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lunes, 17 de noviembre de 2025

La casa y la anfitriona. De "El laberinto de los afectos". Gratis el 18 de noviembre.


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La carretera terminaba donde empezaba el acantilado, Clara Vidal supo desde el primer momento que aquel era un lugar diseñado para contener secretos. Villa Bruma se alzaba contra el cielo plomizo del Cantábrico: tres plantas de piedra oscura, ventanales con marcos de madera pintada de blanco y un jardín salvaje que descendía en terrazas hasta los riscos. Al fondo, el mar. Siempre el mar, respirando con una paciencia antigua. La niebla llegó antes que Clara. No era una niebla normal: parecía tener dirección, avanzaba hacia ella con una voluntad propia. Cuando el coche tomó el último recodo y Villa Bruma emergió recortada contra el cielo, la casa no apareció, sino que se reveló, lentamente, la construcción había estado allí desde antes de cualquier mapa, más allá de cualquier recuerdo. Detuvo el motor. El silencio fue tan súbito que dolía en los oídos. No había coches. Ni luces. Ni el menor indicio de vida. Solo la sensación —absurda, insistente— de que la casa había estado esperándola. Cinco horas desde Madrid, cinco horas huyendo de su propia sombra. Y ahora, frente a aquella inmovilidad pétrea, Clara sintió que el tiempo no avanzaba, sino que se curvaba sobre sí mismo. Sacudió la cabeza. Profesional. Era una profesional. Siete días, cinco pacientes, un trabajo. Pero al abrir la puerta del coche, el viento la golpeó con un olor húmedo y denso, a mar, a madera vieja, a tierra removida. El estómago se le contrajo: era un olor que no recordaba… pero le resultaba insoportablemente familiar. La puerta principal se alzaba al final del sendero, oscura y cerrada, con una aldaba en forma de mano que parecía esperar la suya. Antes de llamar, la puerta se abrió sola. La mujer que apareció en el umbral tenía el cabello blanco y unos ojos azulados. —Doctora Vidal —dijo, sin sorpresa. Clara tragó saliva. —Sí. Soy Clara. —Le tendió la mano—. ¿Señora Losada? —Inés, por favor. —El apretón fue breve, seco—. Bienvenida a Villa Bruma. Entre antes de que la niebla cambie de idea. Dentro, el aire tenía otro peso. El vestíbulo olía a cera, a leña, a polvo contenido. Las paredes desnudas devolvían un eco leve, casi un suspiro. Un espejo ovalado reflejaba la escena con un leve retraso: cuando Clara movió la cabeza, su reflejo pareció tardar una fracción de segundo en imitarla. —Algunos dicen que las casas viejas tienen memoria —comentó Inés mientras echaba el pestillo—. Pero no todos entienden lo que eso significa. Clara sonrió, sin saber por qué la frase le había provocado un escalofrío. —¿Los demás huéspedes han llegado? —Mañana. Usted quiso venir antes. A veces es bueno llegar antes que los demás. Otras… no tanto. —Inés inició la subida por la escalera—. Venga, le enseñaré su habitación. Subieron por la escalera en silencio. El sonido de los peldaños era irregular: cada crujido parecía una respiración. En el rellano, un ventanal dejaba ver el jardín sumergido en la niebla. Entre las sombras verdes se intuía una forma circular: el laberinto. Clara lo observó un instante. —¿Vive usted aquí sola? —preguntó, solo por llenar el silencio. —Sola no —respondió Inés sin volverse—. Con la casa. Clara frunció el ceño. La habitación era luminosa, casi en exceso. Todo parecía ordenado, sin rastro humano reciente. En el escritorio había una llave de hierro y un jarrón con ramas de brezo. —No se adentre demasiado en el laberinto cuando oscurezca —dijo Inés antes de irse—. Hay caminos que no saben volver. Clara rio suavemente, aunque algo en la voz de la mujer la había dejado sin aire. Cuando la puerta se cerró, el silencio se estiró hasta hacerse tangible. Clara se quedó sola en la habitación, con la maleta aún en la mano y una sensación extraña anidándose en algún lugar entre el estómago y el pecho. Se acercó a la ventana. El jardín se extendía abajo, con setos recortados formando pasillos y encrucijadas. Al fondo, la línea del acantilado y el vacío del mar. El resto del día transcurrió envuelto en una extraña atemporalidad. Los objetos tenían algo de escenario detenido. Había venido aquí para dirigir un retiro terapéutico, nada más. Repasó los perfiles de los participantes. Cinco personas. Cinco historias de amor roto. Sofía Martín, 32 años. Escritora. Relaciones dependientes. Miedo al abandono. Busca validación constante. Adrián Vega, 40 años. Médico internista. Viudo reciente. Culpa. Incapacidad para seguir adelante. Teresa López, 60 años. Profesora jubilada. Matrimonio vacío. Deseo reprimido. Busca «sentir algo otra vez». Leo Ferrer, 28 años. Escultor. Narcisismo. Relaciones superficiales. Dice que viene «a estudiar las emociones ajenas». Nuria Gómez, 45 años. Empresaria. Escepticismo. Coraza emocional. Acude «obligada» por su expareja. Clara escribió unas notas para la sesión inaugural, pero las palabras no fluían como de costumbre. La casa parecía imponerse sobre su concentración, llenando los silencios con su propia presencia. Al cabo de un rato cerró el cuaderno y decidió explorar.


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