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viernes, 6 de mayo de 2022

Extracto 3 de "Paranoia" por Juan Carlos Pazos

 

Aún con la boca amarga, decido examinar mi rostro en el espejo para confirmar mi identidad. Tengo ojeras, legañas, el pelo engrasado y desordenado; aunque, a grandes rasgos, puedo afirmar que tengo el mismo careto. Por mi reflejo, deduzco que quedo decaído, pero con ganas de tentaciones que alumbren los últimos destellos de mi juventud. Sin embargo, ante la propia incredulidad, saco la lengua buscando quizás una reacción repulsiva.


Palpo luego la papada de este animal amancebado por el tedio, ejecuto dicho acto como si de verdad estimara ese símbolo excelso de mi buena vida. Mi ojo con legañas guiña una complicidad a la aparente felicidad. Para acabar el espectáculo, examino los dientes a la vez que entrecierro los párpados.


Los músculos faciales semejan los de un caballo regalado que se encabrita para golpear la insondable insignificancia. Mis gestos son meras presunciones, simples máscaras cotidianas que acuartelan las realidades verdaderas. Este ensayo está desquiciado por la indiferencia del sujeto pensante, ella obliga a languidecer las certezas en un extraño absurdo. No obstante, mi faz desprende, cínicamente, una última sonrisa, después de ser lavada y antes de que apague la luz del espejo.


De regreso a mi lugar de descanso, y a la vez de guerra, pongo un albornoz sobre mi cuerpo propio pero ajeno. También ajusto la correa del reloj que me regaló mi madre hace un par de cumpleaños. Protegido del frío y de la pérdida de tiempo, superviso de nuevo el sueño de Lucía. Que sea real o fingido importa poco.


Lo mejor será dejarla tranquila para evitar que se dispare la representación de víctima, agravada en su caso por la ingenuidad y confianza en un personaje tan deleznable. Además de en su inocencia, últimamente está asentada en la presunción de que cualquier asunto que yo intente está condenado al fracaso. Que no valgo nada, en definitiva.


La observo durante un rato, del mismo modo que hice con los calcetines. Mientras miro, intento buscar la forma de convencerla de mi necesidad de salir con los amigos, pues en mi modelo de hombre percibo un ser social que necesita un poco de cariño, un cariño que se encuentra lejos del sexo ejecutado a la manera de un trámite sin sentido.


Solo después de un par de ginebras, y en buena compañía, mis ideas alcanzan la realidad para desplegarse en una ficción que genera mi única posibilidad de salvación. Puedo entonces arrojar las inhibiciones, incluso llevar el peso de una conversación. Mi mujer, mi peor amiga, nunca entenderá que solo bajo los efectos del alcohol mi comportamiento resulta loable.


El objeto importa poco frente a la salida del pantano y al olvido de las circunstancias. Con mi comportamiento afirmo todavía más la concepción despojada que tengo del mundo, en el fondo sé que el auxilio del alcohol constituye una falacia, un espectáculo excelso, aunque vacío; además, a ese circo de payasos llamado compadreo alcohólico le sigue siempre la fase de mostrar nuestros límites humanos.

Cuando llega el oprobio, por lo general provocado por la resaca, salgo del absurdo que constituye mi falsa felicidad, aflora así la mala leche, del mismo modo que lo hace ahora la alimenticia, engendro ideado en una búsqueda de aliviar el hambre, en un aprovisionamiento que aparece después de un par de pasos, los que conducen del cuarto de baño a la cocina.


La ensoñación de la conciencia alcanza su paradoja más gélida mientras busco entre los restos de la nevera. Me siento desamparado y desconectado de esta azarosa connivencia de lo sobrio con lo alegre; además no olvido mi prisión, al igual que cualquier ser miserable condenado en las mazmorras de la incomprensión.


Quizás no debiera haber acabado siempre en la molicie tras mis juergas, su trayecto termina siempre fatuo. Sin embargo, en ella zambullo de nuevo mi realidad; recurro para ello a mi currículo espiritual, los méritos actúan como último plomo para el ahogado. Rehúso recitar mis habilidades igual que un poema al viento, tan solo añadiré que he olvidado lo que aprendió mi experiencia pecaminosa.


Acoto mis pensamientos ante los privilegios de nuestra hedonista civilización occidental y su metáfora impertinente del bienestar. Tenemos el consuelo de no pasar hambre, para más deleite no estamos en guerra. Debería agradecérselo a los que derramaron nuestra sangre en otros cuerpos, a esos utópicos antepasados que lucharon por mi voluble realidad.

En realidad, nunca valoraré lo suficiente el no haber participado en una batalla en la que me hubiera jugado la vida. Tampoco valoraré, en su justa medida, el privilegio de beber leche fresca de la nevera sin necesidad de ordeñarla.


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