La lluvia golpeaba los cristales del apartamento con la insistencia de un recuerdo que se niega a morir. Ricardo Varela contemplaba las gotas deslizarse por el vidrio sucio, trazando caminos arbitrarios que se bifurcaban y volvían a encontrarse. Fumaba su tercer cigarrillo de la tarde —o quizá el cuarto, había perdido la cuenta— mientras el humo se enroscaba perezoso hacia el techo manchado de humedad.
Setenta y ocho años. Veintitrés retirado. Y todavía sentía el peso de la placa en el bolsillo interior del abrigo, aunque hacía más de dos décadas que no la llevaba.
El apartamento olía a tabaco frío y a soledad enquistada. Las cajas de archivos se apilaban contra las paredes, eran testigos mudos de una carrera que terminó demasiado pronto, o demasiado tarde, dependiendo de cómo se mirara. Ricardo ya no estaba seguro de nada. La certeza era un lujo que había dejado de permitirse el día que encontraron el cuerpo de Sergio Mena flotando en el Nervión, con los bolsillos llenos de piedras y los ojos abiertos mirando hacia un cielo que ya no podía ver.
El timbre sonó dos veces. Breve, impaciente.
Ricardo aplastó el cigarrillo en el cenicero desbordante y se levantó con la lentitud de quien sabe que nada urgente puede esperarle ya. Su rodilla izquierda protestó por la vieja herida de servicio que los médicos dijeron que mejoraría con el tiempo y que resultó ser una mentira bien intencionada.
Cojeando levemente, cruzó el pasillo estrecho. A través de la mirilla solo distinguió la espalda de alguien que ya se alejaba escaleras abajo. Para cuando giró el picaporte y asomó la cabeza, el hueco de la escalera estaba vacío. Solo quedaba el eco de unos pasos apresurados resonando en los pisos inferiores y el olor acre a fritanga que subía desde el piso de la señora Aguirre.
En el felpudo había un sobre. Manila. Sin remitente. Sin sello. Sin nombre.
Ricardo lo recogió con la precaución instintiva de quien ha visto demasiadas veces lo que puede esconderse en un simple papel. Lo sopesó entre las manos. Ligero. Una sola hoja, quizá dos.
Volvió al interior y cerró la puerta con el pie. El cerrojo giró con un chasquido metálico que sonó demasiado fuerte en el silencio del apartamento.
Se acercó a la ventana, buscando la luz grisácea de la tarde, y rasgó el sobre con el dedo índice. Dentro había una única hoja, escrita a máquina. No, rectificó al examinarla más de cerca. Impresa en ordenador, con una tipografía común. Times New Roman. Doce puntos. Anónima hasta la médula.
El mensaje era corto:
El caso 47 no terminó.
Nada más. Ni firma. Ni explicación. Ni amenaza explícita.
Ricardo leyó las cinco palabras tres veces, pretendía que alguna relectura pudiera revelar un significado distinto. Pero las letras permanecieron tercas en su simpleza.
El caso 47.
Dejó la carta sobre la mesa del salón y se quedó mirándola. Su mente repasaba los casos, rebobinaba años y nombres y rostros. Había trabajado cientos de expedientes en sus treinta y cinco años de servicio. Homicidios, desapariciones, robos, extorsiones. Había conocido lo peor del ser humano en todas sus variantes grises.
Pero el caso 47...
Nada. Un vacío absoluto.
Se acercó a las cajas apiladas contra la pared del fondo. Estaban organizadas por décadas, aunque el sistema de clasificación se había vuelto caótico con los años. Abrió la primera: años ochenta. Fotocopias amarillentas, informes mecanografiados, fotografías en blanco y negro de escenas del crimen que había preferido olvidar.
No había ningún caso 47.
Pasó a la siguiente caja. Años noventa. La década en que todo había empezado a torcerse, aunque entonces no lo supiera. Buscó entre carpetas desgastadas, entre post-its descoloridos y anotaciones marginales escritas con su propia letra de entonces, más firme, más confiada.
Nada.
La tercera caja. La cuarta. La quinta.
El caso 47 no existía.
Ricardo se enderezó, sintiendo cómo la espalda le crujía en protesta. La lluvia había arreciado y ahora tamboriléaba con furia contra los cristales, intentaba decirle algo que él no era capaz de escuchar.
Volvió a la mesa y cogió la carta. La giró, la examinó a contraluz, buscando marcas de agua, imperfecciones, cualquier cosa que pudiera darle una pista sobre su origen. Pero el papel era común, el tipo de resma que podía comprarse en cualquier papelería.
El caso 47 no terminó.
¿Por qué esa numeración? Los expedientes de la comisaría seguían un sistema alfanumérico basado en el año y el orden de apertura. Nunca números simples. Nunca tan... desnudo.
A menos que...
Un pensamiento empezó a abrirse paso en su mente, tímido al principio, luego más insistente. Los casos no oficiales. Las operaciones paralelas. Aquellas investigaciones que se llevaban al margen de los cauces regulares, con órdenes que llegaban desde arriba, desde despachos sin ventanas donde se tomaban decisiones que nunca constaban en actas.
Había participado en algunas. Todos lo habían hecho, en la época en que la línea entre lo legal y lo necesario se difuminaba con demasiada facilidad. Operaciones antiterroristas. Infiltraciones. Seguimientos no autorizados. Cosas que, vistas desde la distancia, desde el otro lado del retiro y de demasiadas noches en vela, le hacían cuestionarse quién había sido realmente el hombre que llevaba esa placa.
Sergio había estado en muchas de esas operaciones con él.
El nombre de su antiguo compañero resonó en su cabeza con la familiaridad de una canción olvidada que de pronto vuelve. Sergio Mena. El hombre que le había enseñado todo lo que sabía sobre investigación policial. El hombre que había muerto en circunstancias que nunca quedaron del todo claras, a pesar del veredicto oficial de suicidio.
Ricardo se acercó al mueble donde guardaba sus cuadernos de notas personales. No los informes oficiales —esos habían quedado en comisaría, archivados o destruidos, daba igual— sino los cuadernos donde anotaba sus propias reflexiones, conexiones, sospechas que no entraban en los cauces oficiales.
Había doce cuadernos, de tapa negra, de espiral metálica. Los había numerado él mismo, con rotulador blanco. Cogió el último, el que correspondía a sus últimos años de servicio, y empezó a hojearlo.
Su propia letra le devolvía la mirada desde las páginas, apresurada a veces, meticulosa otras. Nombres tachados. Flechas que conectaban fechas. Dibujos esquemáticos de escenas del crimen. Y entre todo ello en la última página, escondido en una esquina inferior derecha, un número escrito con lápiz, casi imperceptible:
47
Ricardo sintió que el suelo se movía ligeramente bajo sus pies. Acercó el cuaderno a la luz. El número estaba ahí, sin duda, pero no recordaba haberlo escrito. No recordaba qué significaba. A su alrededor, en la misma página, había notas sobre otros casos, otros nombres, pero ese número flotaba aislado, sin conexión aparente con nada.
¿Cómo era posible que hubiera olvidado algo así?
Dejó el cuaderno sobre la mesa, junto a la carta anónima, y ambos papeles se miraron en silencio, guardando secretos que él mismo había enterrado sin saberlo.
La noche había caído sin que Ricardo se diera cuenta. Las farolas de la calle proyectaban un resplandor anaranjado sobre el suelo del apartamento, creando sombras alargadas que se retorcían en las paredes. Encendió la lámpara de pie y se sirvió un whisky. Solo dos dedos. O tres. Ya qué más daba.
Se hundió en el sillón de orejas que había sido de su padre y cerró los ojos.
Y entonces llegó el recuerdo.
No. No era exactamente un recuerdo. Era más bien un fragmento, una esquirla de algo más grande que se había roto hace mucho tiempo. Una voz. La voz de Sergio, inconfundible, con ese deje áspero de fumador empedernido.
«No abras ese archivo, Ricardo. Por lo que más quieras, no lo abras.»
¿Cuándo había dicho eso? ¿Dónde? Ricardo forzó la memoria, intentando atrapar el contexto, pero era como intentar sujetar agua con las manos. La voz estaba ahí, clara y nítida, pero todo lo demás se desvanecía en una bruma densa.
Abrió los ojos de golpe, con el corazón latiéndole más rápido de lo que debería. El whisky temblaba en su mano.
La lámpara parpadeó una vez, dos veces, y luego se estabilizó.
En el silencio del apartamento, solo se oía la lluvia y, muy a lo lejos, el ulular de una sirena perdiéndose en la noche.
Ricardo miró la carta sobre la mesa. Luego el cuaderno con ese número inexplicable. Y supo, con la certeza que solo da la experiencia de toda una vida persiguiendo verdades a medias, que algo muy malo había sucedido hace mucho tiempo.
Algo que alguien se había encargado de hacer desaparecer.
Algo que ahora, por alguna razón, quería volver.
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