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viernes, 28 de enero de 2022

Adelanto del libro "Paranoia" próximamente a la venta en Ediciones Atlantis

 


La gasolinera se levantaba sobre la carretera Nacional Seis, quedaba cerca de la salida de la ciudad, en un pueblo insignificante con apenas cuatro barrios; debo reconocer que todos parecían igual de insípidos. Anochecía, los dos o tres coches habituales descansaban por el momento; bebían gasolina, entregados sin consciencia al ronroneo insulso del surtidor; luego, después del intercambio comercial, sus dueños se arrojaban frenéticos a su interior, planeaban con gran probabilidad una jornada llena de sucesos.


Había un chico que de vez en cuando surtía de gasolina a los diabólicos artefactos. Los conductores lo trataban con respeto, a pesar de que se trataba de un perfecto idiota. No trabajaba mucho; en realidad, apenas ayudaba un poco, hay que tener en cuenta que el negocio funcionaba casi por completo en régimen de autoservicio. Además, el muchacho era en verdad tan necio que, cuando no lo veían, fumaba siempre unos viciados pitillos que liaba él mismo, los únicos que podía pagarse.


Aunque nos parecíamos en ciertos aspectos, no me percaté de la conexión. Aparqué mi coche. El sol rozaba el cartel del gasoil, incliné la cabeza y agarré la manguera, tenía prisa; de repente, el sonido de los coches enmudeció, el pueblo entero notó el fogonazo de la explosión y mi perfil malhumorado, que viajaba en pos de la miseria cotidiana, se desdobló en dos seres: uno muerto y el otro vivo; de cualquier forma, ambos igual de quemados.


Entonces el pasado se convirtió en presente; sin embargo, ahora me percato de que se trata de una pesadilla; sea como fuere, levanto la cabeza y veo que no son ni siquiera las siete de la mañana, todavía no ha sonado el despertador eléctrico, así que intento recobrar el sueño.


Para mi desgracia, tras un periodo de tiempo insignificante, el odiado trasto realiza, al igual que un gallo, un oportuno aviso, lo hace igual que si fuese un nuevo fin del mundo o alguien hubiese intentado salvarme de mi anterior sueño incendiario; el muy traidor intenta impulsar un fuero interno que lucha por preservar su integridad a pesar de las suspicacias.


En la obscuridad, el aparato que me despierta suena como una llamada desde el teléfono del mismísimo diablo, hace su invocación con un sonido estridente que no acaba de resultar familiar. A tientas busco la lámpara de la mesilla de noche, la enciendo a la primera.


Con los ojos entornados de un semblante que no se reconoce, miro a mi alrededor atribulado y confuso, así veo el desordenado dormitorio decorado con muebles que iban a tirar mis suegros; pero que Lucía finalmente aprovechó, al igual que el señalado radio-reloj traído de Suiza, aunque presumo hecho en China.


Ya deberíais saber que, cuando irrumpe el desconcertante pitido de nuestro despertador, significa, entre otras cosas, que no se ha ido la luz durante la noche; por lo tanto, no tengo disculpas para levantarme tarde. Tampoco las tengo para protestar contra el Estado y su red hidroeléctrica, esos dos grandes padres que nos alumbran a costa de subirnos la tarifa, unos parientes que cualquier día van a levantar mis ansias asesinas.

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