Ricardo
cogió uno de los recortes. La fotografía de un niño de unos nueve años,
sonriendo a la cámara con un par de dientes de leche a medio caer. Miguel
Ángel Torres. 8 años. Desaparecido en Vitoria. Octubre de 1997.
El
rostro le resultaba vagamente familiar. O quizá solo era que todos los niños
desaparecidos acababan pareciéndose: ojos que pedían ayuda desde un pasado
congelado.
—Mi
padre creía que había una red —continuó Lucía—. No de trata sexual, al menos no
principalmente. Algo diferente. Algo relacionado con personas de poder que
necesitaban... servicios.
—¿Qué
clase de servicios?
—No
lo sé. Pero encontró una conexión. —Lucía sacó otra fotografía, esta de un
edificio—. Esta es una finca en Sierra Mágina. Jaén. Propiedad de una fundación
benéfica que nunca existió realmente. Registro falso. Pero entre 1995 y 1999,
hubo actividad ahí. Vehículos entrando y saliendo. Siempre de noche.
Sierra
Mágina.
Las
palabras que había descubierto bajo el número 47 en su cuaderno.
El
recuerdo volvió, más nítido esta vez. La carretera de montaña. Sergio
conduciendo. Y él mismo diciendo: «¿Estás seguro de esto? No tenemos
autorización. Si nos pillan...»
Y
la respuesta de Sergio: «No la necesitamos. Esto está por encima de los
protocolos. Si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará.»
—Estuve
ahí —dijo Ricardo, casi sin darse cuenta de que hablaba en voz alta—. Con tu
padre. No sé cuándo exactamente, pero estuve en esa finca.
Lucía
lo miró con una intensidad que cortaba.
—¿Qué
viste?
—No
lo sé. Es como si... como si esa parte de mi memoria estuviera borrada. Solo
quedan fragmentos. Imágenes sueltas. —Ricardo cerró los ojos—. Una casa
abandonada. Una puerta. Alguien gritando detrás de esa puerta.
—¿Quién?
—No
lo sé.
Cuando
abrió los ojos, Lucía estaba escribiendo furiosamente en su libreta.
—¿Sabes
qué es el Propofol? —preguntó sin levantar la vista.
—¿El
anestésico?
—Sí.
Pero en dosis menores, se usa para otros propósitos. Puede causar amnesia
anterógrada. Básicamente, borra la memoria de las horas previas a su
administración. —Lucía levantó la vista—. Mi padre tenía una nota sobre eso en
sus archivos. Sin contexto. Solo la palabra «Propofol» subrayada tres veces.
Las
piezas empezaban a encajar, formando una imagen que Ricardo no quería ver, pero
que no podía apartar la mirada.
—¿Crees
que me drogaron? ¿Que borraron mi memoria de lo que vi en esa finca?
—Creo
que tanto mi padre como tú visteis algo que no debíais ver. Él lo documentó.
Tú... a ti te hicieron olvidarlo.
—¿Por
qué a mí y no a él?
—Quizá
porque mi padre sospechaba. Quizá se aseguró de que no pudieran acercarse lo
suficiente. —La voz de Lucía se quebró ligeramente—. O quizá porque era más
fácil matar a uno y manipular al otro. Un muerto genera preguntas. Un detective
con amnesia solo genera lástima.
Las
palabras eran crueles, pero probablemente ciertas.
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