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martes, 21 de octubre de 2025

"Siguiendo una pista" de MUERTE Y ORFANDAD (GRATIS en Amazon hasta el 23 de octubre)

 




L

e dio trescientos euros, lo pertinente por la información dada. Desde la primera vez que acudió a los servicios del peculiar confidente, nunca más volvió a tener un dolor de barriga; por un lado, quedó decepcionado del masaje, por otros motivos disfrutó con los efectos. No se podía ser al mismo tiempo un policía y un mal pagador. La relación se limitaba a este canje de información, relajación y dinero. Vivían para intercambiar su actividad clandestina.

Las paredes oyen, una buena información aparece a veces cuando ya no la esperabas, también viene de la gente que menos sospechas. Desde que era agente, se había olvidado de Dios, la religión ya no formaba parte de su proyecto existencial. No era uno de los preferidos del Comisario Fuentes, aunque hacía bien su trabajo.

El crimen de sangre había regresado la ciudad. Además, con un misticismo de telenovela sudamericana. Le señaló una dirección hacia la que dirigir sus pesquisas. Había aquellos desórdenes espirituales, aunque controlaba todo al mismo tiempo.

Estaba tratando de imaginar qué harían los fugitivos cuando los cercasen, cualquiera podía morir al instante siguiente. Las prioridades cambiaban. Y no solo cambiaban, sino que se mudaban a un lugar cercano al asesinato, no tenían miedo. Había que entrar en aquel piso. Contar hasta tres, no murió ninguno de los buenos. Alguno fingió ser inocente y cobarde. No había ninguno de los que allí estaban que se correspondiese a la descripción que les había dado la pareja amiga del asesinado, nadie parecía sudamericano, faltaba el plato principal.

Intentaba controlar el pánico, Ezequiel pasó de largo, continuó avanzando hacia un grupo de arbustos que tapasen la visión al par de policías de paisano que había abajo, tenían que ser policías. Permanecería unos minutos allí. Su expresión no era de miedo, sino de cálculo, estaba evaluando la situación.

Sin embargo, uno que estaba mirando desde la ventana dio la señal de alarma. Corrió hasta que se dejó de escuchar el ruido de las sirenas, luego anduvo desgarbado por el borde de la acera hasta la altura del estadio del equipo de futbol local. ¿Acaso podía ahora hacer algo más? Estaban rodeando la zona. Comprobó con sigilo si su arma tenía munición, antes llevaba más control con ese aspecto, ahora tenía dudas; tener un hijo descentra y preocupa, aunque no lo conozcas.

Al abrir la boca, le salieron las primeras palabras de una guerra eterna, una guerra que se había acentuado de forma imaginaria en el interior de la gran fantasía de las intervenciones policiales. Diserté sobre la importancia de lo irreal en la construcción de lo real. Desde aquel tiroteo, empecé a referirme al agente Eugenio con un respeto y una admiración nuevos. El peligro era inminente, su resolución también; efectuó tres disparos, solo falló uno. La expresión del asesino mostraba una emoción sin límites dentro de la historia; pese a ella, siguió corriendo a trompicones.

Algunas personas se acercaron insensatas a la calle. Nos dimos una señal de aprobación, continuamos después de unas respiraciones rápidas y profundas. El agente Pepe trataba de alejar a las personas que se habían acercado.

Lo cierto es que, al otro lado, se encontraba esperando su amigo de la infancia. Se asomaba haciendo guiños; paso a paso, llegó a la zona con los ojos enrojecidos, la situación requería un protocolo sincero. Observado desde los ojos de otra persona, lo que veía no le convencía, se habían acabado de repente las ganas de escapar. Se tomó su tiempo. Apuró el último trago de derrota, salió al encuentro.

No había aversión, quizás un poco de amor. Se había olvidado de comprar tabaco. Un último deseo para el condenado. Jugábamos a la ruleta y al futbol callejero, serían las cinco de la tarde, hacía frio, no llovía. Unos obreros estaban poniendo las luces navideñas. Por lo demás, parecía un día igual a otros muchos.

La ruta nocturna caía con el pulso de los grados etílicos, con el desgaste de los años universitarios. No le pregunté cómo se llamaba, fui directo al grano, la necesidad apremiaba. Queda muy lejos la solución de este desaguisado, el arroz salió muy blando, exceso de cocción, no le daba encontrado el punto exacto; incluso así, el pollo con brandy sabía a aventura.

Otro día cené cereales con cacao. Cacao del Caribe. No tenía ganas de hacer nada, salí del piso dispuesto a buscar revancha. El hijo no era mío, su padre era Miguel José Ezequiel, aquel gran desconocido. Hacía un día tormentoso cuando apareció, el mismo Diablo en persona estaba delante mía. En realidad, estaba en la habitación de al lado, que para el caso resulta igual, en la principal jugaba a las cartas con mis amigos más gamberros. Los echo de menos. La menstruación de una virgen salpica mis zapatos de gamuza. Aquel año no nevó, todo un misterio.

Soy demasiado sincero, lo expuesto exigía una rápida resolución. El agente que pagó al confidente redactó un informe excelso. Tengo guardada una copia en mi habitación, la guardo entre las páginas de un libro dedicado a la pintura de Picasso. Los genios al final se encuentran. Debería vender parte de mi extensa colección de documentos, también tirar a la basura algún libro de Derecho obsoleto, la mayoría de las leyes tienen fecha de caducidad, hasta cierto punto también las novelas.

La música llega a todas partes, el ritmo es un lenguaje universal. Así que ya puedes empezar a bailar, canta claro toda la retahíla de piropos. Estoy condenado a morir entre tus insultos. La heroína no me convence, la coca de relajarme pasa a atraparme en su atractivo metal azucarado. Estoy solo, la noche se acaba con un terremoto hecho a mi medida.

Demasiada calefacción en el centro comercial, la atmósfera parece una blasfemia. Sabe rica tu piruleta, soy grande; los gigantes del deporte patrio llegaron tarde; tenía que aprovechar la falta de competencia, el tanteo empezaba a ser favorable. Dos policías me pararon en la calle. Buscaban un negro asesino, confesé que todo lo escrito no era mío. Necesitaba una compensación, me devolvieron el carné intacto, prometieron vigilar a todos los presuntos delincuentes; me fui a casa con la conciencia tranquila, no podía pasar nada malo si la policía hacía bien su trabajo.

En otro sitio de la ciudad, habían perpetuado un atraco a una entidad bancaria, los datos concordaban con mi descripción. Resultaba ser el principal sospechoso; el niño te juro que no era mío; puede haber sido hijo de Miguel José Ezequiel. No sé el motivo para qué me lo atribuyan. Me gustaba divertirme, no ir preñando a las chicas como quien juega al bingo. Con razón o sin razón, el rumor se extendió. No soporto los rumores, en ellos estamos atrapados. Simples cuentos de la mayoría absoluta, justo la que me condenó a tu ausencia. De todas formas, no hay rencor por lo dado, tuve compensación.

La intransigencia cotidiana. De EL LIBRO VERDE (versión autorizada)


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Se ha corroborado por muchos: hemos alcanzado el momento que esperábamos. Ha llegado la hora señalada para un nuevo descubrimiento. No anuncio un nuevo Dios, aunque a veces sospecho que esto roza una reconversión religiosa. En cualquier caso, ha llegado el momento de mirarnos por encima del hombro, y debemos celebrarlo. Las cervicales sufrirán castigo, pero poco importa frente a la satisfacción de ver el rencor reflejado en la cara ajena. Quien golpea primero golpea dos veces, por eso conviene calentar los músculos del cuello.

El objeto es lo de menos: vivimos en la época del todo vale para alcanzar nuestra cuota diaria de desidia. Ni Orwell, ni Huxley, ni siquiera Bradbury habrían imaginado un futuro tan desesperanzador. Todos vemos Gran Hermano como si el programa nos observara a nosotros; todos clonamos la pose de despreciar lo que no está de moda; todos, al fin, quemamos los libros leídos para manejarnos en ese mundo público que nos domina.

La felicidad ha entrado en la oficina de empleo: se asoma asustada tras una sonrisa de cemento petrificado. Nos creemos especiales, distintos, listos para ser famosos. Especiales por rebajarnos, por colocar el listón más bajo, por nadar insensatos en el conformismo. «¿Qué más da?» repiten nuestros hermanos de resignación, ya libres dentro de su cárcel de Plexiglás, bajo su televisor plano y su vestido recién comprado.

Ante ese «¿qué más da?», solo podía aparecer la huida hacia adelante: el escarnio público como pasatiempo. Un escarnio que rara vez cae sobre quien lo merece y que nos acaricia prometiéndonos un trozo de paraíso, a costa de condenar a los demás. Hoy son los inmigrantes, mañana los homosexuales, luego el vecino en paro. ¿Son culpables? Muchos dirán que sí y buscarán la paja en el ojo ajeno sin mirar su propia viga.

Cada desgraciado carga con parte de culpa, dicen los listos; actúan por vicios que el castigo divino acaba ajusticiando: Dios creando el sida para los impuros, el demonio del narcotráfico llevándose a los descarriados. Y así perpetuamos ese camino que nunca se extingue.

Todas las esperanzas del posfranquismo han quedado en saco roto. Quizá porque confundimos escarnio con humor, o risa con felicidad, o porque la realidad nos dejó atrás en un laberinto sin guías. Esperamos, como siempre, la llegada de un Mesías que absorba nuestros desprecios y redima nuestra cobardía. Ojalá nadie llegara a esa inmolación, aunque intuyo que muchos ya lo hacen.

Debemos alegrarnos de nuestra época, con ironía. Nunca hubo tantos dioses, aunque falsos, ni tanta gente obligada a hacer de Jesucristo. Sé que sueno pesimista, pero la reflexión no sobra: nuestra felicidad sigue en juego. Hace tiempo que debimos enfrentarla con buena voluntad para rescatar nuestras propias esperanzas.

Entre dioses consumistas y píldoras de consuelo, regreso al curso vital. Las canastas rebosan fruta y un compañero de la pensión duerme con su novia; no hay envidia, solo rutina o quizá revolución. Otros amigos —que fueron compañeros y luego enemigos— jugaban al billar con un desconocido cuyo nombre figura en la portada del libro: efectivamente, soy yo, o tal vez mi reflejo.

El tiempo entierra más de lo que puede. Lo malo es cuando los recuerdos resucitan. La hermana del portero y la chica que repetía siempre la misma palabra me invitaban a cerveza mientras se oscurecía la tierra. Un desfalco en el arrabal del grito: ¿mejor forma de celebrarlo? Estudiábamos biología en compañía de dos mujeres, entre más cerveza y series de animación japonesa. Luego devoré unas salchichas y aprobé el examen. Que no digan que los hombres no podemos hacer varias cosas a la vez.

Siempre calculé mal las distancias, pero mi ángel de la guarda —Luis— sabía usar bien el freno de mano. Su coche jugaba a ser bólido; una vez casi atropellamos a un borracho tendido en la carretera. Hay gente que duerme en cualquier lado: ¡que alguien le dé cama a ese amigo!

El bar que frecuentábamos no se llamaba Cielo, como en la canción de Talking Heads que versionaron Los Esclarecidos. Además, La chica de ayer de Nacha Pop se pegaba a nuestras espaldas mientras bailábamos el último éxito del verano. Tal vez alguien debía responder nuestras súplicas.

Luis era listo, aunque no especialmente inteligente. Sus tragos sabían a victoria y a derrota. Conquistaba hoyos donde se colaban Alicias lejos de sus propios países de maravillas. A través de otro espejo, reflejo la misma insensatez: no puedo dejar de martillear al ritmo del mundo. Haz un bonito cadáver de lo que quieras que se vea; escapa de lo ordinario por la escotilla de un vicio sensato. Ese es mi consejo para Luis, y este aviso, mi cuaderno de bitácora. Espero que, desde ahora, también sea el vuestro.

Una noche las paredes temblaron y las venas se dilataron. La televisión se rompió y ya nunca funcionó igual. Fue un capricho del destino, que quiso alcanzarme antes de tiempo. Por suerte, me quedaban los amigos tremendistas, los que creían que había hecho un pacto con el diablo o con gente extraña. Gracias a ellos rompí viejos lazos y empecé de nuevo, aunque el Anticristo aún me debe un par de billetes. Todo por la estafa de los amigos, todo por no hacerme caso. No importa, Señor: perdónalos, como yo te perdono.

Mientras el mundo se derrumbaba, la oscuridad de mi habitación intentaba disiparse. Querían llevarme a su territorio —lo intentaban los extraterrestres o aquella chica que leía mis cartas del tarot—. Por fortuna, había hecho un pacto con ciertos alquimistas: mi carbón se convirtió en desidia ajena, y esa desidia, en supervivencia. Mis enemigos me salvaron hundiéndome en el infierno de mi autoestima.

Mis psiquiatras siguen perplejos; hurgan en mis entrañas sin encontrar explicación a la sonrisa del cadáver. No aclararé nada; disfruto con sus caras, incluso con la del negro que escribe estas líneas: el que me posee y me hace buscar ritmos antiguos en la entrega a lo ajeno. ¿Para qué buscar un lenguaje, si no es para romperlo?

Aquella chica quiso quemar a su amiga, pero no tenía queroseno. La lucha no era de toallas mojadas, y a mí se me acababan las pipas. Levantemos, pues, un muro donde lamentarnos mientras Luis sufre por mis pecados. No hay justificación: en otra vida no sería mi vida. Tengo un gran ego, sobre todo a la hora de repartir culpas.

Cantad, insensatas, vuestro último canto etéreo. El suicidio amansa a las fieras como la carne a las hienas. Ya he consultado con mi cura preferido la forma de romper mi contrato con Jesús, así que no me quedan excusas baratas. No soy un apóstata, solo quiero guardar las distancias con el clero. Mi cura también lo hace, y asegura que se respira mejor sin caramelos mentolados. ¿Qué más podía pedir un niño asmático que aborrecía cualquier contacto?

Los viajes en autobús tras una noche de borrachera eran una aventura. Cada curva era un abismo. El conductor reía todo el trayecto; nunca vi su rostro, pero su carcajada aún hiela mi sangre. ¿Qué extrañas tretas escondía aquel diablo? ¿En qué peaje chuparían mi sangre esas vampiras que celebraban sus chistes? Son preguntas que mi muerte responderá, así que no tengo prisa por saberlas. Consulto con mi almohada la manera de huir de ese extraño personaje que todavía no me deja dormir.

Intento expresarme con metáforas porque la realidad es demasiado dura para contarla sin ellas. Sin mis ayudas poéticas estaría en un manicomio o en un plató de desintoxicación televisiva. ¿Por qué ver la película hasta el final? ¿Por qué no cerrar el libro y dejarme confinar en una cárcel sexual? Invento preguntas porque tiembla mi vista en esta etapa egoísta. Por eso cierro aquí el editor de textos, para marcharme con mi amiga la cama.

Dulces sueños. Que descanses. No me cuentes tus pesadillas; me bastan las mías. Ya he puesto la directa para comenzar otra historia sin final. La historia interminable de mi vida no la detendrá ni la muerte, pues incluso en el otro lado debe de haber editoriales permisivas. Me propongo buscarlas en el mapa de los sueños.

Nos vemos mañana en mi vida, o en la tuya, lector insensato, quizá solo un segundo, mientras pasas página.

lunes, 20 de octubre de 2025

De "Paranoia". GRATIS en Amazon hasta el 23 de octubre.

 


Qué bien me sentía mientras tomaba el Sol, abandonada al placer de no hacer nada, descansando del bullicio sobre la arena de la playa tropical; gozaba mientras un morenazo, probablemente de la zona, no paraba de mirarme. Una hacía lo posible por aguantar el tipo sin aparentar molestia, vergüenza o ruborizarme. De vez en cuando ajustaba el bikini, también por momentos lo perdía de vista al darme la vuelta.

Soy realista cuando digo que ya en aquel primer encuentro acordamos. Dicen que la primera impresión es la que cuenta. Para mi aquel hombre siempre será un joven de pueblo con ganas de hacerle favores a las turistas guapas.

Hay que ver el polvo que tienen los muebles del hall. Volviendo a mi edén particular, Gabriel —pues así se llamaba, y no podía llamarse de otra manera— se acercó a mi taburete en la barra del bar de aquel respetuoso hotel; las vacaciones habían salido demasiado caras, pero les iba sacar partido, eso al menos fue lo que pensé. Parecía un arcángel desde el nombre al aspecto y el saber estar.

Lo primero que dijo fue preguntarme si estaba sola y no me importaba ser invitada a una copa, la cosa más ordinaria y repetida, contada con aquella voz parecía un mensaje divino. En ese instante, apareció en mi pensamiento el desengaño amoroso, verdadera causa del viaje evasivo; pese a eso, o quizás por ello, le contesté que no había inconveniente.

No tengo claro que voy a hacer después de hacer las compras de hoy: pasar la aspiradora o fregar los baños; por otra parte, los estudiantes del tercero podrían bajar la música. Lo cierto es que mi galán iba templando mi carácter mientras hablaba de su separación, de la necesidad de estar solo, de las vacaciones tomadas para evadirse, del desconsuelo y de sus amigos.

En realidad, él no era del pueblo ni buscaba extranjeras como quien busca pescar truchas. Eso le restaba atractivo, pero también le daba un sabor más entrañable. Sus planes al escapar de España —a pesar del moreno no era caribeño— consistían en tomar el Sol y beber, más para alegrarse que para olvidar. No esperaba encontrarse con una mujer tan atractiva, una con la que poder intercambiar palabras de igual a igual; aunque dado que los dos estábamos solos, y de vacaciones solitarias, qué mejor que interesarse por el prójimo.

Me pongo la ropa de salir a la calle y miro el dinero que tengo en la cartera, no debería —por las calorías—, pero siento un antojo de comprar chocolate, para eso, por lo menos, todavía tengo.

En aquel momento, le conté que viajaba con una amiga, que esta permanecía en su habitación con fiebre, por culpa de un virus o algo así. Mentí, no quería aparentar falta de protección, cosa que luego sucedió. Por supuesto, no le dije que no a otra copa, tampoco a su oferta de dar una vuelta por el pueblo cercano al día siguiente.

Cuando cierro la puerta del piso, empiezan a desvanecerse los recuerdos, sobre todo al encontrarme con mi marido en la escalera. El muy iluso porta dos pesados libros, a saber con qué incendiarios contenidos.

— Pero ¿adónde vas con eso? —pregunto no demasiada interesada.

— A intentar conquistar el mundo. Son dos libros sobre Napoleón.

— ¿Y desde cuándo te interesa la Historia? Si leyeras algo de provecho. —Siempre me sorprenderá, aunque para mal. Para más infortunio, cada día estoy más convencida de que no tiene remedio.

Antes de salir a la calle, reviso los nuevos zapatos rojos. Tal vez suene mal, pero me quedan de maravilla. Parece un capricho el llevarlos para hacer la compra; sin embargo, quería comprobar lo ajustados que están a mis pasos caprichosos. Así puedo ir adaptándolos a los pies y no hacerme una herida si los uso para un trayecto largo.

¡Napoleón! ¿Será por el coñac? Como siempre, su presencia me ha alejado del paraíso, ignoro cuándo podré a volver a morder la manzana prohibida. Por otro lado, Miguel parece animado, sino no se atrevía a sacar dos libros. Quizás le salió bien la entrevista, aunque solo sea desde su punto de vista. Al final habrá que seguir economizando, este energúmeno no va a traer dinero.

Pues sí que lastima, un poco por atrás, el zapato izquierdo. Resulta increíble que no se note cuando los pruebas en la zapatería, en realidad es culpa mía, debería comprar siempre una talla más de la adecuada.

Los libros no parecían precisamente delgados, imposible que lea tantas páginas en el tiempo que deja la biblioteca. Aunque prueba una cosa distinta cada semana, no da cambiado. Todavía recuerdo cuando le dio por apuntarse a un curso de cerámica, sobre todo el enfado que agarró cuando le tiré aquellos horribles recipientes. Al final cualquier cosa que hagamos tiene que ser a su manera.

La dulce realidad que escapó parece sacada de una película o un anuncio: típico chico atrevido busca mujer con oportunidad. Este tipo de emblemas rebotan contra los prejuicios. Si le cuentas esa historia a alguien, sonreirá con envidia, pero después te rebajará a la sección de contactos de un periódico local. Es lo que suele pasar, dime con quién andas y te diré quién eres, en el fondo respeto la ruina de tal entramado, aunque esté esperanzada con los cambios.

"Un momento para respirar" de EL LIBRO VERDE (versión autorizada)

 



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En cuanto se lo dije, me entraron ganas de ir directamente a confesarme. Le había mentido a mi propia madre. Una mentira tonta, una mentirijilla: le aseguré que no me había peleado con nadie, que el ojo hinchado había sido por una caída absurda. No sabía la causa exacta de mi miedo, pero deseaba marcharme; me habían invitado a la orgía de la doble culpa. Ella quería que le contara los detalles, probablemente con vistas a un castigo adecuado. La revelación no fue posible: el otro era mi mejor amigo. Sin embargo, nos habíamos dado de lo lindo por una tontería. 

Si te pasas día y noche pendiente de un hijo asmático, queda poco margen para descansar: el niño se despierta sin aire, por las noches acaba suspendiendo gimnasia, y el drama se vuelve tan terriblemente cotidiano que ni siquiera puedes quejarte. Pero eso no es óbice para no castigarlo cuando se porta mal. No quiero eludir mi culpa, todavía menos ahora que me sé neutral. 

Ahora veo la inocencia. Por otro lado, la Iglesia lleva toda la vida diciéndome que, cuando muera, iré a un sitio maravilloso; tan solo espero que allí no entren el polen ni los ácaros. 

Hay textos que dicen un título y títulos que dicen un texto. La noche avanza sin compasión cuando llega a mi mente el oxígeno. No me iré con la muerte tan fácilmente, aunque muchos lo deseen, quizá a causa del odio que se ha desbordado en las suspicacias de lo no deseado. La herida ha dejado cicatriz; el mundo necesita a alguien más adecuado. La noche avanza sin compasión, también mi madre, ya despierta, que abre preocupada la puerta cuando llega a mi mente el oxígeno. 

Un director de cine (sí, quizá sea Steven Spielberg) acaba de adquirir —por una suma que no ha trascendido ni pienso difundir— los derechos de adaptación al cine de mi obra. ¿A que te ha sorprendido? Jamás habías leído un golpe semejante en una pieza literaria. A esto lo llamo promoción. Pero no te aflijas: el talento, el éxito, no me quitan la vida. Podemos concluir, con bastante certeza, que el amigo Steven nunca leerá este texto; y si lo hace, habrá descartado cualquier propósito de adaptación. No quiero llamar la atención con trucos pendencieros, aunque debo admitir que tales trucos ayudan a impulsar las historias. Hasta Spielberg los usa en sus películas. El marketing es el opio de nuestra sociedad. 

Estoy cansado de trabajar legalmente. No, no soy una persona decente. Trabajo en lo único en lo que podía hacerlo alguien inteligente, pero sin aspiraciones: soy funcionario.

Nada me importaba cuando era niño, tan solo respirar; aun así, podía afirmar que la mierda existe, y que no había mejor lugar para comprobarlo que la vida de un niño: un niño demasiado pequeño, demasiado sin aire y sin esperanza para defenderse de un amigo más hábil a la hora de repartir puñetazos. Ahora quiero empezar de nuevo la pelea.

Hace un par de días me encontré con mi amigo de la infancia. Habían pasado más de veinte años. Le va bien: ha tenido dos hijas, se ha separado, pero tiene un buen trabajo en una multinacional, viaja mucho y parecía contento. No nos dimos unos mamporros porque está mal visto, además llevaba una camisa cara de un sutil color rosa; no merecía ser manchada con sangre.

Nadie vendía nada ni enseñaba algo nuevo; simplemente repetíamos un acto tantas veces vivido: ser algo, competir. Es nuestro derecho inalienable, como amigos que fuimos y siempre seremos, en nuestra eterna pelea de niños hechos hombres. Si Suso puede ser algo, ¿por qué no yo? ¿Qué hay de lo mío? Espero crear los mejores libros que alguien pueda leer en un parque, en una habitación o incluso en el cuarto de baño.

Al final, tú eres mi Steven Spielberg particular. Aquí me dejas tu adaptación cinematográfica: seguramente no se ajusta a la realidad, pero no te llevaré la contraria. El cliente siempre tiene la razón.

Nos sentamos en una terraza. Pedimos cervezas porque era lo que hacíamos antes, cuando todavía creíamos que el mundo nos debía algo. Suso habló de sus viajes, de Singapur y de Frankfurt, de presentaciones en PowerPoint y de bonos anuales. Yo asentía mientras pensaba en los veranos de nuestra infancia, cuando nos bañábamos en el río y él me hundía la cabeza bajo el agua hasta que tragaba lodo y miedo a partes iguales.

Nunca le conté a nadie aquellos episodios. Supongo que me avergonzaba admitir mi debilidad, o quizá intuía que nadie me creería. Suso era encantador con los adultos, siempre sonriente, siempre educado. Yo era el raro, el que se quedaba callado en las esquinas, el que miraba demasiado.

Ahora me pregunta por mi vida y yo invento una versión mejorada de mí mismo. Le hablo de proyectos que no existen todavía, de contactos editoriales que son más deseos que realidades. Él asiente con esa sonrisa que conozco tan bien, la misma que ponía antes de retorcerme el brazo detrás de la espalda.

La verdad es que escribo cada día. La verdad es que llevo cinco años escribiendo la misma novela, reescribiéndola, destruyéndola y volviéndola a construir. La verdad es que trabajo en una librería de barrio y que mi piso huele a humedad. Pero estas verdades no caben en esta terraza, entre su camisa rosa y sus anécdotas de aeropuertos internacionales.

Me habla de sus hijas. Dice que la mayor se parece a él, que tiene su carácter. Me pregunto si eso significa que también pega, si también disfruta viendo el miedo en los ojos de alguien más débil. Pero no lo digo. Sonrío y pido otra cerveza.

Cuando éramos niños, yo soñaba con este momento. Soñaba con encontrármelo años después y ser más grande, más fuerte, más exitoso. Soñaba con la revancha, con verle la cara cuando descubriera que el perdedor había ganado la partida. Pero la vida no funciona así. La vida no es una película de Spielberg donde el marginado triunfa y el matón recibe su merecido.

La vida es esta cerveza tibia, esta conversación incómoda, este nudo en el estómago que no se deshace ni con veinte años de distancia. La vida es seguir siendo el niño que fui, aunque ahora mida uno ochenta y tenga canas en las sienes.

Paga él, naturalmente. Insiste con ese gesto magnánimo que siempre me hizo sentir pequeño. Nos despedimos con un abrazo rápido, de esos que no significan nada. Me dice que tenemos que repetir, que no dejemos pasar otros veinte años. Yo asiento sabiendo que no volveremos a vernos, que esta ha sido nuestra despedida real, nuestro cierre definitivo.

Camino a casa pensando en todo lo que no le dije. En los moratones que escondía bajo la ropa. En las noches que pasé despierto, tramando venganzas imposibles. En la rabia que aún llevo dentro, intacta, afilada, esperando su momento.

Y entonces lo entiendo: ya he ganado la pelea. No en esa terraza, no con palabras ni con puños. La gano cada vez que me siento frente al ordenador y escribo sobre niños asustados que crecen y sobreviven. La gano cada vez que transformo el dolor en palabras, la humillación en literatura, el miedo en algo que otros pueden leer y reconocer.

Suso tiene su multinacional, sus viajes, su camisa rosa. Yo tengo esto: la capacidad de contar lo que duele, de darle forma a la oscuridad, de hacer que importe. Y quizá, solo quizá, eso sea suficiente.


 

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“Para un escritor que se suicidó”. Comienzo de EL LIBRO VERDE (versión autorizada)


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Antes de empezar debo contar un pensamiento que me persigue desde hace tiempo. Este consiste en que, una vez que hayas leído mis esfuerzos de escritor, quizás tengas la sensación de que solo has encontrado escombros: desperfectos de una construcción que aniquila a sus moradores, simples errores que se aplastan a sí mismos. Lo que ocurre no es que nadie me entienda, sino que uno no entiende nada. El mundo gira, la gente sigue igual que siempre y el autor busca una muerte recompensada. Recompensada con la fama, con el dinero y con el reconocimiento. 

Seguro que hay personajes que buscan dobles significados en mis palabras, mensajes ocultos donde se revelan grandes verdades, verdades oscuras. En definitiva: no los hay. Soy un ser simple, en su día pendenciero y sinvergüenza; hoy, sin respuesta y perruno, acomodado, al fin y al cabo. No busques, pues, grandes recompensas en mis escritos. 

Ahí están, para muestra, las historias y los sueños que os cuento. Lo que hago con las palabras se reduce a un baile en el que repito siempre los mismos pasos y notas: un poco de mi vida, unas nociones de religión casera (sí, existe la religión casera, la inventé yo) y mucho de la mujer que más me odia. Con eso, y con la ayuda de la música que me acompaña cuando escribo, todo está hecho. Ante la mezcla mágica, hasta el propio creador se queda perplejo. Desde el punto de vista productivo, la fórmula tiene éxito: cuatro novelas y diez poemarios acabados dan muestra de ello. Desde el punto de vista de la calidad, quizás flojee. No debiera ejercer la autocrítica —cualquiera puede notar que mi opinión nace del meollo de la subjetividad—, pero aun así hoy quiero castigarme, flagelar la vanidad con mis trucos baratos de comediante y exhibicionista. 

Como canta Barricada, «ninguna bandera me pone carne de gallina», ni siquiera la propia. Si quieres leerme (al final lo estás haciendo), no te sofoques, pues. Aquí no buscamos grandes metas, aunque tampoco dudamos de la capacidad intelectual de los compañeros de viaje. Cualquier hijo de vecino necesita literatura liviana, aunque venga acompañada de un exceso de metáforas. 

Llegado a este punto aparece el momento en que el autor no sabe qué escribir y escribe lo primero que se le ocurre, algo así como que no se le ocurre nada. Otra forma de hallar una salida consiste en recoger una palabra del disco que escucha en ese momento; o mejor aún, agarrar un libro de otro autor y no soltarlo hasta haberle robado la esencia, transponiendo con otras palabras su ritmo interno. Sí, estáis en lo cierto: cualquier truco vale para avanzar en este viaje de palabras. 

Se prepara la gran explosión para crear el universo que algo, alguno, quizás tú, ha creado para nosotros. Seamos felices con lo dado, aunque nos rodee la tristeza. Todavía podemos respirar aire, todavía podemos hacer el amor; forniquemos entonces como posesos hasta que el mundo se acabe: la causa lo merece (yo también lo intento). 

Ahora la pregunta parece obvia: ¿por qué seguir adelante? Solo para pasar el tiempo, para quedar estancado en el tantas veces repetido punto de partida. Ignoro la respuesta; ya os dije entre líneas que soy un ignorante. Solo espero la caridad o el compadreo, o ambas cosas a la vez; nada importa. Tampoco mi religión casera (a mí solo me ha dado quebraderos de cabeza). Y, sin embargo, sigues leyendo: ¿será magia? 

Seré breve porque los textos largos parecen una cárcel, muy bien decorada, pero cárcel, al fin y al cabo. Ignoro si hubiera comprado un libro mío de haber sido de otro. Digo «uno» porque estoy imaginando las próximas críticas que nos separan: que el texto no avanza, que al final no dice nada, que resulta una mezcla rara entre poesía y pornografía, un títere sin pies ni cabeza, un engendro del malestar. No os cortéis: es lo que pensáis. Nada importa. 

David Foster Wallace se suicidó —creo que con una escopeta o un rifle (no sé si son lo mismo)—. Nada importa. He leído algo de él, algún ensayo, y me ha cautivado. ¿Soy yo su sucedáneo? La canción dice que «he perdido mi apuesta por el rock and roll». Para los ávidos de señales o datos, diré que la escucho en el disco en directo Pequeño cabaret ambulante de Enrique Bunbury. Ya lo sé: está mal mostrar los engranajes, pero estoy harto de lo que está bien y lo que está mal. Soy un iluso; solo escribo esta línea para añadir una más a un párrafo en el que salen dos grandes autores. 

Me gusta mencionar nombres y asociarlos con sensaciones. Nace así otro recurso, muchas veces repetido, aunque no por ello menos odiado. No voy a abandonar este barco que se hunde: necesito un poco de sal para mi rodaballo (otro recurso: mencionar algo que no tiene nada que ver con lo que se escribe. Rompe el ritmo y despierta). Entretanto, podéis poner la sartén al fuego y empezar a calentar el aceite: tengo hambre y necesito vitaminas para continuar. 

Continuemos con una referencia a la actualidad, esa que sale en los telediarios y los periódicos: «los alumnos del Ciclo de Artes Gráficas se manifiestan por el uso del tolueno, compuesto tóxico que emplean en sus clases prácticas». En el disco Enrique brama: «Él va pidiéndole a Dios que se lo lleve con ella… Por eso va buscando la muerte». No me reconozco en lo que digo. Llega el momento del desvarío, uno de esos que ponen de los nervios a mis detractores. Di algo más, Enrique, te necesito. 

La escritura parece ya entrecortada, como si el autor se hubiera tomado algo para sacar palabras de donde no las hay. La canción termina, no las palabras. Ha llegado el momento de la verdad: estás pensando un final, un final que nunca habría imaginado que llegaría (y perdón por repetir el verbo, me gustan los juegos de palabras). En el disco el público pide «otra», repetidamente. «¡Bravo, bravísimo!» —esto lo digo yo—. 

Llega el tango final: agárrate a mis michelines, objeto de comida basura como mis escritos. No esperéis peras del olmo: el mundo se acaba, el ensayo está completo y ha regresado a su punto de inicio. ¿A que no he añadido nada que no supieras antes? Muchísimas gracias por haber llegado hasta aquí. De cualquier forma, esto solo acaba de comenzar. Os espero en el próximo sueño. 

Ahora necesito descansar y olvidar que no he hecho nada. Necesito pensar en objetivos, en falsos logros, en creerme artista para todo lo que propongo… y aun así no llegar ni a simple artesano. Solo escribo basura: errores que se aplastan por sí mismos, casi como una buena película erótica de esas que tanto nos gustan y que abandonamos a los quince minutos por lo que nos provoca. 


sábado, 18 de octubre de 2025

Crítica de “Una batalla tras otra”




Aquí tienes una crítica de la película Una batalla tras otra (2025), dirigida por Paul Thomas Anderson y protagonizada por Leonardo DiCaprio — repasando sus aciertos, sus fallos y lo que aporta al cine contemporáneo.



✅ Lo que funciona



  1. Ambición formal y visual: La película se muestra como un espectáculo visual de gran escala — rodaje en celuloide, uso de formatos amplios (VistaVision según algunas críticas) que aportan majestuosidad. 
    Además, Anderson aparenta en esta ocasión elegir un estilo un poco más sobrio, menos «gourmet» en el sentido de florituras formales excesivas, lo que ayuda a mantener el ritmo a pesar de su duración.  
  2. Un reparto potente y actuaciones destacadas: Con DiCaprio al frente, y nombres como Sean Penn, Benicio Del Toro, la película tiene caras capaces de sostener los momentos más extremos de tono. Las críticas resaltan que Penn entrega «uno de los villanos más memorables» recientes.  
  3. Mezcla de géneros y tono arriesgado: La película combina thriller, sátira, acción, reflexión política/social — lo que le da identidad propia. Las críticas lo ven como algo visceral y dinámico, con momentos divertidos, intensos y emocionalmente tensos.  
  4. Reflexión política y social: Aunque envuelta en una estructura de acción, aborda temas como la militancia, la revolución, la represión, el desengaño ideológico, el paso del tiempo — lo que le da un plus de profundidad más allá del simple entretenimiento.  






❗ Lo que no termina de convencer



  1. Duración y ritmo: La película es larga (cerca de tres horas según algunas fuentes) y para algunos espectadores esa extensión no está justificada por el guion o la profundidad de todas las subtramas. Los críticos señalan que «muchos episodios nunca se retoman» o no quedan del todo claros.  
  2. Guion irregular / exceso de ideas: A pesar de la potencia visual y temática, se critica que el guion se dispersa: demasiados personajes, saltos de tono, mezcla que en algunos tramos provoca confusión sobre cuál es el foco principal. Ejemplo: ¿acción de persecución? ¿drama político? ¿sátira social? A veces parece querer abarcarlo todo.  
  3. Mensaje ideológico poco claro: Algunas reseñas argumentan que, pese a la ambición, el discurso político queda difuso o demasiado simbólico sin llegar a concretar plenamente sus ideas. Por ejemplo, el comentarista Bret Easton Ellis señala que «su prestigio se sostiene más por postureo que por méritos reales».  
  4. Reacciones polarizadas: Hay una clara división entre quienes la consideran una obra maestra contemporánea y quienes la tachan de pretenciosa, excesiva o desconectada. Por ejemplo, el crítico Carlos Boyero habla de ella como «una de las más tontas e insoportables del año».  






🎬 Mi valoración general



En conjunto, “Una batalla tras otra” es un filme importante, y uno que merece verse, sobre todo si te interesa un cine que mezcla espectáculo, reflexión y riesgo.

– Si clavas tu expectativa en el “gran” Anderson —visualmente imponente, intelectualmente estimulante— entonces casi cumple con creces.

– Pero si esperas un guion compacto, clara línea narrativa y un mensaje que no necesite decodificarse, puede resultar frustrante.


Yo le pongo un 7,5/10: mucho que admirar (dirección, ambientación, actuaciones) pero también algunas fisuras que impiden que sea “la obra maestra indiscutible” que muchos predicen.





🔍 Recomendación



– Ve esta película si te gustan los cineastas que se arriesgan, te interesa la política ficcionada, te atrae el cine con ritmo, acción y reflexión.

– No la veas si prefieres historias más contenidas, de duración moderada, y con un mensaje claro y sencillo.

– Y al salir del cine, tómatela con calma: seguramente querrás debatir qué significa, qué se quedó por contar, y cuál es tu posición ante los dilemas que plantea.