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martes, 4 de enero de 2022

Muerte y orfandad: Negocios sucios

Llevaba meses sin escribir una sola línea, la mar de contento, tranquilo, sin preocuparme por nada. Ahora he de preocuparme de que un extraño lea esto y le agrade. Otra vez en la locura, cuando pensaba que no volvería, esta ansia, estas ganas sin ganas, la locura del creador que no hace nada, solo repetirse, contar las historias muchas veces contadas, pero, eso sí, con diferentes palabras. Ya lo decía la Biblia: «No hay nuevo bajo el Sol» y todo lo veo obscuro.

El Sol tiene la culpa o más bien su ausencia. Hoy llueve y, dado que no había nada que hacer, busqué algo diferente. Incauto de mí, he visto el ordenador, afuera una tempestad y adentro otra. No sirve para nada, mientras escribo pienso que no sirve para nada y lo escribo. Seré arrogante, en el fondo estoy condenado al éxito o al fracaso, a las dudas de un nuevo trabajo, al hacer sin hacer.

Valgo para muy pocas cosas. En el colegio sacaba buenas notas, nunca tuve ninguna vocación. Empecé una carrera que no ejercí y acepté el primer trabajo que me ofrecieron. De todas formas, mi objetivo principal no es que se me reconozca después de muerto; en realidad solo quiero dinero, soy un vasallo del bien más preciado; por él entrego mi vida, del mismo modo que lo hacen muchos sin saberlo, por la riqueza material me condeno a la infelicidad.

El dinero es lo único que se respeta, el papel manoseado que pasa por todos los bolsillos, el ritmo que martillea al soltarlo y que también declara un rictus de afirmación (como un Dios) cuando lo nombras, el dinero constituye en la actualidad lo importante. Por él murieron muchos, parece que voy a seguir su ejemplo, voy a arrancarlo, sacarlo con sangre, con mi propia vida si es necesario, estoy listo para entregarme en los brazos de la muerte, mi amiga más morbosa, la reina de las caricias envenenadas, la reina de la suerte más rastrera.

Alguno se habrá alegrado con el final del párrafo anterior. Siento desilusionarte: es mentira. Lo redacté para darte una pequeña victoria, un pequeño descanso en tu lucha contra mi destino. Sigo vivo; no me he suicidado, ahora sueltas pestes que me reconfortan, soy el inteligente travieso que te tortura con sadismo, soy tus pesadillas hechas realidad. Declárate insolvente, es la única salida en este callejón sin salida; si no lo haces, puedes declararte muerto, no soy un suicida sino un asesino que usa las palabras a modo de cuchillos.

El tiempo me ha dado cierta capacidad analítica, así como dotes de observación. La mayoría de la gente no se entera de cómo la manipulan, pero es feliz. A mí me pasa lo contrario y, aunque no debería haberlo contado, trato de explicarlo con mis escritos. Inútil labor; si al menos pudierais ver mi cara de pardillo mientras escribo esto un martes a las 22:16 horas, pero no podéis; no creo en los milagros, estoy condenado a la soledad del huraño que administra las letras, también las emociones; ejerzo la peor, la que más exige de las supuestas artes, el repetir historias tantas veces vistas, otras tantas narradas.

Así escribo que ella trabajaba como criada para su benefactor, él debía protegerlo, era su guardaespaldas ocasional, solo cuando no estaba haciendo otro trabajo más sucio, obscuro o criminal.

Fue casi un amor a primera vista; detestaba la forma que había elegido toda aquella gente para ganarse la vida, por ello pensaba que él era también uno de los odiados; con naturalidad, intentaba disimular sus dudas. Ezequiel notaba la lucha que había en aquella mujer; pese al reconocimiento de la hostilidad oculta hacia los de su gremio, no podía evitar sentirse excitado, la creía a su merced; el instinto de supervivencia le decía que ella estaba repugnantemente en contra; por otro lado, también percibía que le ejercía de alguna forma cierta atracción animal. El vivir con la muerte como compañera le había dado a nuestro personaje ciertos poderes de lectura de pensamiento, puede sonar quizás algo muy ficticio; sin embargo, todos hemos tenido alguna ocasión en que este poder miserable aparece preso de nuestras propias habilidades, pasa de irreal a real cuando nos anticipamos en la inconsciencia a lo que va a venir, toda una paradoja.

Ella había visto como algunos novios de sus amigas acababan muertos por meterse en la maraña tramposa del crimen. Podía ser verdad que, en aquel país, si no infringías la ley, no comías, también resultaba obvio que cuando montabas un negocio debías tener tratos con ellos, ella misma se veía obligada a ejercer de sirvienta porque sus padres habían pedido favores. No importaba, quería creer que otro tipo de vida era posible, quizás entre todo aquello todavía podía volver a florecer el bien.


Lo cierto era que, si un pequeño comerciante (uno como sus esforzados padres) no pedía protección, podía caer muerto a manos de cualquier ratero de medio pelo con ganas de agradar, ganar dinero y, con el tiempo, formar parte de aquellas macabras organizaciones que gobernaban el país, organizaciones de las que sus miembros estaban orgullosos, pues representaban el orden y no lo que había antes: ¿Quién se acuerda de lo que había antes? ¿No era acaso semejante?

Miguel Ezequiel también parecía un ratero de medio pelo, un ratero de medio pelo con buena ropa y aires de grandeza. La mayoría de las veces que lo había visto fue en compañía del gran jefe, sin hablar mucho, aunque también sin perder la compostura. Aquel día Don Alfredo le invitó a comer (algo malo habría hecho, suponía ella).

Verónica, cada vez que lo veía, pensaba que la situación iba a peor, ocurría a pesar de que las únicas palabras que se intercambiaron habían sido sobre llevarle cosas al jefe o como prefería el café. Solo, por favor; tan solo como se iba a desahogar esa noche, resultaba ser lo que quería decir. En verdad, a Miguel José Ezequiel le había gustado desde el primer momento, a pesar de ser solo una criada, quizás por serlo de Don Alfredo, por ser parte de su gente, en definitiva, una persona de confianza.

Aunque no lo sospechase, no era correspondido cómo él hubiera querido, durante mucho tiempo no lo supo. Verónica lo odiaba; eso sí, su odio era un camuflaje de la atracción animal que sentía por su físico, también por su carácter orgulloso y a la vez servil ante los poderosos, la sensación se podría describir como un morbo en el cual se juntaba lo que adoraba del animal con lo que detestaba del hombre.





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