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lunes, 30 de mayo de 2022

Extracto 5 de "Paranoia" por Juan Carlos Pazos

 

Pese a mi lucha, no tengo consuelo, no ignoro que la maravilla esotérica retornará de la misma forma que el viaje del mundo. Resulta esta una disyuntiva herética que mi ateísmo no asume. Quizás porque mi idioma se descalabra ante tantas piruetas (o tal vez piruletas) de la seguridad Nigromante.


Surge ahora la temida pregunta de saber qué hacer. La única respuesta sensata sugiere cambiar de psiquiatra, deshecho con rapidez tan tremenda osadía; opto por no tomar dicha opción debido a que el muy caradura tiene sus buenos momentos, además me agradan sus revistas y la decoración que profesa.


Hablando de adornos decorativos, cualquiera le dice a Lucía que quite los cuadros sagrados que pueblan nuestro piso, por otra parte (y en relación con el psiquiatra, también conmigo) no sé si se puede profesar una estética, aunque mi fe en el ateísmo lleno de colorines obliga a creer que sí.


Para salir de mi estado, en vez de mi amigo del diván, tendría que probar a cambiar los hábitos y lecturas. Así, estaría obligado a olvidar a Poe, para no buscar más barcos fantasmas surgidos de una nebulosa alcohólica.


También debería encerrar a Lovecraft con sus monstruos protoplasmáticos, qué mejor lugar para ellos que dentro de un saco de patatas en la buhardilla de nuestro edificio.


Lo mismo debería hacer con el perplejo Stocker, no vaya a ser que empiece a vampirizar cortesanas desmesuradas que un día dan su sangre y otro quitan la poca vida que te queda.


En el lugar de los clásicos, podría suscribirme a una colección de novelas románticas. También podría devorar libros de marketing y de autoayuda; por otro lado, y según mis informadores, ambos son dos tipos de estafa con una misma temática, esta consiste en cualquier tontería que provoque que los lectores se engañen con falsas esperanzas.


Si hubiera tenido lo que hay que tener y fuera como Lucía, habría escapado de la animalidad rastrera, también podría haber buscado el gran mejunje con su cargamento de felicidad, aunque esa fuga y búsqueda carezcan ahora de sentido.


 Tampoco parece muy sensato que mi esposa saliera del baño igual que un acólito de una peña de apuestas deportivas ilegales, surgió dispuesta a la pelea sin reglas. A pesar de sus íntimas plegarias, no me va a engañar, no ignoro que la inflación de nuestros odios seguirá su avance con grandes zancadas, semejante a un delantero camino de una portería vacía. Hablo de una inflación sentimental que indica el precio de las relaciones del mismo modo que un castigo de los últimos dioses. Ante su ascenso, permanece el abuso de las malas ideas para boicotear mi pereza.


 Acompañado por las perversiones que esconde Lucía, busco falsas alianzas; qué duda cabe de que ellas resultan también algo retrogradas, incluso así, pueden hacernos avanzar. No ignoro que al final del camino llega la iteración en un tiempo neutro y vacío.


Así, cuando desaparece mi asidero invisible, permanezco atrapado, no logro desenroscarme de la maraña oculta de sucedáneos. Lo peor viene al no saber quién ha tendido la trampa que encarcela mi búsqueda de la nada en lo absoluto.


Puede que mi estado venga por combinar terapéutica y alcohol. Debido a que no leo los prospectos, y creo tanto en los médicos como desconfío de los Santos, no podré aclarar la manida teoría sobre la solución a mi marasmo.


Quizás el remedio sea cambiar las lecturas antedichas para poner, en su lugar, el nutrido contenido de esos poemas que acompañan a los medicamentos. Al fin y al cabo, no parece constructiva la teoría de rechazar textos por sus pretensiones de superventas.


Dicen que el orden de factores no altera el producto, también que los extremos se atraen; nada se escucha sobre el que se desdibuja y descoloca. Nada sobre el anónimo anonadarse. Por ello, necesito hacer deporte o, mejor, hacer lo que no se puede hacer, o sea nada. Prefiero lo segundo porque resulta más barato y cómodo. No hay que comprar ropa deportiva ni cumplir horarios. Solo necesitas televisión, cama y sillón; precisamente las cosas que nos regalaron por nuestra boda.


Puede que acabe de forma nihilista con los últimos resortes, también que sucumba a la melancolía; pero, si insisto, dejaré de ser una alcachofa caminante obsesionada por entregar currículos. Seguro que, si me entrego a la verdad, la situación se aclarará. No fue así, acaso, cómo empezaron las grandes pasiones y religiones.




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Christine McVie: “Christine McVie” (1984)

 

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El Blog de José Torres Criado: FARGO. UNA DE LAS MEJORES RADIOGRAFÍAS SOCIALES NE...

El Blog de José Torres Criado: FARGO. UNA DE LAS MEJORES RADIOGRAFÍAS SOCIALES NE...: FARGO de Joel Coen - 1996 - ("Fargo") Después del fracaso (injustísimo) de la maravillosa e incomprendida "El gran salto&quot...


martes, 24 de mayo de 2022

Extracto 4 de "Paranoia" por Juan Carlos Pazos

 

Nuestro instinto maternal caería ante tanto hombre trajeado y tanto crío que pasa del peróxido de benzoílo. Hay pocas personas que sean tan miserables como uno para sacarle tanta punta al lápiz de los pensamientos. Seguro que en una de esas carteras hay un garabato obsceno, quizás algún suspenso contra mi nota vital, quizás un testamento de un suicida arrepentido.


Ante tanto veneno, el humor parece el único antídoto, por mucho que las lecciones se disfracen dentro de mi cabeza. Quedo maravillado ante la biología y las trampas que tientan a este desdichado coágulo de impertinencias; también ante la entropía de la humanidad con su búsqueda de encuentros reaparecidos, aunque casi siempre poco previstos.


Olvidando mi descubrimiento, la soltura lasciva de mi lengua hace una pregunta —sin erotismo— acerca de la llegada del carruaje que va a transportar a tan insignes damas.


Con gusto les abriría las puertas si no fueran mecánicas. Vivir se reduce a este tipo de bálsamos; también a comerse la cabeza para hacer cuenta de los chantajes. Si trabajase estas potencias, podría quizás conseguir algo loable.


Entre tantas cobardías, incapaces de enfrentarse a la lluvia, estiro mis miembros con el objeto de mirar la hora. Mi corazón también estira sus cámaras para alcanzar esperanzas pasadas, ellas son simples providencias dedicadas a no creyentes.


Tal vez la religión sea lo que necesito y, con un poco de fe, podría salir de esta acera mojada; de cualquier modo y dado que no rezo, tendré que buscarme un nuevo Dios entre tanto abandono. Quizás un Dios joven, jovial, jocoso, pero no jactancioso. Uno que no moleste ni requiera sacrificios.


Necesito una deidad que no tenga parecido con los becerros de oro que hoy en día predominan en su soberbia. En definitiva, debo ser modesto y no avaricioso, no vaya a ser que el embrollo de la religión también me quite dinero.


En cierto sentido, la intención simbólica merece un premio, por ello decido rellenar una lotería primitiva a la vuelta; necesito ayuda para recobrar la confianza en la divinidad, aunque parece que no hay Dios capaz de parar esta lluvia.


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CRÍTICA DE ‘DOCTOR STRANGE EN EL MULTIVERSO DE LA LOCURA’, LA NUEVA DIMENSIÓN DE MARVEL

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CRÍTICA DE 'TOP GUN: MAVERICK'

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The Rolling Stones: “El Mocambo 1977” (2022)

 

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viernes, 6 de mayo de 2022

Extracto 3 de "Paranoia" por Juan Carlos Pazos

 

Aún con la boca amarga, decido examinar mi rostro en el espejo para confirmar mi identidad. Tengo ojeras, legañas, el pelo engrasado y desordenado; aunque, a grandes rasgos, puedo afirmar que tengo el mismo careto. Por mi reflejo, deduzco que quedo decaído, pero con ganas de tentaciones que alumbren los últimos destellos de mi juventud. Sin embargo, ante la propia incredulidad, saco la lengua buscando quizás una reacción repulsiva.


Palpo luego la papada de este animal amancebado por el tedio, ejecuto dicho acto como si de verdad estimara ese símbolo excelso de mi buena vida. Mi ojo con legañas guiña una complicidad a la aparente felicidad. Para acabar el espectáculo, examino los dientes a la vez que entrecierro los párpados.


Los músculos faciales semejan los de un caballo regalado que se encabrita para golpear la insondable insignificancia. Mis gestos son meras presunciones, simples máscaras cotidianas que acuartelan las realidades verdaderas. Este ensayo está desquiciado por la indiferencia del sujeto pensante, ella obliga a languidecer las certezas en un extraño absurdo. No obstante, mi faz desprende, cínicamente, una última sonrisa, después de ser lavada y antes de que apague la luz del espejo.


De regreso a mi lugar de descanso, y a la vez de guerra, pongo un albornoz sobre mi cuerpo propio pero ajeno. También ajusto la correa del reloj que me regaló mi madre hace un par de cumpleaños. Protegido del frío y de la pérdida de tiempo, superviso de nuevo el sueño de Lucía. Que sea real o fingido importa poco.


Lo mejor será dejarla tranquila para evitar que se dispare la representación de víctima, agravada en su caso por la ingenuidad y confianza en un personaje tan deleznable. Además de en su inocencia, últimamente está asentada en la presunción de que cualquier asunto que yo intente está condenado al fracaso. Que no valgo nada, en definitiva.


La observo durante un rato, del mismo modo que hice con los calcetines. Mientras miro, intento buscar la forma de convencerla de mi necesidad de salir con los amigos, pues en mi modelo de hombre percibo un ser social que necesita un poco de cariño, un cariño que se encuentra lejos del sexo ejecutado a la manera de un trámite sin sentido.


Solo después de un par de ginebras, y en buena compañía, mis ideas alcanzan la realidad para desplegarse en una ficción que genera mi única posibilidad de salvación. Puedo entonces arrojar las inhibiciones, incluso llevar el peso de una conversación. Mi mujer, mi peor amiga, nunca entenderá que solo bajo los efectos del alcohol mi comportamiento resulta loable.


El objeto importa poco frente a la salida del pantano y al olvido de las circunstancias. Con mi comportamiento afirmo todavía más la concepción despojada que tengo del mundo, en el fondo sé que el auxilio del alcohol constituye una falacia, un espectáculo excelso, aunque vacío; además, a ese circo de payasos llamado compadreo alcohólico le sigue siempre la fase de mostrar nuestros límites humanos.

Cuando llega el oprobio, por lo general provocado por la resaca, salgo del absurdo que constituye mi falsa felicidad, aflora así la mala leche, del mismo modo que lo hace ahora la alimenticia, engendro ideado en una búsqueda de aliviar el hambre, en un aprovisionamiento que aparece después de un par de pasos, los que conducen del cuarto de baño a la cocina.


La ensoñación de la conciencia alcanza su paradoja más gélida mientras busco entre los restos de la nevera. Me siento desamparado y desconectado de esta azarosa connivencia de lo sobrio con lo alegre; además no olvido mi prisión, al igual que cualquier ser miserable condenado en las mazmorras de la incomprensión.


Quizás no debiera haber acabado siempre en la molicie tras mis juergas, su trayecto termina siempre fatuo. Sin embargo, en ella zambullo de nuevo mi realidad; recurro para ello a mi currículo espiritual, los méritos actúan como último plomo para el ahogado. Rehúso recitar mis habilidades igual que un poema al viento, tan solo añadiré que he olvidado lo que aprendió mi experiencia pecaminosa.


Acoto mis pensamientos ante los privilegios de nuestra hedonista civilización occidental y su metáfora impertinente del bienestar. Tenemos el consuelo de no pasar hambre, para más deleite no estamos en guerra. Debería agradecérselo a los que derramaron nuestra sangre en otros cuerpos, a esos utópicos antepasados que lucharon por mi voluble realidad.

En realidad, nunca valoraré lo suficiente el no haber participado en una batalla en la que me hubiera jugado la vida. Tampoco valoraré, en su justa medida, el privilegio de beber leche fresca de la nevera sin necesidad de ordeñarla.


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