de los contemporáneos del
coronel Sartoris, con la misma regularidad y aproximadamente con el
mismo espíritu con que iban a la iglesia los domingos, con una pieza de
ciento veinticinco para la colecta.
Entretanto, se le había dispensado de pagar las contribuciones.
Cuando
la generación siguiente se ocupó de los destinos de la ciudad, las
discípulas de pintura, al crecer, dejaron de asistir a las clases, y ya
no enviaron a sus hijas con sus cajas de pintura y sus pinceles, a que
la señorita Emilia les enseñara a pintar según las manidas imágenes
representadas en las revistas para señoras. La puerta de la casa se
cerró de nuevo y así permaneció en adelante. Cuando la ciudad tuvo
servicio postal, la señorita Emilia fue la única que se negó a
permitirles que colocasen encima de su puerta los números metálicos, y
que colgasen de la misma un buzón. No quería ni oír hablar de ello.
Día
tras día, año tras año, veíamos al negro ir y venir al mercado, cada
vez más canoso y encorvado. Cada año, en el mes de diciembre, le
enviábamos a la señorita Emilia el recibo de la contribución, que nos
era devuelto, una semana más tarde, en el mismo sobre, sin abrir. Alguna
vez la veíamos en una de las habitaciones del piso bajo -evidentemente
había cerrado el piso alto de la casa- semejante al torso de un ídolo en
su nicho, dándose cuenta, o no dándose cuenta, de nuestra presencia;
eso nadie podía decirlo. Y de este modo la señorita Emilia pasó de una a
otra generación, respetada, inasequible, impenetrable, tranquila y
perversa.
Y así murió. Cayo enferma
en aquella casa, envuelta en polvo y sombras, teniendo para cuidar de
ella solamente a aquel negro torpón. Ni siquiera supimos que estaba
enferma, pues hacía ya tiempo que habíamos renunciado a obtener alguna
información del negro. Probablemente este hombre no hablaba nunca, ni
aun con su ama, pues su voz era ruda y áspera, como si la tuviera en
desuso.
Murió en una habitación del
piso bajo, en una sólida cama de nogal, con cortinas, con la cabeza
apoyada en una almohada amarilla, empalidecida por el paso del tiempo y
la falta de sol.
V
El
negro recibió en la puerta principal a las primeras señoras que
llegaron a la casa, las dejó entrar curioseándolo todo y hablando en voz
baja, y desapareció. Atravesó la casa, salió por la puerta trasera y no
se volvió a ver más. Las dos primas de la señorita Emilia llegaron
inmediatamente, dispusieron el funeral para el día siguiente, y allá fue
la ciudad entera a contemplar a la señorita Emilia yaciendo bajo
montones de flores, y con el retrato a lápiz de su padre colocado sobre
el ataúd, acompañada por las dos damas sibilantes y macabras. En el
balcón estaban los hombres, y algunos de ellos, los más viejos, vestidos
con su cepillado uniforme de confederados; hablaban de ella como si
hubiera sido contemporánea suya, como si la hubieran cortejado y
hubieran bailado con ella, confundiendo el tiempo en su matemática
progresión, como suelen hacerlo las personas ancianas, para quienes el
pasado no es un camino que se aleja, sino una vasta pradera a la que el
invierno no hace variar, y separado de los tiempos actuales por la
estrecha unión de los últimos diez años.
Sabíamos
ya todos que en el piso superior había una habitación que nadie había
visto en los últimos cuarenta años y cuya puerta tenía que ser forzada.
No obstante esperaron, para abrirla, a que la señorita Emilia descansara
en su tumba.
Al echar abajo la
puerta, la habitación se llenó de una gran cantidad de polvo, que
pareció invadirlo todo. En esta habitación, preparada y adornada como
para una boda, por doquiera parecía sentirse como una tenue y acre
atmósfera de tumba: sobre las cortinas, de un marchito color de rosa;
sobre las pantallas, también rosadas, situadas sobre la mesa-tocador;
sobre la araña de cristal; sobre los objetos de tocador para hombre, en
plata tan oxidada que apenas se distinguía el monograma con que estaban
marcados. Entre estos objetos aparecía un cuello y una corbata, como si
se hubieran acabado de quitar y así, abandonados sobre el tocador,
resplandecían con una pálida blancura en medio del polvo que lo llenaba
todo. En una silla estaba un traje de hombre, cuidadosamente doblado; al
pie de la silla, los calcetines y los zapatos.
El hombre yacía en la cama.
Por
un largo tiempo nos detuvimos a la puerta, mirando asombrados aquella
apariencia misteriosa y descarnada. El cuerpo había quedado en la
actitud de abrazar; pero ahora el largo sueño que dura más que el amor,
que vence al gesto del amor, lo había aniquilado. Lo que quedaba de él,
pudriéndose bajo lo que había sido camisa de dormir, se había convertido
en algo inseparable de la cama en que yacía. Sobre él, y sobre la
almohada que estaba a su lado, se extendía la misma capa de denso y
tenaz polvo.
Entonces nos dimos
cuenta de que aquella segunda almohada ofrecía la depresión dejada por
otra cabeza. Uno de los que allí estábamos levantó algo que había sobre
ella e inclinándonos hacia delante, mientras se metía en nuestras
narices aquel débil e invisible polvo seco y acre, vimos una larga hebra
de cabello gris.
Un paseo histórico por Berlín en 15 películas (como la imprescindible 'El cielo sobre Berlín')
Más de un millar de películas se han rodado en Berlín
y en cada una de ellas la ciudad no ha sido un escenario, ha sido una
protagonista más. Se ha ido transformando, además, en muchas ciudades
desde que empezara a marchar esa maquinaria de ficción llamada cine:
a la gloriosa urbe de entreguerras, le siguió una ciudad totalmente
destruida y posteriormente dividida que ha llegado a ser la capital
europea con la que sueñan tantos emigrantes. Pasear por Berlín es pasear por su memoria
y todas estas ciudades tan diferentes hoy sólo se podrían imaginar si
no fuese por el cine. Te proponemos estas 15 películas para que te des un paseo histórico por el presente y el pasado de Berlín.
Berlín, Sinfonía de una ciudad (1927)
Aproximadamente el 80% del patrimonio monumental de Alemania fue destruido durante la II Guerra Mundial.
Por eso Berlín, sinfonía de una ciudad tiene un valor histórico
incalculable: esta película muda de inspiración soviética nos sumerge en
un día cualquiera en el centro del Berlín de 1927, un Berlín que ni conocimos ni conoceremos ya que quedaría reducido a escombros unos años más tarde.
Probablemente sólo el río Spree haya permanecido inmutable desde
entonces. De la catedral de Berlín, como tantos otros edificios y
monumentos de los que retrata la cámara de Walter Ruttmann, sólo conocemos su reciente reconstrucción . Y otros, como el Palacio Real de Berlín, no se podrán volver a visitar hasta 2019.
Cabaret (1972, ambientada en 1931)
“Wilkommen, bienvenue, welcome, im cabaret, au cabaret, to cabaret!” El Berlín que resurgió de la Gran Guerra era un Berlín cosmopolita, una metrópoli cultural de noche libertina y pendenciera. Por desgracia, el Berlín al que canta la Sally Bowles de Liza Minelli en Cabaret es ya el de un Berlín en caída libre hacia el infierno.
Es 1931, el nazismo va asomando la cabeza y la amiga judía de Sally,
Natalia Landauer, ya puede vislumbrarlo desde su mansión de Dahlem, el
barrio-bien por excelencia de Berlín, cuando le arrojan los restos de su
perro a los pies. Savignyplatz y su estación de S-Bahn o el
céntrico parque de Tiergarten también hacen su cameo en esta película
rodada íntegramente en Alemania pero no por entero en Berlín.
El Hundimiento (2004, ambientada en 1945)
En una declaración de principios en toda regla, hoy por hoy no queda ni
rastro del lugar donde se desarrolla la mayor parte de la trama de El Hundimiento. Es debajo de uno de los aparcamientos de la zona residencial de la Wilhelmstraße, a poca distancia de la Puerta de Brandenburgo y de la Potsdamer Platz, donde se encontraba el búnker más célebre de la Segunda Guerra Mundial. Allí pasó Hitler sus últimos días. Celebró
su 56 cumpleaños, se casó con Eva Braun y se suicidaron como marido y
mujer cuando el final del III Reich era ya inminente.
Alemania, año cero (1947)
Roberto Rossellini se plantó en lo que quedaba de Berlín en 1947,
hizo un casting entre actores no profesionales y rodó el tercer
capítulo de la quintaesencia del neorrealimo italiano: la trilogía de Roma, cita aperta, Paisà y esta Germania, anno zero. El resultado es devastador. Edmund
Kohler tiene trece años y deambula por el centro de Berlín con el único
objetivo de sobrevivir y ayudar a sobrevivir a su familia. El telón de
fondo es un Reichstag que ya sólo es una escombrera y la yerma explanada del Tiergarten,
cuya madera sirvió para calentar los hogares alemanes durante la
Segunda Guerra Mundial. La penuria era tal dentro y fuera de la pantalla
que muchos actores escaparon cuando llegó el momento de la repatriación
después de grabar los interiores de la película en Roma.
Sonnenallee (1999, ambientada en los años setenta)
¿Cómo era vivir en el lado oriental del muro? Sonnenallee retrata la vida de unos adolescentes a finales de los años setenta en los alrededores del paso fronterizo de Sonnenallee, una zona altamente militarizada donde los controles eran frecuentes. Sonnenallee es una de las arterias de Neukölln y
si la conoces, probablemente no la podrás reconocer en esta película.
Eso es porque no está grabada en la calle real, sino en los estudios Balbersberg en Potsdam, los más grandes de Europa. Ante la incapacidad para encontrar escenarios adecuados para grabar Sonnenallee en 1999, se construyó en ellos el set “Berliner straße” ambientado en el Berlín Este y que después sirvió de escenario durante quince años a decenas de películas, entre ellas Inglourious Basterds de Tarantino.
Yo, Cristina F (1981)
Muchos institutos de la RFA invitaban a sus adolescentes en los años ochenta a leer Los niños de la estación del Zoo para que se hiciesen una idea de su probable destino si se les ocurría empezar a flirtear con las drogas. La historia autobiográfica de Christiane F se convertiría en película en 1981. Christiane comienza su declive con 13 años en la ya extinta Sound DiskothekGenthinerstraße, 26, autopromocionada como la “discoteca más moderna de Europa”). Al son de David Bowie, Christiane F empieza con el tabaco, sigue con el alcohol y acaba prostituyéndose junto con tantos otros yonkis en los bajos de la estación de Zoologischer Garten para poder pagarse los chutes de heroína.
The Possession (1981)
Sin duda, el Berlín de principios de los ochenta en The Possession es el paradigma del mal rollo en esta lista.La omnipresencia claustrofóbica del Muro
es casi tan inquietante como la criatura “cronenbergiana” que se gesta
en el número 87 de Sebastienstraße. Los interiores de todas las
viviendas también aportan un puntito voyeur si sólo has ido a Berlín de
turismo y no lo has visto nunca tan de cerca: estancias espaciosas, ventanas enormes, techos altos, radiadores a prueba de invierno noreuropeo, cocinas ultraequipadas: todo puesto a punto para darle la vuelta al concepto de acogedor y convertirlo en horripilante. Spoiler: es posible que después de ver esta película te plantees si quieres bajar en el U-Bahn de Platz der Luftbrücke o dejarlo mejor para la siguiente estación.
La vida de los otros (2006, ambientada en 1984)
Berlín Este, 1984. La Stasi sigue de cerca a una pareja de intelectuales y la cosa no acaba muy bien. Las escenas de la cárcel de La vida de los otros fueron rodadas en una prisión real, la antigua Prisión Central de la Seguridad del Estado (Stasi) de la República Democrática Alemana, hoy reconvertida en el sitio conmemorativo de Berlin-Hohenschönhausen. Es posible visitar sus instalaciones previa inscripción. Antiguos presos ofrecen con cierta frecuencia visitas guiadas donde narran su experiencia personal con el sistema de persecución política de la RDA.
El cielo sobre Berlín (1987)
Si has visto el clásico de Wim Wenders El cielo sobre Berlín, probablemente no podrás mirar a lo alto de la Columna de la Victoria en el Tiergarten
sin la vaga esperanza de encontrarte un ángel observándote sentado. En
1987 sólo ellos podrían cruzar de un lado al otro de un Berlín dividido
por un muro del que ya sólo quedan algunos restos que han alcanzado la
categoría de símbolo (la célebre East Side Gallery o el museo al aire libre de Bernauerstraße)
y la larga cicatriz de ladrillos rojos que recuerda su trayectoria.
¿Qué pensarían hoy los ángeles Damiel y Cassiel si viesen en lo que se
ha convertido el descampado que era entonces la hoy futurista Potsdamer Platz?
Goodbye, Lenin (2003, ambientada en 1989)
La división Berlín Occidental - Oriental sigue siendo hoy estéticamente evidente: la inmensa y homogénea Karl Marx Allee poco tiene que ver con la Ku´damm. Sin embargo, si la convencida socialista y madre de Alexander (Daniel Brühl) en Goodbye, Lenin! viviese para darse hoy una vuelta por Alexanderplatz, se echaría las manos a la cabeza al comprobar cómo se ha convertido en un icono ejemplar del capitalismo, eso sí, bastante menos lujoso que el que preconizaban las galerías occidentales KaDeWe. No habría patraña que Alex pudiese urdir para disimularlo.
Corre, Lola, corre (1998)
La Lola de Corre, Lola, corre tiene una
misión: llevarle 100,000 marcos a su novio Manni en veinte minutos para
que no le maten. El punto de partido es su apartamento, situado cerca de
la estación de Friedrichstraße. Manni está en Charlottenburg, cerca de la Deutsche Oper.
Antes, tiene que hacer escala en el banco donde trabaja su padre, en la
Isla de los Museos, prácticamente al lado de casa. Sin embargo, en su
camino, pasa por Schlesischer Tor, Oberbaumbrücke en Kreuzberg o la preciosa plaza de Gendarmenmarkt
en Mitte entre otras tantas calles y zonas más o menos turísticas que
no le pillan en absoluto de paso. En definitiva, su recorrido no tiene
ningún sentido geográfico pero, ¿y lo bien y bonito que se ve Berlín de cabo a rabo desde casa y en menos de hora y media?
Sommer vorm Balkon (2005)
Berlín no es Baviera. Berlín es, de hecho, relativamente pobre. La precariedad laboral no es desconocida y, de media, un berlinés gana 10,000 euros menos que un trabajador en Múnich. El ex-alcalde de Berlín Klaus Wowereit sintetizó la descripción definitiva de Berlín: poor but sexy. Las protagonistas de Verano en Berlín hacen frente a esta realidad desde su balcón de Helmholtzplatz (en el barrio de Prenzlauer Berg,
hoy ejemplo por excelencia del proceso de gentrificación) y se oponen
al ideal que los mediterráneos tenemos de Alemania y sus posibilidades
laborales.
Berlin calling (2008)
Berlín tiene muy claro que es la capital del techno. Prueba de ello es
que el DJ Paul Kalkbrenner convirtió los alrededores de la Puerta de
Brandenburgo en una rave descomunal para celebrar el 25 aniversario de la caída del Muro. Kalkbrenner es uno de los más reconocidos exponentes de la cultura de club en la capital alemana y debe su fama en gran parte a haberle dado vida al DJ Ickarus en Berlin calling. Ickarus pincha en el Maria am Ostbahnhof Club que cerró para reabrir sus puertas hace tres años con el nombre de Magdalena.
El protocolo techno sigue totalmente vigente años después de que se
grabara la película: baile espasmódico, individualista y siempre de cara
al dj.
Anna Pavlova lebt in Berlin (2011)
Anna Pavlova vive en Berlín
y rompe su rutina de emborracharse, drogarse y liarla por la calle con
trabajillos esporádicos que le garantizan una siguiente pastilla de
éxtasis. Este documental sigue a una chica rusa de familia pudiente y
alemán perfecto, que pierde el norte en el Berlín donde la música techno
no se acaba nunca. Anna explota con ansiedad el vicio en Friedrichshain y Kreuzberg, en cada club, en cada open air, y si no, se monta la fiesta ella sola en el parque de turno para no tener que enfrentarse al drama existencial que le espera cuando la música se para.
Oh boy(2012)
Oh boy (traducida al inglés como A coffee in Berlin)
es probablemente la película de esta lista que más empatías pueda
generar en los veinteañeros residentes en la capital alemana. No trata
sobre nada y trata sobre todo y es tan agridulce como la experiencia
auténtica de vivir allí. Niko sólo quiere un café y se mueve en blanco y
negro entre Mitte y Prenzlauer Berg tan perdido como Anna Pavlova
aunque bastante más sobrio. Berlín no es el lugar para encontrar
respuesta. Aún así, envidiamos a Niko por su apartamento en el corazón
de Prenzlauer Berg, a la altura del U-Bahn de Eberswalder Straße. Por
cierto, la película lanza un aviso a navegantes incautos: ¿la gente con la pinta más chunga del vagón del S-Bahn? Esos. Esos son los revisores.
Descartes
se casó con Spiderman. Fue la boda del año y tú no estabas invitada. Hubo todo
tipo de viandas, hasta mataron un cochinillo. Lloraste amargamente cuando no te
invitaron, la clase política tiene esas cosas, aquella noche hubo sesión doble
de hidratante.
En la Corte
todos te envidian; la Reina siempre ha deseado tener tu cutis para presumir
delante de su suegra, noche tras noche se masturba para no dejarle nada que
hacer a su marido. Dicen que hasta la misma esperanza iba a desertar de tus filas para no cruzarse en tu
camino. Puedes andar con la cabeza alta, la gente te adora.
El próximo
año van a volver Martes y Trece a TVE. Hoy es miércoles, para ti ya es
demasiado tarde; participarás en las tertulias, justificarás tus actos; y
cuando una señora robe una barra de pan en el supermercado para darle de comer a sus hijos, te
pasará por la cabeza lo pintoresco de la situación, España es así.
Entre nosotros y en estos años lo
que cuenta no es ser un escritor latinoamericano sino ser, por sobre todo, un latinoamericano
escritor.
Julio Cortázar, “Clases de
literatura”
Cortázar lúdico:
Muchos de sus textos invitan al
juego. La novela Rayuela es el caso más emblemático: desde la página inicial el
autor ofrece la posibilidad de seguir una
lectura lineal u otra que se bifurca en un recorrido a los saltos. También allí se presenta el glíglico, lenguaje e
invención del amor. “Final del juego”, “Graffiti”
y “Continuidad de los parques” son otros textos que proponen esta línea en complicidad con el lector, ya sea
desde la trama, la materialidad de la palabra, la construcción de personajes.
Se trata de jugar sin solemnidad pero de
la manera más seria posible.
Cortázar político:
En una de sus clases, Cortázar se
refiere al impacto que su primera visita
a Cuba (1962) produjo en su concepción política del mundo. La intervención en
Nicaragua y su colaboración con la defensa de los derechos humanos, en particular
renunciando los crímenes de la dictadura en la Argentina, lo ubican en un alto
nivel de compromiso. Este posicionamiento puede rastrearse en textos como Reunión
y El libro de Manuel, sobre el que cedió derechos para solventar gastos de
defensa de los presos políticos argentinos.
Cortázar poético:
Lo poético desborda su prosa. Alto
el Perú, Los autonautas de la cosmopista, Salvo el crepúsculo, Último round se
apoyan en el ritmo poético. Prosa del observatorio suma la fotografía y
construye una visión poderosa que va más allá del verso.
Rayuela en su conocidísimo capítulo
7 sintetiza esta propuesta. La música también, fundamentalmente el jazz,
conduce muchos textos como “El perseguidor”, Pameos y Meopas y nuevamente Rayuela.
En todos ellos se cuela una mirada extrañada del mundo que no se atiene a
estructuras sino que las reinventa.
Cortázar cronista de su tiempo:
Él nos ubica en un rol de lectoras y
lectores activos y presentes. Las referencias a las noticias, a los lugares, a
los conflictos, a la libertad de prensa son constantes en su prosa, que da
cuenta de un hombre comprometido con su tiempo, atento observador de la
realidad. Así, Nicaragua tan violentamente dulce y La vuelta al día en ochenta
mundos son testimonios vitales para la sociedad actual.