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miércoles, 5 de marzo de 2014

¿Para qué sirve la filosofía?


Máximo Castro Turbiano

Función cultural de la filosofía

Las personas indiferentes al estudio de los temas filosóficos, que son muchas y no pertenecen sólo al vulgo iletrado, sino que se las encuentra con bastante frecuencia entre las clases instruidas y aún entre los cultivadores de las ciencias positivas, suelen hacer a los que tienen vocación por estas materias la siguiente pregunta: ¿cuál es la utilidad de la filosofía? En esta pregunta se trasluce algo más que una simple duda, pues en ella indirectamente se da a entender por quien la formula que a su juicio las cuestiones filosóficas carecen de una verdadera finalidad humana siendo solo pasatiempos entretenidos como el ajedrez o el bridge. Otras veces, no en forma indirecta y velada, sino abierta y concretamente, se declara que la filosofía es algo intrascendente que no reporta ningún beneficio tangible a la especie humana.
Este estado de opinión, muy generalizado en todos los tiempos, pero sobre todo en la vida moderna donde las condiciones económicas de la sociedad capitalista y la imperiosa lucha por la vida han debilitado en el hombre la sensibilidad para todo lo que no pueda traducirse en beneficio material inmediato, justifican este breve trabajo, donde trato de poner de relieve de un modo sencillo y comprensivo la función que ha ejercido y ejerce la filosofía en la sociedad humana, haciendo resaltar los beneficios que de ella se derivan para la colectividad.
El problema de la utilidad de la filosofía puede plantearse, bien con respecto al individuo considerado en si mismo o con respecto a la sociedad. En lo que al individuo atañe, basta observar que la meditación o el estudio de la filosofía producen un profundo placer espiritual en quien con vocación la cultiva, para que quede así justificada aún cuando no tuviera ningún otro beneficio que ofrecer. El placer, ya sea espiritual o sensible, es uno de los principales objetivos de la actividad humana. Naturalmente, el placer que nos dispensa la filosofía no es del mismo género del que nos proporcionan los bienes materiales. Es un goce intelectual, hermano de la emoción estética y del éxtasis religioso que se encuentra en todos los hombres ya en forma latente o manifiesta, aunque en muchos esté tan anestesiado que parezca como si no existiera. Desgraciadamente, hay muchos seres humanos en quienes el espíritu duerme un sueño profundo y solo se despierta a veces para interrogar: ¿qué utilidad puede tener el espíritu?
Esta justificación subjetiva de la filosofía solo tiene valor, naturalmente, para aquellos dotados de sensibilidad filosófica y no puede utilizarse como argumento que justifique su utilidad objetiva. La refrigeración sólo tiene sentido para quienes experimentan las sensaciones de calor y de frío y carecería de objeto para seres que no estuviesen dotados de sensibilidad térmica. Pero al menos, constituye la primera objeción que puede oponérsele al que formule en tesis general la pregunta de la utilidad de la filosofía, pues basta que existan algunos seres humanos que disfruten de sus beneficios para destruir su generalidad dejándola reducida si ha de tener valor a la siguiente: ¿qué utilidad puede tener la filosofía para nosotros los que carecemos de emotividad filosófica?
Pero –y continuando en el individuo aislado– hay otros beneficios, aparte del goce espiritual, que la filosofía reporta a quien la cultiva. La filosofía es una investigación y también el conjunto de los resultados y problemas que de dicha investigación se derivan. Es un esfuerzo dirigido para obtener una visión lo más completa posible del universo y de la vida, y produce una ampliación del horizonte intelectual y un entrenamiento y educación de la facultad de pensar que es el instrumento que distingue al hombre de las otras especies zoológicas y cuyo uso le ha conferido el inmenso poder de que disfruta.
Del mismo modo que los ejercicios físicos que dan vigor y elasticidad a los músculos, confieren al hombre una potencia que puede ser utilizada fuera del deporte, así al adiestramiento mental que nos proporciona la búsqueda de la verdad es una potencia que la meditación filosófica desarrolla en el intelecto humano que puede ser utilizada en todos los dominios con gran provecho.
En cuanto a los conocimientos que los estudios filosóficos procuran, constituyen una especie de capital intelectual que el individuo puede emplear en forma múltiple, y los cuales, abriendo un ventanal en el estrecho recinto de la vida práctica, muestran a los ojos del entendimiento un infinito lleno de grandeza y misterio.
El instinto más arraigado en todo el mundo zoológico es el del mejoramiento o superación. La evolución biológica que comienza con los organismos más rudimentarios y a través de una larga cadena de transformaciones progresivas llega hasta el hombre, es la manifestación objetivada de este instinto. En la especie humana este instinto de perfeccionamiento desembocó en [5] el desarrollo del intelecto y se manifiesta en el deseo de conocer como una de las vías o caminos de todo desarrollo ulterior.
Cuando se contempla la historia desde la atalaya de los siglos, ésta aparece, a pesar de todos sus vaivenes y retrocesos, como un movimiento en espiral, en el cual el hombre, partiendo de la animalidad se va lentamente humanizando, espiritualizando, y es este movimiento lo que le da sentido a la historia y es esta característica de la historia lo que da sentido a la vida. Hay en la evolución del hombre como un lento despertar de apetencias que se dirigen hacía la verdad, la belleza y el bien; y advertimos como la aguja invisible del espíritu va bordando sobre la tela de lo puramente biológico el magnífico paisaje de la cultura. Poco a poco se van desarrollando el arte, la filosofía y las ciencias como pirámides gigantescas que se elevan sin cesar cual si obedeciesen al imposible propósito de escalar el infinito.
Muchos son los caminos de perfección que el hombre puede seguir consciente o inconscientemente. La filosofía es uno de ellos. Es una avenida que lo conduce a la verdad, que lo dirige hacia la luz y lo separa progresivamente del mundo animal en el que vivía adormecido y entre tinieblas como el feto en el seno materno.
Pero no es en el individuo considerado aisladamente donde hay que buscar los grandes beneficios de la filosofía, sino en los efectos que en la sociedad produce su cultivo donde hemos de hallar una justificación completa de esta actividad tan eminentemente humana y una respuesta decisiva a la pregunta que acerca de su utilidad hemos planteado al inicio de este trabajo.
Es un hecho palmario que en todos los períodos históricos que nos son conocidos, la vida intelectual humana, tanto individual como colectiva, ha estado compuesta de un tejido de creencias que han servido a los hombres y a los pueblos de orientación y pauta en sus actividades. Estas creencias no se originaron, sin embargo, mediante un proceso crítico que les confiriese validez objetiva.
En la primera fase intelectual de los ciclos culturales conocidos se revela que el hombre, antes de crear la ciencia como un instrumento diseñado para procurarle el conocimiento, tenía ya un repertorio completo de opiniones sobre todas las cosas que se proyectaban en el campo de su percepción y de su inteligencia. Como dijo el doctor Gustavo Le-Bon el hombre puede vivir sin verdades, pero en ningún momento ha podido vivir sin creencias.
La inteligencia espontánea, o más bien la imaginación, es un mecanismo destinado a producirnos creencias, y a juzgar por los infinitos errores que la evolución de la cultura ha puesto de manifiesto, este mecanismo carece en sí mismo de garantías, o en otras palabras, carece de eficacia para producir la verdad.
El pensamiento espontáneo, fase primaria por que atraviesa la evolución intelectual del hombre, es ingenuo y no tiene conciencia de que puede ser falso, porque no ha aprendido todavía a distinguir la esencia de la verdad, lo subjetivo de lo objetivo y lo psíquico de lo lógico.
Es un error creer que la filosofía nació como un intento para darnos una concepción del mundo. Antes que el hombre empezara a hacer filosofía o a pensar filosóficamente ya el género humano se había formado una concepción del mundo. La filosofía nació precisamente cuando alguien, frente al cuerpo de creencias ya elaboradas, se atrevió a formular una duda y a decirse para sí mismo: ¿hasta qué punto estas creencias que todos aceptan son verdaderas? Para formular esta pregunta, donde se pone en duda por vez primera la identidad entre el ser y el pensar, era preciso que la inteligencia alcanzara un nuevo nivel, desconocido al pensamiento ingenuo. Este nuevo nivel puede denominarse pensamiento lógico, pensamiento reflexivo o pensamiento racional para distinguirlo del proceso espontáneo que le precedió.
¿En qué puede consistir, considerada en su esencia, esta nueva forma del pensamiento humano? Cuando nos dirigimos directamente a los objetos nuestro pensamiento está orientado y fundado psicológicamente en el hábito, en los reflejos condicionados y en el mecanismo subjetivo de la asociación de las ideas que son las tres fuentes de donde deriva el pensamiento ingenuo, las cuales carecen de garantías suficientes, pues la validez de un juicio no puede fundarse nunca en el hecho de que procede de un hábito. Un pensamiento es verdadero cuando se ajusta estrictamente al objeto a que se refiere y no en virtud de proceder de una determinada fuente psicológica. Los pensamientos falsos y los verdaderos pueden proceder de las mismas fuentes, por lo que no puede encontrarse en ellas el criterio de su validez.
Pero cuando el pensamiento en vez de dirigirse a los objetos, identificándose con ellos, se vuelve sobre si mismo, aparece entonces una nueva dimensión del pensar que llamamos pensamiento reflexivo y que es lo que constituye la esencia misma de la filosofía. Cuando son las creencias y no los objetos los que se someten a examen se presenta ante nosotros un nuevo mundo intelectual. Junto al conocimiento del ser aparece el conocimiento del conocer, y cuando se da este paso se empieza a hacer visible la distinción entre el pensamiento y la cosa, dando origen a una serie de problemas cuyo eterno planteamiento [6] y profundización es lo que en el curso de los tiempos se ha llamado filosofía.
Desde luego, solo en tiempos recientes ha llegado a adquirir el hombre una noción más o menos precisa de lo que significa la filosofía que es ante todo ciencia del conocimiento y solo es ciencia del ser en función de los resultados de la ciencia del conocimiento. Hasta la época de Kant no se tuvo una idea precisa de que aunque históricamente el estudio del ser había precedido a la investigación del conocimiento, lógicamente la ciencia del conocer tiene prioridad sobre la teoría del ser, pues nuestro conocimiento del ser se ilumina y precisa cuando lo abordamos dentro de los límites y las conclusiones que nos proporciona la teoría del conocer.
Con justicia se ha hecho de Grecia la cuna de la filosofía, pues según los datos históricos parece que fue allí donde por primera vez el hombre sometió las creencias a un examen crítico, dando origen a la filosofía. Cuando en Jonia aparecieron los primeros filósofos hace 26 siglos, los hombres tenían ya formada una teoría del mundo que ha llegado hasta nosotros con el nombre de mitología griega. Igualmente, sobre todos los asuntos de orden moral y político el pueblo griego tenía un repertorio completo de creencias.
La filosofía griega comenzó por poner en tela de juicio estas creencias sustituyéndolas por otras que habían sufrido con mayor o menor intensidad el fuego purificador de la reflexión. La concepción mítica del mundo que no se extinguió con los griegos, pues aún persiste en muchas creencias que son moneda de curso legal en nuestro mundo civilizado, se originó de una manera natural y espontánea por el simple funcionamiento de las leyes del intelecto. El hombre se conoce a si mismo como agente causal; puede lanzar flechas con su arco, cazar animales, derribar árboles, etc. Sin necesidad de que penetrara profundamente en los supuestos que tal actitud implicaba el hombre primitivo se consideraba como un centro de fuerza, como un agente causal capaz de producir efectos en el mundo circundante. Al contemplar la marcha de los ríos, la violencia de los mares, la furia de los vientos. etc., es perfectamente natural que razonando por analogía supusiera que tales fenómenos fueran producidos por seres parecidos a él. Así concibió a los dioses como los agentes productores de los fenómenos de la naturaleza, y al mismo tiempo, llegó a pensar que todo acontecimiento que ocurriese en el mundo que no tuviese un origen humano procedía de la voluntad y designio de dichos dioses. Estos son los fundamentos psicológicos de lo que se ha llamado animismo y que caracteriza la larga etapa precientífica por que atravesó el género humano. En todos los pueblos donde el pensamiento no ha podido alcanzar el nivel reflexivo o crítico la concepción animista de la naturaleza reina de un modo absoluto.
Pero no ha de creerse que la interpretación animista de la naturaleza desapareció de una manera completa con la aurora del pensamiento reflexivo. El pensamiento reflexivo al someter a crítica la concepción animista va poco a poco despojándola de su dominio, pero este es un proceso que todavía en nuestro tiempo no se ha terminado. El gran astrónomo Kepler, a pesar de ser uno de los hombres de ciencia más notables de todos los tiempos y de haber descubierto las leyes del movimiento de los planetas, suponía que cada planeta tenía un alma, es decir, un dispositivo psíquico para guiarlo y dirigirlo en su trayectoria elíptica. Con Newton y su teoría de la gravitación se puso en evidencia lo superfluo de la creencia de Kepler, pero el mismo Newton que dio una explicación mecánica del movimiento de los cuerpos del sistema solar, extendiéndola inductivamente al universo, creía que la ley de gravitación no bastaba para explicar la mecánica celeste, y que era preciso que algún ente dotado de inteligencia y propósito, o en otras palabras, la divinidad, hubiese colocado los cuerpos celestes en las posiciones convenientes para que por la acción de la fuerza gravitatoria se produjese en lo adelante y para siempre el curso armonioso de los mundos en el espacio infinito. La opinión de que para comprender el universo es necesario suponer la existencia de un ser externo al mismo que lo dirija y regule, lo cual es una de las ideas capitales de la concepción religiosa del universo, es tan animista como cualquier mito griego y el hecho de que esta idea haya atravesado la crítica de los siglos y esté aún muy difundida en nuestro mundo intelectual, en nada altera la afirmación de que está fundada en el mismo razonamiento en que reposaba la concepción mítica del mundo característica de la época precientífica.
Al someter a un examen crítico el sistema de creencias míticas, típico del mundo griego prefilosófico, la filosofía griega dio el primer paso para la construcción de la ciencia, erigiendo el basamento indestructible sobre el cual descansa. Al observar la regularidad de ciertos fenómenos naturales que permitían suponer que éstos se producían por causas puramente físicas, sin la intervención de un designio personal, y al notar que los pretendidos agentes causales de índole sobrenatural no se presentaban por ninguna parte, los primeros filósofos griegos dieron un golpe de muerte a la cosmología mitológica y fundaron la concepción científica de la naturaleza.
Cuando examinamos las opiniones de los pensadores presocráticos nos sorprende su profunda afinidad con el pensamiento científico moderno, y nos fijamos más en las nuevas ideas [7] que trajeron al mundo que en aquellas que se propusieron destronar. Pero sin el examen crítico, como paso previo, del conjunto de creencias que estos filósofos encontraron elaboradas, las ideas a que ellos llegaron no se hubieran tal vez producido. Estas ideas se generaron para reemplazar a las que se encontraron erróneas, y no surgieron directamente como producto de una investigación encaminada a dar una teoría del mundo, sino que al destruir por la crítica la teoría precedente, sobre las mismas bases de esta crítica se proyectó una nueva imagen del mundo.
Este enfoque del origen de la filosofía y de las causas que la inspiraron desde sus primeros pasos, nos pone ya al descubierto el aspecto de la filosofía que nos proponemos desarrollar en este trabajo. La filosofía ha sido siempre un examen crítico de las creencias, y al haber mantenido una lucha perenne por desterrar del mundo cultural las ideas y opiniones que no podían resistir el examen de la razón ha desempeñado un papel social de incomparable valor despejando la atmósfera intelectual de toda clase de errores y prejuicios, reemplazándolos por ideas que aunque en definitiva también pudieran ser erróneas, eran al menos el producto de un examen de la razón, y no se presentaban ya como surgidas de una fuente exterior al pensamiento humano. Estas nuevas ideas se presentaban con cierto derecho a ser tomadas en consideración por el hombre, y mantenían una pretensión de verdad que únicamente podía ser destruida por un examen racional más hondo y penetrante.
Así nos aparece la filosofía como un perpetuo y progresivo movimiento dialéctico en el cual, el pensamiento se supera continuamente a sí mismo alcanzando cada vez niveles más altos. Los dos principios fundamentales del método filosófico son, pues, los siguientes: Primero, toda idea para que tenga derecho de ciudadanía en el mundo del pensamiento debe satisfacer los requisitos de la razón, o en otras palabras, debe presentarse como intelectualmente fundada. Segundo, toda idea intelectualmente fundada solo puede perder su carta de ciudadanía en el mundo del pensamiento si es intelectualmente refutada, aduciéndose nuevas razones que descarten o destruyan los fundamentos en que reposaba. En otros términos, la razón no conoce otro tribunal que la razón misma.
Estos principios garantizan el progreso perenne del conocimiento e impiden al mismo tiempo que factores extraños al pensamiento invadan los dominios de la filosofía, pretendiendo fundar ideas que no se originen por métodos rigurosamente intelectuales y que no resistan la crítica de la razón. Cuando Kant puso por título a su obra principal «Crítica de la Razón Pura» indicó indirectamente el único camino auténtico del filosofar, según el cual la razón, examinándose a sí misma, va alcanzando sucesivamente etapas superiores de desenvolvimiento.
El concepto «superación» encierra la verdadera médula de lo que significa progreso y desarrollo en filosofía. En el curso de los siglos se manifiesta la continuidad del pensamiento filosófico en el proceso dialéctico según el cual todo pensamiento nuevo que invada el territorio de la filosofía se presenta como una refutación de las ideas que le precedieron. Sin esta refutación previa, la nueva idea carecería de base suficiente para pretender la aquiescencia universal. Ilustraremos este proceso con un ejemplo. La filosofía cartesiana como todos sabemos contiene una concepción del universo, pero ésta se proyecta sobre una refutación implícita de la filosofía escolástica. Sin esta refutación, el cartesianismo no hubiera podido triunfar, pues la escolástica representaba hasta ese momento una interpretación del mundo que satisfacía la inteligencia de los hombres, y para sustituirla era preciso primero destronarla.
En el campo de la ciencia positiva el proceso es distinto porque la verificación experimental proporciona un método de llegar a la verdad completamente distinto del especulativo, siendo posible descubrir nuevas leyes sin una previa refutación de las teorías que antes estuvieron en boga. De este modo el método experimental introduce una nueva dimensión en la búsqueda del conocimiento. En la filosofía, sin embargo, no puede aplicarse el método experimental, pues precisamente los problemas filosóficos son tales porque por su naturaleza excluyen la verificación experimental ya sea de un modo temporal o permanente. Cuando a consecuencia del progreso de los medios de investigación es posible someter a la prueba experimental las soluciones de un problema antes investigado en forma especulativa, dicho problema deja de ser filosófico para convertirse en científico.
Vemos, pues, que la filosofía ha podido desempeñar en la historia de la cultura un extraordinario papel contribuyendo al mejoramiento de las ideas por un proceso crítico que ha permitido la eliminación de numerosos errores, y a separar nítidamente lo verdadero de lo probable y lo probable de lo problemático.
Es un hecho notorio que las causas indirectas o invisibles suelen pasar inadvertidas como lo demuestra de manera indudable la historia de la ciencia. Las fuerzas que han moldeado el globo terráqueo dando relieve a las montañas, cauce a los ríos y lecho a los mares, escribiendo así lo que se ha llamado propiamente autobiografía de la tierra fueron durante mucho tiempo ignoradas y hasta el siglo XIX no empezó a considerarse, después de los trabajos de Lyell, que [8] la configuración del planeta con todas sus características se había producido por efectos de causas naturales que obraban de una manera continua. Del mismo modo hasta Darwin el mundo ignoró por completo el mecanismo de la selección natural, procedimiento por el cual se había manifestado la evolución de la vida desde las formas más bajas hasta la especie humana.
Se comprende perfectamente que en la historia de las ideas no se haya advertido que el pensamiento filosófico ha procedido como un mecanismo de selección intelectual, y que al someter a las ideas en el curso de los siglos a un proceso análogo al que se verifica en el mundo biológico, haya hecho posible que en nuestros días la vida intelectual alcance el alto nivel que tiene. Naturalmente todavía subsisten numerosos errores y prejuicios, y muchas ideas verdaderas permanecen inoperantes, pero sí no hubiese sido por la acción depuradora del pensamiento filosófico todavía viviríamos en la barbarie.
El efecto de la filosofía sobre las opiniones de una época es mediato, y como los impuestos indirectos, suele pasar inadvertido. Cuando, por ejemplo, se examina una constitución política que garantiza los derechos del hombre y establece una forma progresiva de organización jurídica se suele oxidar que sin los filósofos franceses de la Enciclopedia y la serie de pensadores que antes y después de ellos han trabajado por instituir una teoría del Estado sobre bases racionales, viviríamos todavía bajo el imperio del despotismo absoluto y las monarquías de derecho divino.
El filósofo es, por lo general, un hombre solitario que en el silencio de su gabinete, tras largas y profundas meditaciones, va formando su concepción del mundo y de la vida. No suele ser hombre de acción, y rara vez interviene directamente en las luchas sociales y políticas, de donde suele nacer la idea de que el filósofo vive en otro mundo, y que sus opiniones no influyen en los acontecimientos. Esta es una falacia muy frecuente, la de suponer que lo que no actúa directamente no actúa. Pero las élites que en todas partes del mundo, sea bajo formas democráticas o aristocráticas, dirigen el curso de la historia, sufren como clases cultas la influencia del pensamiento filosófico, y de este modo la trasmiten a todas partes. Los dirigentes de la revolución francesa fueron el brazo por donde actuó el pensamiento de los enciclopedistas y Lenin y Stalin los vehículos mediante los cuales las ideas que se agitaron en el cerebro de Carlos Marx hace ya cerca de un siglo han puesto en actividad a todo el pueblo de Rusia dando forma y estructura a la sociedad soviética.
Si considerásemos cada una de las manifestaciones culturales del hombre en su historia, desde la ciencia hasta la política podríamos ver paso a paso como las ideas filosóficas de cada época fueron los moldes invisibles en que cristalizaron todas estas manifestaciones. Por otra parte, el filósofo no se aísla del mundo por mero capricho. Toda labor intelectual intensa requiere concentración de energías, esfuerzo continuado e inhibición de los estímulos que debilitan la intensidad de la atención. Las estrellas solo se nos hacen visibles cuando la intensa luz solar deja de afectar nuestra retina. Del mismo modo en el misterioso mundo del intelecto, es preciso tender el cortinaje de la noche sobre los estímulos, para que los pensamientos más profundos aparezcan como brillantes luceros en el horizonte de la atención. No es misión del filósofo distribuir las mieses, sino cosecharlas, y si fuese a la vez distribuidor y cosechero, sus huertos no podrían prosperar.
En la lejana y maravillosa Atenas, nadie encarnó mejor que Sócrates el papel de la filosofía. El gran maestro de Platón recorría las calles de la ciudad helénica haciendo preguntas por las cuales sometió el cuerpo de creencias que constituían la osamenta ideológica de la vida ateniense a la más aguda crítica, contribuyendo de este modo al mejoramiento de la cultura griega. Después del descubrimiento de la imprenta la influencia filosófica ya no necesitaba producirse solamente de un modo directo y verbal, sino que mediante el instrumento incomparable del libro el pensamiento filosófico pudo llegar a fertilizar todo el ámbito cultural de un modo indirecto. Pero donde de un modo más potente se ha manifestado la influencia cultural de la filosofía es en el desarrollo de la ciencia.
La ciencia moderna que a partir del Renacimiento ha adquirido un desarrollo tan poderoso y una influencia tan decisiva que con justicia puede ser considerada como la más grande epopeya del espíritu humano, debe en gran parte a la filosofía su esplendor y predominio. En primer término, como se sabe, todas las ciencias son ramas que brotaron del tronco común de la filosofía, y como hijas de ésta le deben a aquélla su vida. Puede asegurarse que sin la preparación intelectual y el afinamiento del espíritu humano por siglos de filosofar, la ciencia no hubiera podido surgir. Los pueblos que no crearon una filosofía tampoco han podido crear la ciencia. El espíritu filosófico y el científico son solo diversas manifestaciones de un mismo espíritu, caminos diferentes por donde se orienta una ansiedad única: la ansiedad de conocer.
Los fundadores de la ciencia moderna fueron al mismo tiempo filósofos y los grandes filósofos modernos fueron también hombres de ciencia. El francés genial que escribió el «Discurso del Método» abriendo a la filosofía nuevos horizontes fue el mismo que descubrió la geometría analítica, [9] y el gran Leibnitz que ideó la teoría de las mónadas y los nuevos ensayos que trazaron los límites del empirismo fue también quien conjuntamente con Newton inventó el cálculo infinitesimal. También Newton figura en toda buena historia de la filosofía, y Manuel Kant, que es la figura cimera del pensamiento filosófico moderno hizo notables aportes al progreso científico no siendo el menor el de su célebre hipótesis sobre el origen del sistema solar.
Si la ciencia ha llegado a ser hoy un caudal de conocimientos adquiridos mediante los métodos más rigurosos, esto no quiere decir que haya sido siempre así. Por el contrarío, desde su inicio necesitó el concurso más decidido de la filosofía, y si hoy ha adquirido una relativa independencia la debe precisamente a este concurso. Hay, desde luego, en la historia de la cultura la gran laguna de la Edad Media con su escolasticismo seco y rígido. Esta Edad Media, a pesar de Santo Tomás y de los doctores escolásticos representó una congelación del pensamiento filosófico, y como consecuencia de ello una detención en el progreso de la cultura. El espíritu profundo y medular de la filosofía que es el examen reflexivo y sin tregua de las creencias quedó casi completamente paralizado, salvo esfuerzos esporádicos. Una nueva doctrina que no tenía su origen en el intelecto, que no se había fraguado en los crisoles helénicos, sino que procedía del Oriente, el Cristianismo, después de haber penetrado y conquistado a Roma, se convirtió en la fuerza directriz del mundo occidental. Habiendo predominado en esta época el espíritu religioso que postula la fe sobre el espíritu filosófico que postula la duda, la filosofía durante esta época no pudo hacer otra cosa que racionalizar el cristianismo, vaciándolo en los moldes de la filosofía griega. Esta fue la tarea que emprendió la patrística primero y la escolástica después, contribuyendo de este modo a depurar el contenido religioso de la nueva doctrina. Si no hubiera sido por la influencia del espíritu filosófico y la gran cultura de los más eminentes dignatarios de la Iglesia, el Cristianismo hubiera degenerado en aquellos siglos de oscurantismo e ignorancia en la más burda y grosera de las idolatrías. Cualquiera que haya observado lo pronto que degenera la más pura idea religiosa cuando germina en un pueblo inculto, podrá formarse una idea de lo mucho que le debe el cristianismo a la filosofía, pues ésta fue la que tuvo la misión histórica de conservar en sus cofres conceptuales el tesoro moral de la doctrina cristiana. A pesar de todo la doctrina de Jesús que se circunscribía a una prédica moral y no pretendía ser una metafísica, se desvirtuó lo suficiente hasta llegar a constituir una formidable barrera al progreso del espíritu humano, que sólo fue destruida cuando la luz maravillosa del Renacimiento despertó para una nueva vida el aletargado espíritu del hombre.
¿Hubiera podido surgir la ciencia moderna sin el auxilio de la filosofía? La historia nos demuestra que los filósofos como Giordano Bruno, Tomaso Campanella y Nicolás de Cusa influyeron tanto como Copérnico y Galileo en organizar las bases de la cultura moderna. El Renacimiento significó el inicio de una nueva cultura, un despertar simultáneo del arte, de la ciencia y de la filosofía. Cupo a Renato Descartes, y tras él a Espinosa y a Leibnitz la alegría incomparable de erigir los pedestales ideológicos sobre los cuales habría de reposar el nuevo pensamiento. Francisco Bacon con su nueva lógica contribuyó tanto como cualquier otro para hacer triunfar el espíritu de la ciencia. La nueva ciencia hubiera muerto en las hogueras de la Inquisición si la palabra de los filósofos no hubiera colaborado de una manera incomparable en preparar el espíritu humano para asimilar y edificar la ciencia nueva. ¡Y sí el gran Galileo, a pesar de haberse retractado ante el tribunal inquisitorial, no trabajó en vano, el no menos portentoso Giordano Bruno al sufrir el suplicio del fuego por abrir nuevos cauces al progreso de la humanidad, tampoco murió en vano!
Ante todo conviene advertir que mientras los hombres creyeron en la física aristotélica y en la escolástica la ciencia nueva no podía nacer. Para que se produjera esta nueva vida era preciso ante todo poner en duda la concepción escolástica del mundo y someter sus creencias al tribunal de la reflexión. Antes que Galileo decidiera realizar los inmortales experimentos sobre los que se edificó el portentoso edificio de la física moderna, era preciso que previamente aquel espíritu eminente dejara de creer en la física aristotélica. Galileo, como todos los grandes hombres de ciencia que han hecho descubrimientos revolucionarios que han cambiado el curso del espíritu humano, tuvo mucho de filósofo, y solo sobre la base de una concepción filosófica nueva pudo emprender la gran tarea de reorganizar la ciencia. Otro tanto se puede decir de Copérnico. Por eso, con razón, toda verdadera historia de la filosofía hace figurar estas dos personalidades eminentes en la lista de los pensadores que estudian. Desde el Renacimiento, la ciencia y la filosofía, aunque se van distinguiendo entre sí a consecuencia de la división del trabajo, la dirección de la investigación que en la ciencia se proyecta sobre el objeto y en la filosofía sobre el sujeto, y al límite que les traza el método experimental, ambas convergen en su fuente de origen pues nacen de la misma necesidad intelectual de conocer y concuerdan en que solo mediante argumentos de naturaleza intelectual, es decir, por la razón y la experiencia, se puede adquirir el conocimiento. [10]
Ciencia y filosofía en el curso de la historia se han influido recíprocamente, pues no hay descubrimiento científico de alguna trascendencia que no haya influido en el devenir del pensamiento filosófico, y no hay idea filosófica original y profunda que no haya tenido también influencia decisiva en el desarrollo de la ciencia. El progreso de la ciencia se ha manifestado como un proceso continuo de renovación y en este movimiento la perpetua crítica filosófica de los métodos y de los resultados de la ciencia ha tenido una influencia extraordinaria. Por otra parte, basta observar que el progreso de la ciencia física ha estado condicionado por el desarrollo de la ciencia matemática, y que el progreso de la ciencia matemática ha sido paralelo al progreso de la razón para comprender hasta que punto el avance de la ciencia ha dependido del progreso racional del hombre, o lo que es lo mismo del desarrollo de su capacidad filosófica. Por último, para citar un ejemplo próximo, no debemos olvidar que Herbert Spencer en el siglo pasado concibió la teoría del transformismo antes que Darwin, preparando con ella al mundo para una concepción dinámica de la naturaleza.
Los que confunden la ciencia con la tecnología y no comprenden que la tecnología es solo un subproducto de la ciencia teórica, suelen identificar la ciencia con la máquina de vapor, el automóvil, el radio y la bomba atómica. Olvidan o no perciben que para que la bomba atómica fuese posible se necesitaron 40 años de estudios durante los cuales se creó la física nuclear y la mecánica atómica. Fueron estos estudios los que hicieron posible utilizar los descubrimientos teóricos de la ciencia en la fabricación de explosivos atómicos. Los que así piensan e ignoran la vinculación de la ciencia teórica con la filosofía, y creen que la tecnología surge desligada de la ciencia teórica se parecen a los espectadores de una obra teatral que se figurasen que lo que los actores representan en la escena es inventado por ellos porque ignorasen que éstos se limitan a representar la trama escrita por los dramaturgos.
Con frecuencia suele identificarse la filosofía con una de sus facetas, confundiendo el todo con la parte. Para muchos la filosofía no es otra cosa que los diferentes sistemas metafísicos que en los distintos tiempos han construido los filósofos para dar una concepción del mundo. Como estos sistemas han tenido una vida relativamente corta por no haber podido resistir los ataques de la crítica, se ha sacado la conclusión de que la filosofía no es otra cosa que una serie de tentativas fracasadas.
Advirtiendo de paso que el destino de los sistemas metafísicos ha sido menos fugaz que el de las teorías científicas, y que si bien los sistemas metafísicos considerados como un todo se ven perpetuamente obligados a renovarse los materiales con que están construidos sobreviven a la demolición del edificio. En otras palabras, los sistemas metafísicos no son completamente falsos, sino solo parcialmente falsos, y cada uno de ellos representó en el momento en que fue edificado la elaboración conceptual más próxima a la verdad que el espíritu humano podía alcanzar en la época respectiva. Nos referimos, desde luego, a los mejores sistemas de cada época, o sea, a la manifestación más alta del pensamiento racional en un determinado momento del tiempo.
Cuando se examinan los sistemas filosóficos sin una noción cabal de los problemas que tales sistemas pretenden resolver, dan la impresión de algo ilusorio y quimérico como las fantasías de los cuentos de hadas. Pero cuando uno se acerca a ellos con la clara noción de que en tales sistemas se tuvo en cuenta todos los factores de la realidad, se les ve en toda su profundidad y se percibe la parte de verdad que a todos corresponde. Así, por ejemplo, las mónadas de Leibnitz parecerán unos entes absurdos a quien examine esta hipótesis careciendo de un conocimiento pleno de los problemas de la ciencia y la filosofía de aquel tiempo. Lo mismo le sucedería a un habitante de la selva a quien se le tratara de explicar la teoría atómica de Niels Bohr o de Heisemberg. Sin embargo, cuando se piensa que Leibnitz tuvo en cuenta a la materia y al espíritu, a lo psíquico y a lo físico, a la libertad y al determinismo, a la teoría del conocimiento y a la teoría del ser, se llega a comprender la significación de las mónadas y se ve como en ellas Leibnitz trató de resolver todos los problemas que planteaban a su espíritu la ciencia y la filosofía.
Desde otro punto de vista, los sistemas metafísicos no son más que una parte de la filosofía, del mismo modo que las grandes teorías no son nada más que una parte de la ciencia. La filosofía es, principalmente, como ya hemos dicho, ciencia del conocimiento y sus dos disciplinas, fundamentales son la teoría del conocimiento y la lógica. En estas ciencias se han alcanzado no solo resultados que pueden parangonarse con los obtenidos por las ciencias positivas, sino que la mayor parte de estos conocimientos poseen una evidencia superior a los de las ciencias positivas. No hay que olvidar que toda la ciencia descansa sobre supuestos filosóficos, y que, por tanto, la garantía de la ciencia nunca puede ser mayor que la de los postulados filosóficos sobre los cuales reposa.
A guisa de ilustración indicaremos que todo el edificio de la ciencia de la naturaleza descansa sobre el postulado del realismo crítico, esto es, sobre la suposición de que con independencia del sujeto que conoce, hay un mundo de objetos [11] que subsisten, aún cuando los sujetos cognoscentes desaparecieran. Decimos que esto es un supuesto filosófico porque va más allá de los criterios que la ciencia admite como fundamento de la verdad de una doctrina. El criterio científico consiste en la demostración experimental, pero es imposible por experiencia alguna demostrar la existencia de un mundo de objetos independientes del sujeto, ya que una experiencia sin sujeto que experimente es una suposición contradictoria, y por tanto, imposible. También el principio de causalidad es otro supuesto que está más allá de la comprobación experimental, y, sin embargo, la validez de la ciencia presupone la validez del principio de causalidad. Toda comprobación experimental tiene un carácter particular, y solo puede servir para fundar una ley en el supuesto de que la naturaleza esté regida por el principio de causalidad, o sea por la suposición, de que causas iguales producen efectos iguales en condiciones iguales. El principio de causalidad no puede ser demostrado por ninguna verificación experimental, porque, como hemos dicho, la validez de toda verificación experimental lo presupone.
Estos ejemplos nos demuestran como la ciencia, que a la luz de un examen poco penetrante pudiera parecer de una solidez granítica, necesita, sí ha de tener valor ante el tribunal de la razón fundarse en los supuestos filosóficos de la teoría del conocimiento, lo que demuestra una vez más, lo que antes dijimos, que la ciencia del conocimiento tiene prioridad lógica sobre la ciencia del ser.
Para la filosofía moderna que ha penetrado profundamente en la ciencia del conocimiento el estudio del ser adquiere un nuevo aspecto cuando se le estudia a través de la luz que proyecta la epistemología. Es así como Hume después de las investigaciones que practicó sobre el entendimiento humano pudo oponer reparos decisivos a la concepción metafísica y científica de su tiempo. Después de la crítica de Hume todo el edificio científico pareció tambalearse. La obra de Kant no fue otra cosa que un intento para justificar la ciencia de su tiempo por la vía de un análisis epistemológico que superara la crítica de Hume.
Esta parte de la filosofía que es base y fundamento de la ciencia constituye su verdadera médula. Junto a ella se levanta la teoría del ser, que dada la altitud actual alcanzada por el pensamiento filosófico solo tiene valor cuando es edificada sobre las bases y los resultados alcanzados por la ciencia del conocimiento.
Por otra parte también la filosofía pretende prolongarse más allá de los contenidos de las ciencias positivas edificando una teoría del mundo, completando la ciencia. Esta parte de la filosofía es como la techumbre del conocimiento científico a la inversa de la teoría del conocer que es su cimiento. Naturalmente, esta parte de la filosofía es la más vulnerable, pero no por eso deja de ser científica. Cuando la metafísica se edifica teniendo en cuenta todas las enseñanzas de la teoría del conocimiento y los resultados de las ciencias positivas, el sistema que así se construye, es la concepción del mundo MAS PROXIMA A LA VERDAD que el hombre puede alcanzar.
Es evidente que los resultados de la ciencia no son suficientes a satisfacer los anhelos cognoscitivos del espíritu. La ciencia deja sin solución los problemas que más interesan espiritualmente al hombre; aquellos que dan a la vida sentido y razón de ser. Si la filosofía no tratase de ofrecerle una concepción del mundo lo más depurada posible y satisfactoria a la razón, el hombre buscaría en la supersticiones o en los dogmas de una religión cualquiera el alimento espiritual que el más elevado pensamiento reflexivo no quiso ofrecerle. A falta de una metafísica acrisolada y crítica, el más vulgar dogmatismo se apoderaría del pensamiento humano que reclama imperiosamente la mejor solución a los enigmas del universo y de la vida.
Es obvio, desde luego, que cuando no contemplamos a la filosofía desde una sola de sus facetas, sino en su total integridad, su influencia en el perfeccionamiento y desarrollo de la ciencia no se puede poner en duda. Con respecto a la psicología esta influencia es tan decisiva que todavía no se han puesto de acuerdo los críticos si se debe incluir esta disciplina dentro del campo de la filosofía o de la ciencia. Todos los grandes psicólogos han sido notables filósofos, y basta observar detenidamente el contenido de la psicología actual para ver hasta que punto se ha nutrido con la savia del pensamiento filosófico. Otro tanto pudiera decirse de las ciencias políticas y sociales, y en general con respecto al conjunto de disciplinas que en la nomenclatura moderna suelen llamarse ciencias del espíritu o culturales.
Las únicas ciencias donde al parecer la influencia filosófica es menos perceptible son las que estudian los objetos del mundo inorgánico, como por ejemplo, la astronomía, la física y la química. En párrafos anteriores hemos puesto en evidencia toda la influencia ejercida por el pensamiento filosófico durante el proceso de formación de las ciencias naturales. Fue en el siglo XIX donde la física y la química, apartadas al parecer por un abismo de la filosofía, pretendieron no solo desarrollarse con independencia de todo influjo filosófico, sino que yendo más lejos en sus pretensiones, trataron de levantar sobre sus bases una nueva filosofía radicalmente distinta de la elaborada por los filósofos, popularizándose estos intentos con el nombre de [12] filosofía científica. Sin embargo, los más notables físicos del siglo XIX, como Ernesto Mach, Duhem, Pearson, Poincaré y otros, comprendieron que los problemas de la física no podían ser resueltos sin recurrir a la filosofía y de este modo prepararon el camino para la revolución científica del siglo XX en cuyo centro nos encontramos y en el cual asistimos al maravilloso espectáculo que nos ofrece la física al volver los ojos a las tantas veces llamada perturbadora filosofía. Ernesto Mach, el gran pensador austriaco fue tal vez el más grande de los físicos de su tiempo, y al enfrentarse con los problemas de la física volvió los ojos a la filosofía creando una escuela que se conoce con el nombre de empirio-criticismo, y aunque no deseaba que se le considerase como filósofo, fue según opinión unánime uno de los más notables de su tiempo. En cuanto a los otros autores citados, es bien notoria su labor filosófica para que resulte necesario detallarla.
En el siglo XX las dos grandes revoluciones producidas en la física, la teoría de la relatividad y la de los cuantos, han obligado a los físicos a estudiar filosofía y a buscar en ella las bases de la nueva ciencia. Uno de los más notables teóricos de la física contemporánea, Eddington, ha declarado que del mismo modo que los matemáticos se han visto obligados a estudiar la lógica, a los físicos no les ha quedado otro remedio que estudiar epistemología. Esta revolución científica ha hecho ver que la física del siglo XIX había pretendido en su afán de desligarse de la filosofía estudiar el objeto haciendo completa abstracción del sujeto. Los físicos modernos han comprendido que la física no puede edificarse sin tener en cuenta al sujeto cognoscente y a la teoría del conocimiento, por lo que se han visto obligados a vincular de nuevo del modo más estrecho la física con la filosofía.
El idealismo fue el producto más neto y puro que ha salido de los talleres filosóficos. Sobre este idealismo se está construyendo el edificio de la nueva física, y se ha reconocido que las leyes físicas fundadas en la teoría del conocimiento tienen una validez, generalidad y seguridad de que carecen las que están fundadas en la experiencia. El sentido completo de esta revolución científica se transparenta de manera indudable en estas palabras de Eddington «Las generalizaciones (físicas) hechas epistemológicamente tienen una seguridad no poseída por las hechas sobre bases empíricas». De este modo no será posible negar el influjo de la filosofía sobre la ciencia, aún sobre aquéllas que como la física aparecían a la luz de un análisis superficial estar exentas de toda contaminación filosófica.
Pero el influjo de la filosofía sobre la ciencia no sólo tiene un aspecto positivo, sino también otro negativo cuya importancia para la cultura humana es necesario poner de relieve.
Ya hemos indicado como el error del pensamiento antiguo de carácter animista consistió en explicar los fenómenos físicos por causas psicológicas, y que contra este error luchó incansablemente la filosofía naturalista primitiva. Pero en el mundo moderno, olvidando los límites y las condiciones de la ciencia natural se ha desarrollado un error que es precisamente el inverso del error animista. Este error ha consistido en querer explicar los fenómenos espirituales por causas materiales dando así una extensión universal a ciertos principios de la ciencia de la naturaleza que solo rigen de manera limitada y condicional dentro de la esfera del mundo material.
Fundados en los resultados de la ciencia de la naturaleza, un gran número de escritores que no comprendieron nunca los supuestos filosóficos de la ciencia, ni penetraron en los numerosos problemas de la teoría del conocimiento, pretendieron edificar una filosofía sobre bases estrictamente científico-naturalistas. Esta filosofía es la del materialismo que se encuentra profundamente difundida en el pensamiento moderno y es cultivada con extraordinario candor por numerosos intelectuales desprovistos de formación filosófica.
Contra esta pretendida filosofía que se presenta como la expresión genuina de la ciencia y que intenta por tanto transferirse el incomparable prestigio de que aquélla disfruta, ha tenido que luchar la verdadera filosofía, mostrando los límites y los supuestos del conocimiento naturalista, y haciendo ver los derechos inapelables del espíritu dentro del circuito de la ciencia total.
Oponiéndose a esta filosofía que quisiera reducir el universo a una simple constelación de electrones, en la que el hombre queda convertido en un mero autómata, y la vida anímica se circunscribe a un reflejo o sombra de la mecánica atómica, la mejor filosofía del siglo ha mostrado que todo lo que sabemos del mundo material lo sabemos por el pensamiento y por el espíritu, y que estos son una realidad fundamental. Podemos, siguiendo el ejemplo de Descartes, poner en duda toda la realidad del mundo exterior, pero no podemos poner en duda la realidad inconcusa de nuestra vida mental que nos es íntimamente conocida.
Vemos, pues, que la tarea fundamental de la filosofía moderna ha consistido en poner un valladar a las tentativas de desnaturalización de la ciencia que minan la cultura moderna. Bergson en Francia, Husserl y Dilthey en Alemania fueron los principales paladines de este movimiento continuando la tradición de los grandes maestros del pensamiento de todos los tiempos.
Pasando de la ciencia al arte, es fácil poner en evidencia [13] la poderosa influencia que la filosofía ha ejercido sobre aquél. Para no hacer demasiado largo este ensayo nos referiremos exclusivamente a la literatura que es la forma artística más amplía y difundida. Para ello nada mejor que reproducir estas palabras de Dilthey en su magistral ensayo «Esencia de la Filosofía» : «¡Y cómo penetra el influjo de la filosofía en toda poesía ! Penetra en su función más íntima de desarrollar una intuición de la vida. Ofrece sus conceptos acabados, sus tipos completos de la intuición del mundo. Envuelve la poesía, peligrosa aunque inexorablemente. Eurípides estudia a los sofistas, Dante a los pensadores medievales y a Aristóteles, Racine procede de Port-Royal, Diderot y Lessing de la filosofía de la ilustración, Goethe se sumerge en Espinosa, y Schiller se hace discípulo de Kant. Y si Shakespeare, Cervantes y Moliere no se entregan a ninguna filosofía, sin embargo en sus obras penetran innumerables influencias sutiles de doctrinas filosóficas como medíos imprescindibles para fijar los aspectos de la vida».
Pero hay otro ángulo de la filosofía en relación con la cultura que hemos dejado intencionalmente para el final, y el cual constituye su manifestación más sobresaliente. Nos referimos a la filosofía como teoría de los valores.
La ciencia es completamente indiferente al valor. Una ley científica no nos dice nada con respecto al bien o al mal, a la belleza o a la fealdad. El problema de la verdad y el problema del bien son completamente distintos entre sí, y únicamente se funden, si es que esto sucede, en las profundidades del espíritu.
Como teoría de los valores, como ética y estética, la filosofía desempeña una función educadora insustituible. Los valores representan la forma más alta de manifestación cognoscible, y sin ellos la vida, la ciencia y todo lo que nos es precioso carecería de sentido. Si la ciencia representa algo, es porque la ciencia es un valor, aun cuando su contenido sea indiferente al valor.
De lo anteriormente expuesto resulta que la filosofía, aunque no haya sido producida con el designio expreso de mejorar al género humano ha desempeñado un papel extraordinario en la historia de la cultura contribuyendo en alto grado al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre y de las instituciones sociales.
De todo esto se saca en consecuencia que es un ideal valioso el fomento y difusión del pensamiento filosófico y que el hombre moderno para llamarse verdaderamente culto no puede prescindir de un mínimo de instrucción filosófica, lo cual no quiere decir que deba ser filósofo.

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