No necesito –para mis trascendencias– recurrir a los 3 ídolos paganos que adoraba
Jimy Hendrix, aunque lo puedo hacer, de vez en cuando, por curiosidad o por placer.
Música, drogas y mujeres son la triada de maestros que enseñaron a la
generación psicodélica más auténtica e interesante. Las lecciones aprendidas de
ellos son básicas: la música alta, las drogas que sean las duras –para los
expertos las más débiles– y las mujeres que tengan algo de zorrunas o salidas
de madre. Jimy también gozaba con la triple combinación; al volver a recordarlo, olvido todo y oigo mentalmente la introducción de uno de sus discos “…and the good
made love”.
Parece mentira que, con lo bien que punteaba, tuviera que tomarse
demasiado en serio su papel. El pobre no pudo pasar por esta ciudad, pues
nunca tocó en esta capital de provincias. Si lo hiciera, oiría su propia
música, sólo de esta forma,
recapacitaría el lema de vivir rápido y hacer un cadáver bonito.
Que Hendrix no pasara por aquí es normal. Ésta ciudad
es un pueblo donde no crecen las malas hierbas y el único vicio se reduce a un escupitajo al
perro del vecino. Ésa es la causa de que esté fuera de sitio, rechazado de esa
gran orgía en la cual él participó para comunicarse con un nuevo Dios, aunque para esto fuera
necesario el previo paso por la eucaristía del semen y el exceso.
Soy tu cuerpo
de Cristo, amen. No soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya
bastaría para sanarme. Bienaventurados los pobres de espíritu porque ellos
verán a Dios. Definitivamente empiezo a enrollarme, con la consecuencia de que
los duendes empiezan a no comprender ni media palabra entre tanta confusión de
religión, sexo y buenas maneras. Todo ello trata de convencerme para que no
salga a la calle, pero por extrañas razones sigo avanzando hacia mi
destino.
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