EL REVERSO
André Hardellet
Periódicamente,
ocurre en la Historia un acontecimiento que provoca tal estupor entre sus
testigos que éstos prefieren olvidarlo. Incluso la policía. En los
archivos subsiste todavía una relación de ellos, pero tan atenuada, tan
hábilmente disociada de su contexto, que se pasaría junto a ella sin sospechar
nada. Por otra parte, ¿quién hojearía esas insondables minas de polvo cuya
llave, en el sentido más material de la palabra, está en manos de un
funcionario?
Hurtebise se
calló, tal como le habían aconsejado; si una veleidad de desobediencia
le hubiese rozado, la evidente inutilidad de toda revelación le hubiera
impuesto silencio. He aquí los hechos.
El 18 de junio
de 1971, la 4a Brigada recibió una llamada telefónica de un tal
André Hurtebise (el cual dio inmediatamente su nombre y su dirección).
"Vengan en seguida. Hay un hombre muerto en mi casa" El comisario
Viard y uno de sus inspectores se dirigieron a la dirección indicada. En el
vestíbulo del apartamento había un cadáver; su posición parecía natural: la de
un hombre fallecido repentinamente; no se veía ningún rastro de lucha.
Viard conocía
su oficio; dejando que el inspector se ocupara de Hurtebise, examinó
minuciosamente el cadáver, sin tocarlo: un hombre de veintiocho a treinta años,
robusto, con una cicatriz sobre el arco ciliar izquierdo. Terminado su examen,
entró en el estudio donde el inspector procedía al interrogatorio del
testigo... o del presunto asesino. Inmediatamente, quedó impresionado por el
parecido —"inimitable", dijo el propio Viard en su informe— existente
entre el muerto y Hurtebise. Observó el arco ciliar izquierdo de este último:
presentaba la misma cicatriz. "Es su hermano —dijo Viard—. Su hermano
gemelo". "No tengo ningún hermano". Hurtebise, lívido, tenía un
vaso de coñac en la mano. "Lo comprobaremos", dijo Viard.
Lo comprobaron,
en efecto. El registro civil y los testimonios recogidos probaron que André
George Hurtebise, nacido el 13 de febrero de 1943 en Montreuil, Seine, era hijo
único. Soltero, "lector" en una editorial, llevaba una existencia
tranquila que excluía, a priori, la verosimilitud de un crimen. El médico
forense llegó a la conclusión de que la muerte se había producido a
consecuencia de un fallo cardíaco, sin que se hubiera ejercido violencia sobre
el difunto.
Dos
interesantes detalles de la encuesta: en primer lugar, el documento de
identidad, auténtico —fue sometido a las comprobaciones más severas—,
encontrado sobre el difunto demostró que el desconocido se llamaba también André
George Hurtebise, nacido el 13 de febrero de 1943 en Montreuil, en la misma
fecha y en el mismo lugar que su sosias. Además, las huellas dactilares
comparadas del muerto y del vivo se revelaron idénticas.
Ocho meses más
tarde, Viard solicitó la excedencia. Entretanto, Hurtebise había sido convocado
por un alto funcionario que le aconsejó, en términos desprovistos de
toda ambigüedad, que olvidara aquel asunto; Hurtebise, que acababa de finalizar
un tratamiento contra la depresión nerviosa, prometió todo lo que quisieron.
Su declaración
no aclara gran cosa. El 18 de junio, alrededor de las nueve de la noche, oyó
girar una llave en la cerradura de la puerta de su apartamento; en aquel
momento se encontraba en su estudio, leyendo un manuscrito. Asustado, se precipitó
hacia la puerta y se encontró, según su propia expresión, enfrente de si
mismo. "Fue —dijo— como si un espejo invisible se hubiera erguido
súbitamente en el pasillo para reflejar mis rasgos." Los dos gritos de
terror, el suyo y el del intruso, brotaron al mismo tiempo. Luego
transcurrieron unos segundos de un silencio aplastante. Hurtebise estaba
apoyado en la pared del vestíbulo, el desconocido inmóvil delante de la puerta
entreabierta. El ruido del ascensor sobrepasando el rellano se dejó oír; el desconocido
se llevó la mano al pecho y se desplomó. Cuando Hurtebise recobró su sangre
fría, sólo pudo comprobar la muerte de aquel visitante increíblemente real e
increíblemente imposible. Entonces llamó a la 4a Brigada.
Llegado a este
punto del relato, me veo obligado a pasar de la tercera a la primera persona,
según la terminología gramatical. El YO se impone por motivos que aparecerán
claramente más adelante. Yo soy Hurtebise, el Hurtebise n.° 2, el vivo, el que
firmó la declaración: dije la verdad a la policía, pero no toda la verdad.
¿Cómo hubiera podido hacerlo sin hacerme candidato a la camisa de fuerza?
¿Quién hubiera concedido el menor crédito a toda la verdad?
Han
transcurrido cinco años, y actualmente vivo en México, entre la hez de la
sociedad, y no tengo nada que temer: la decadencia inmuniza. Escuchad, si sois
aficionados a las historias en desacuerdo con todos los cánones de la lógica.
En el preciso
instante en que el otro Hurtebise murió, se confundió conmigo.
Confundido, identificado del modo más indudable. Sus recuerdos se convirtieron
en los míos, y, si es verdad que la conciencia reposa sobre la permanencia de
la memoria, puede decirse que nuestra conciencia común hizo de nosotros un solo
individuo. Una parte de mi pasado, hasta entonces cubierto de sombra, se reveló
de pronto a plena luz. Reflexionad un momento, antes de condenarme con un
encogimiento de hombros: si dos hombres ofrecen un parecido tan perfecto
—incluso en sus huellas dactilares—, ¿por qué no pueden poseer también unos
recuerdos en común? Admitid eso... y veréis cómo los fenómenos que estudia la
parapsicología pierden su escandalosa incongruencia en nuestro mundo razonable.
Pero, me estoy alejando de mi relato; no pretendo resolver el problema de los
dos Hurtebise simultáneos: más humildemente, sugiero una hipótesis. Y si
se os ocurre algo mejor, hacédmelo saber, por favor.
¿Os preguntáis
en qué piensa un astronauta en su satélite? En nada que no sea terrenamente
vulgar. Aunque se sepa enormemente distanciado de nuestro globo, vive siempre
sobre él. He interrogado a varios colegas y hemos estado de acuerdo: el sueldo,
la tensión arterial, la esposa y los hijos, un cocker que empieza a
hacerse viejo, la solución de un problema de ajedrez o de un campeonato de
fútbol, una chica inaccesible, con su brillante impermeable, entrevista un día
de lluvia a través del cristal de la ventanilla de un coche. No nos
consideramos pioneros de una nueva civilización; cada mes, cada año, vamos un
poco —o un mucho— más lejos, pero la distancia que nos ata a nuestras
costumbres no varía. El universo puede ser rectilíneo o curvo, poseer tres,
cuatro o setenta y nueve dimensiones: a nosotros nos tiene sin cuidado, pues,
¿qué significan unos vocablos tales como dimensión, duración, en un
mundo donde la estabilidad de las medidas es puesta en entredicho sin cesar?
Los titulares del premio Nobel pasan de moda casi tan de prisa como las vedettes
de la T.V.; una canción antigua, oída cuando el día se presta a ello, me
sume en una emoción inalterable.
Pensaba en el
instante en que, terminado mi vuelo, pondría mi llave en la cerradura y
entraría en mi casa. Simple preludio antes de mi dosis de narké.
El narké no
está clasificado aún entre los estupefacientes y, a decir verdad, no merece
estarlo: no crea hábito, no produce ninguna decadencia física o intelectual. Al
contrario. Infunde nuevas fuerzas, porque un deseo colmado es un sorbo de agua
bebida en la fuente de la eterna juventud. Contempláis la imagen mientras
fumáis el narké y, súbitamente, entráis en ella. Diríase que sólo os
esperaban a vosotros para empezar la fiesta. Lo que sucede al abrigo de
aquellas puertas inmateriales, cuando se ha entrevisto una sola vez, nos impide
aceptar las mezquinas leyes "razonables". Todo lo que uno imagina
toma forma, adquiere su verdad y se desarrolla de acuerdo con los deseos de
uno. Aunque se desee volver atrás, la escena se proyecta de nuevo delante
de uno, tantas veces como quiera, como si el Tiempo se dignara cerrar los ojos.
La planta se
cultiva en México, y Gertie Moran, enfermera de la clínica más lujosa de
Auteuil, me proporciona la droga. Una dosis es muy cara, y casi todo mi sueldo
lo invierto en ella; aparte de eso, vivo modestamente.
Dentro de
algunos años me declararán inútil para el servicio; asumiré poco a poco el
aspecto de esos viejecitos sentados al sol que rumian su pasado. Algunos de
ellos lo pasan mal; yo moriré pronto a causa de mi propia insuficiencia cuando
no disponga de los medios para adquirir el narké.
He pasado una
larga serie de exámenes y he ascendido paulatinamente los peldaños de la escala
profesional. Pertenezco actualmente a la clase I, la élite. Nuestro sueldo
(puesto que formamos parte de la Astronáutica militar) es sumamente elevado y
por ello he escogido esta profesión: a causa del narké. Al lado de la cuota
física y técnica, hay la cuota "moral": ciego, sordo y mudo, como el
famoso sabio oriental. Desde ese punto de vista, supongo que mis superiores se
han encontrado pocas veces ante una encarnación semejante de la buena voluntad.
He visto pilotos mucho más dotados que yo, técnica o físicamente, eliminados
por simples preguntas formuladas imprudentemente o por una negligencia mínima
en las consignas. Antes de cada vuelo, nos entregan unos aparatos
registradores, sellados, que tenemos que devolver intactos al aterrizar.
Ignoro, y no me preocupa saberlo, lo que pueden revelar a unos equipos de
investigadores que trabajan en un laboratorio detrás de una imponente red de
protección. En ese terreno, la competencia es muy grande entre naciones enemigas
o amigas.
Sé lo que tengo
que hacer si una determinada luz azul se enciende encima de mi
"clarke", y si, no habiendo recibido ningún mensaje, aquella luz
cambia al rojo. Sencillo. Lo que seguirá ya no afecta: no lo habré deseado, ni
concebido.
La "cabeza"
del C.I.A. (Centro de Investigaciones Astronáuticas) está sin duda al corriente
de mis relaciones con Gerie y de mi uso del narké. Me dejan en paz por una especie de contrato
tácito: mientras seas prudente cerraremos los ojos. Y yo pienso ser prudente
durante mucho tiempo...
Estamos a 18 de
junio, y son las 16 horas. Pero, ¿qué pueden significar las dieciséis horas, o
no importa qué hora, en el lugar donde me encuentro? ¿Quién me indicará
la hora absoluta? Todo va bien; otra hora de vuelo, e iniciaré las maniobras de
descenso. La última vez, Gertie me advirtió que las entregas iban a hacerse más
raras y que había que esperar una subida de los precios; pero, por otra parte,
el mes próximo van a ser mejoradas nuestras primas de vuelo: una cosa compensará
la otra.
De repente, mi
"clarke" empieza a divagar. Aunque lo deseara, me sería imposible
facilitar la menor información sobre ese aparato, muy complicado. Para
nosotros, se reduce a la figuración elemental de una brújula, cuya saeta debe
ser mantenida en la posición correcta. A grandes rasgos, una parte del pilotaje
consiste en corregir las posibles desviaciones de la saeta.
No se trataba
de desviación, sino de un verdadero enloquecimiento. Puse en marcha el
dispositivo previsto para casos semejantes y luego hice una llamada al Centro.
Sin resultado. El "clarke" continuó conduciéndose de un modo
demencial; otras dos llamadas al Centro resultaron igualmente inútiles.
Metódica y
tranquilamente, inicié la serie de operaciones conocidas por al nombre de
"directrices de seguridad"; las agoté una a una, y la loca saeta no
cedió.
Nuestros
satélites poseen una especie de visores móviles que permiten observar la
Tierra; una esfera gris-azulada, una bola cubierta de líquenes. Pegué mi ojo al
visor, y comprobé que la dejaba detrás de mí, a la izquierda; asistí al
empequeñecimiento progresivo y a la desaparición de la esfera azulada. Nuestras
reservas de oxígeno permiten sobrevivir cuatro días; llevamos también unas
ampollas de cianuro: todo ha sido previsto, lo mismo un accidente que un
aterrizaje forzoso, en tiempo de guerra-relámpago, sobre un territorio enemigo.
No sabéis lo
que es el miedo, y hasta aquel momento tampoco yo lo sabía. Cuando el destino
se ocupa seriamente de uno se envejece con mucha rapidez; yo envejecí mucho en
el espacio de unas horas, lo cual bastaría para explicar por qué Larrhéguy me
encontró cambiado. Volví a ver mi existencia pasada, no total, como el
hombre que se ahoga, sino por secuencias montadas de un modo absurdo, y me
pregunté: ¿dónde se encuentra, pues, el original entero de la película
registrada por nuestra memoria? Como si pretender circunscribirla en un punto
del espacio no constituyera una estupidez. Vi de nuevo la muerte de mi padre y
la muerte de un ratón en un granero, el patio de una escuela cuando yo tenía
cuatro años, una estación de la frontera belga, una avenida bordeada de trébol
encarnado, la boda de Jannick, en el Chalet del Iles... y otras muchas cosas,
llenas ahora de un prestigio que en el momento de producirse no les había
reconocido. El ser más miserable, el enfermo que se ahoga; por la noche, en su
habitación del hotel, sienten subsistir al menos la sombra de un lazo entre
ellos y sus semejantes; yo era el solitario absoluto, condenado a sí mismo.
Cuatro días para caer en un abismo sin fondo, con una ampolla de cianuro por
todo viático.
Pasé así dos o
tres horas en un estado de embrutecimiento, lanzado hacia cualquier nada,
prisionero de mi ínfima eternidad de proyectil perdido.
En el instante
en que mis ojos se posaron por azar en el "clarke" y vi que la saeta
había vuelto a su posición normal, me negué a creer en mi buena suerte. Tuve
que reunir toda mi voluntad para atreverme a mirar a través del visor; sí, la
bola gris-azulada aparecía de nuevo, aumentando de volumen. Por puro reflejo
profesional, realicé ciertos gestos...
Cuando salí de
la carlinga, fui incapaz de pronunciar una palabra. Reconocí a Laveille, a
Kalley, a Lulu-Bain-d'Huile, oí: "Retraso... ¿Dónde diablos se ha
metido...?" Di algunos pasos y experimenté un intenso dolor, una brutal
contracción detrás del esternón; tuve que pararme. "¿Un golpe?", me
preguntó Kalley; asentí con la cabeza. Alguien me sostuvo. Conseguí articular:
"Whisky..." Y Lulu me tendió su frasco, que casi vacié. A
continuación, la cosa fue mejor.
Hay una norma
entre nosotros: en cuanto aterrizamos, rendimos cuentas del vuelo. Más o menos
titubeante, me dirigí al despacho del "patrón", Larrhéguy. Gracias al
alcohol, encontré un poco de lucidez y de seguridad, mezclada con una extraña
sensación de desconfianza hacia lo que me rodeaba. Hubiera sido incapaz de
concretar lo que había aquí o allá, y atribuí aquella dificultad a mi shock emotivo.
Larrhéguy me
acogió con su cordialidad habitual:
—¡Hola,
Cascavientos! —Era mi apodo en la D.R.A.—. Ha llegado usted con retraso, ¿eh?
¿Por qué no ha enviado ningún mensaje?
—Pero, si le he
dirigido varios...
Me miró en
silencio y luego dijo:
—¿Qué es lo que
pasa, viejo? Le encuentro cambiado.
Estuve a punto
de replicar: "También usted parece haber cambiado", pero me contuve.
Me limité a informar acerca de mi vuelo. Mientras hablaba, vi que el rostro de
Larrhéguy trocaba su expresión de duda en otra de júbilo.
—Bueno,
Cascavientos, eso nos dará unos hermosos registros, ¿eh?
En nuestra
profesión la gente no suele enternecerse.
Tomé una ducha,
me cambié de ropa y subí a mi automóvil; faltaban tres cuartos de hora para que
el narké me abriera sus puertas. Sin embargo, aquella perspectiva no me
producía la alegría esperada; estaba fatigado y preocupado. La impresión de una
sutil metamorfosis operada durante mi ausencia me perseguía a través de las
calles que recorría para regresar a mi casa y que me eran familiares desde
hacía mucho tiempo; ora se me aparecían como antes, ora semejaban haber
experimentado una transformación, cuya naturaleza me resultaba imposible
definir.
Cuando
introduje mi llave en la cerradura, nada me advirtió. La luz del recibidor
estaba encendida y mi sosias se encontraba delante de mí,
apoyado en la pared: un André Hurtebise clandestino, inconfesable, flagrante.
Proferí un grito de terror; y el dolor que había sentido poco después de mi
aterrizaje comprimió mi pecho como un torno detrás del esternón. Aumentó con
una rapidez atroz; hubiérase dicho que un polvo gris cubría todos los objetos,
los cuales perdían no sólo su colorido, sino también su significado. Mis
piernas se doblaron, y comprendí que me encontraba en trance de muerte. Aquello
me asombró por su extrema facilidad, el dolor atenuándose a medida que yo
perdía la noción del tiempo, que mi conciencia se velaba, se encogía. En el
preciso instante en que morí, pasé a la piel de mi doble. Y no sólo a su piel:
a su ser más íntimo, más semejante al mío, lo que me transformó fue aquella
especie de evidencia recobrada, como la del mundo exterior que, al despertar,
cubre y aniquila el mundo de los sueños.
Y he aquí mi
secreto, que no se cotiza en la Bolsa de los valores espirituales; no daríais
cinco céntimos por él, y yo os lo entrego por nada: morir es siempre
despertarse en otro sí mismo. Tomadlo como queráis, pero nunca os libraréis
de la existencia: monarca, tonto de pueblo, perro, "motivo en la
alfombra"..., nunca dejaréis de ser. Sólo que lo ignoráis, como lo
ignoraba yo hasta aquel momento. Tal vez algunos han presentido eso de un modo
confuso, se han olvidado de olvidar durante algunos segundos; entonces,
el inefable y milagroso recuerdo de un extraño ha atravesado su conciencia,
para borrarse luego tal como había venido: sin motivo aparente. Yo soy la
excepción —¿el maldito, ¿el elegido?—, el que recuerda. He nacido, raro
privilegio, a los veintinueve años y cuatro meses...
Cinco años me
han permitido reflexionar. Mi secreto, si hay algún secreto, no explica a los
dos Hurtebise simultáneos y vivos. Por lo tanto...
La noción de universos
paralelos es algo que en nuestros días no asombra a nadie. Pero, ¿quién ha
pensado en unas tierras gemelas? No afirmo que existan, pero no
concibo otra solución para salir del laberinto que encerraba a los dos
Hurtebise. Dos gemelos no son unos ejemplares idénticos de un ser humano (del
mismo modo que mi nueva Tierra no podría identificarse exactamente con la
antigua); sin embargo, a veces se ha observado que, si uno de ellos sufre un
daño, el otro experimenta sus efectos, a pesar de que no les une ningún lazo
material. Si fuera hasta el límite de mi pensamiento, de mi convicción, diría: todos
nosotros somos gemelos.
He aquí, en mi
opinión, lo que debió producirse. A causa de un accidente cualquiera, mi
satélite se desvió de su órbita y "perdí" la Tierra de la cual había
salido. Mi "clarke" no se equivocó, durante varias horas derivé en un
vertiginoso espacio desierto; luego, por azar, mi nave se acercó a la Tierra
gemela (llamémosla, para simplificar, la Tierra n.° 2), tan semejante a la otra
por su naturaleza que la saeta volvió a colocarse en la posición correcta. Sólo
tuve que iniciar mi descenso, pero el suelo en el cual puse pie era un suelo
extranjero. Una Tierra donde otro Larrhéguy me encontró cambiado, donde
yo mismo observé la indefinible alteración impuesta a los seres y a las cosas
que me rodeaban. Una Tierra que contenía un Hurtebise de más, lo que
planteaba el más extraordinario enigma que haya tenido que resolver un cerebro
humano. Después de aquellas horas de una terrible tensión nerviosa, mi choque enfrente
de mí mismo justifica un accidente cardíaco mortal.
¿Hay dos
Tierras gemelas, o existen en número indefinido, como los reflejos de un objeto
situado entre dos espejos? La comparación no es exacta: los reflejos disminuyen
de un plano a otro, hasta el fondo final de los espejos, pero no se contradicen
nunca; aquí se observan a veces leves defectos, unos "fallos"
sensibles para mí que dispongo de un elemento de comparación. Vivo y envejezco
en compañía de un demonio al cual nadie exorcizará, detentador de un secreto
que me está prohibido transmitir.
Cuando no
retrocedo ante las consecuencias de mi hipótesis, tengo que llegar a la
conclusión de que no he sido dado por desaparecido en la Tierra n.° 1. Un
astronauta, parecido a mí hasta el punto de confundir a la gente, ha salido de
aquí para reemplazarme en mi Tierra de origen. Ha observado en ella mínimas
diferencias, como yo; se ha encontrado de repente ante un duplicado de sí
mismo, vivo; ha muerto, y su conciencia se ha identificado con la de su sosias.
Y si no hay dos, sino innumerables tierras gemelas, las mismas escenas se han
repetido innumerables veces.
Alguien, cuyo
nombre he olvidado, escribió una historia que antaño leí, intitulada En el
Dédalo o A través del Laberinto (la memoria me falla más de la
cuenta). ¿Acaso había adivinado? Un soldado, que lleva una cajita conteniendo
un mensaje, vaga por una ciudad cuyas calles, sea cual sea su orientación,
desembocan en el mismo lugar ya recorrido; se desplaza, por así decirlo,
en un presente perpetuo; no recuerdo lo que encerraba el mensaje, probablemente
algo sin importancia. La nieve cubría la ciudad, un chiquillo abrigado surgía
una y otra vez, inmutable, fatídico...
Volví a
encontrar la clínica para millonarios, de Auteuil, pero, a pesar de toda mi
tenacidad —he aquí un fallo— no pude descubrir el rastro de una
enfermera llamada Gertie Moran y nadie, aquí, ha oído hablar del narké. ¡Y sabe
Dios el dinero que he gastado y los riesgos que he corrido en el mundo de los
toxicómanos!
De modo que,
como ya he dicho, me expatrié a México, porque la droga procedía de allí.
Entendámonos: un pretendido México, donde unos indios preparan quizás un ersatz
de narké. Una noche, en Las Vegas, gané 17.000 dólares a los dados: todo se
fundió, con el dinero que me había llevado de Francia. Unos charlatanes me
prometieron el oro y el moro para, finalmente, ofrecerme peyotl o heroína,
todas esas porquerías que siempre me he librado de tomar. Incluso organicé una
expedición a través de los territorios indios, donde unos brujos conservan aún
celosamente tradiciones y prácticas misteriosas; lo único que conseguí fue
perder lo poco que me quedaba.
Ahora he
perdido la esperanza definitivamente. Y por ello he decidido escribir este
relato, del mismo modo que se coloca un mensaje en el interior de una botella y
se echa al mar. ¿Quién va a creerme, suponiendo que este mensaje alcance a
alguien? Me tratarán de loco, dirán que el uso del narké, que lo hace todo
real, me ha hecho confundir una ficción con la realidad...
Los
acontecimientos que se desarrollan en esas Tierras gemelas, ¿son simultáneos, o
se retrasan unos en relación con los otros? Pensándolo bien, me digo a mí mismo
si semejante pregunta tiene sentido. Para el que ha vivido una experiencia como
la mía, las nociones de pasado, presente y futuro aparecen como vanas
ilusiones.
Mientras
escribo estas últimas líneas, continúo en mi satélite, temblando de miedo ante
la loca saeta del "clarke", o bien penetro en la paradisíaca morada
creada por Bresdin. Agonizo de sed en un bosque del Amazonas; soy una de las
abejas de la colmena, y otra de esas abejas; le hago el amor a una muchacha de
una belleza casi insoportable; me pudro en un calabozo por un delito que ni mis
jueces ni yo recordamos. Soy un borracho entre la hirviente multitud de una
ciudad que aún no ha sido bautizada. Soy un espadachín que afila su daga, la
noche de San Bartolomé, y, al mismo tiempo, su víctima agazapada detrás
de la puerta que los degolladores van a derribar. Soy una roca, en una galaxia
desconocida, bajo un sol de fuego, y me pienso roca en un interminable
ocio mineral. Pero, ¿quién, qué es lo que no soy, a pesar mío?
Y un día,
quizás, encontraré a una Gertie Moran que me preguntará:
—¿Dónde se
había metido usted? Hacía siglos que no le veía...
FIN
Publicado en: Antología de novelas de
anticipación 8.
Ediciones Acervo, 1969.
Edición digital: Sadrac.
No hay comentarios:
Publicar un comentario