Se ha corroborado por
muchos: hemos alcanzado el momento que esperábamos. Ha llegado la hora señalada
para un nuevo descubrimiento. No anuncio un nuevo Dios, aunque a veces sospecho
que esto roza una reconversión religiosa. En cualquier caso, ha llegado el
momento de mirarnos por encima del hombro, y debemos celebrarlo. Las cervicales
sufrirán castigo, pero poco importa frente a la satisfacción de ver el rencor
reflejado en la cara ajena. Quien golpea primero golpea dos veces, por eso
conviene calentar los músculos del cuello.
El objeto es lo de menos:
vivimos en la época del todo vale para alcanzar nuestra cuota diaria de
desidia. Ni Orwell, ni Huxley, ni siquiera Bradbury habrían imaginado un futuro
tan desesperanzador. Todos vemos Gran Hermano como si el programa nos observara
a nosotros; todos clonamos la pose de despreciar lo que no está de moda; todos,
al fin, quemamos los libros leídos para manejarnos en ese mundo público que nos
domina.
La felicidad ha entrado en
la oficina de empleo: se asoma asustada tras una sonrisa de cemento
petrificado. Nos creemos especiales, distintos, listos para ser famosos.
Especiales por rebajarnos, por colocar el listón más bajo, por nadar insensatos
en el conformismo. «¿Qué más da?» repiten nuestros hermanos de resignación, ya
libres dentro de su cárcel de Plexiglás, bajo su televisor plano y su vestido
recién comprado.
Ante ese «¿qué más da?»,
solo podía aparecer la huida hacia adelante: el escarnio público como
pasatiempo. Un escarnio que rara vez cae sobre quien lo merece y que nos
acaricia prometiéndonos un trozo de paraíso, a costa de condenar a los demás.
Hoy son los inmigrantes, mañana los homosexuales, luego el vecino en paro. ¿Son
culpables? Muchos dirán que sí y buscarán la paja en el ojo ajeno sin mirar su
propia viga.
Cada desgraciado carga con
parte de culpa, dicen los listos; actúan por vicios que el castigo divino acaba
ajusticiando: Dios creando el sida para los impuros, el demonio del
narcotráfico llevándose a los descarriados. Y así perpetuamos ese camino que nunca
se extingue.
Todas las esperanzas del
posfranquismo han quedado en saco roto. Quizá porque confundimos escarnio con
humor, o risa con felicidad, o porque la realidad nos dejó atrás en un
laberinto sin guías. Esperamos, como siempre, la llegada de un Mesías que
absorba nuestros desprecios y redima nuestra cobardía. Ojalá nadie llegara a
esa inmolación, aunque intuyo que muchos ya lo hacen.
Debemos alegrarnos de
nuestra época, con ironía. Nunca hubo tantos dioses, aunque falsos, ni tanta
gente obligada a hacer de Jesucristo. Sé que sueno pesimista, pero la reflexión
no sobra: nuestra felicidad sigue en juego. Hace tiempo que debimos enfrentarla
con buena voluntad para rescatar nuestras propias esperanzas.
Entre dioses consumistas y
píldoras de consuelo, regreso al curso vital. Las canastas rebosan fruta y un
compañero de la pensión duerme con su novia; no hay envidia, solo rutina o
quizá revolución. Otros amigos —que fueron compañeros y luego enemigos— jugaban
al billar con un desconocido cuyo nombre figura en la portada del libro:
efectivamente, soy yo, o tal vez mi reflejo.
El tiempo entierra más de lo
que puede. Lo malo es cuando los recuerdos resucitan. La hermana del portero y
la chica que repetía siempre la misma palabra me invitaban a cerveza mientras
se oscurecía la tierra. Un desfalco en el arrabal del grito: ¿mejor forma de
celebrarlo? Estudiábamos biología en compañía de dos mujeres, entre más cerveza
y series de animación japonesa. Luego devoré unas salchichas y aprobé el
examen. Que no digan que los hombres no podemos hacer varias cosas a la vez.
Siempre calculé mal las
distancias, pero mi ángel de la guarda —Luis— sabía usar bien el freno de mano.
Su coche jugaba a ser bólido; una vez casi atropellamos a un borracho tendido
en la carretera. Hay gente que duerme en cualquier lado: ¡que alguien le dé
cama a ese amigo!
El bar que frecuentábamos no
se llamaba Cielo, como en la canción de Talking Heads que versionaron Los
Esclarecidos. Además, La chica de ayer de Nacha Pop se pegaba a nuestras
espaldas mientras bailábamos el último éxito del verano. Tal vez alguien debía
responder nuestras súplicas.
Luis era listo, aunque no
especialmente inteligente. Sus tragos sabían a victoria y a derrota.
Conquistaba hoyos donde se colaban Alicias lejos de sus propios países de
maravillas. A través de otro espejo, reflejo la misma insensatez: no puedo
dejar de martillear al ritmo del mundo. Haz un bonito cadáver de lo que quieras
que se vea; escapa de lo ordinario por la escotilla de un vicio sensato. Ese es
mi consejo para Luis, y este aviso, mi cuaderno de bitácora. Espero que, desde
ahora, también sea el vuestro.
Una noche las paredes
temblaron y las venas se dilataron. La televisión se rompió y ya nunca funcionó
igual. Fue un capricho del destino, que quiso alcanzarme antes de tiempo. Por
suerte, me quedaban los amigos tremendistas, los que creían que había hecho un
pacto con el diablo o con gente extraña. Gracias a ellos rompí viejos lazos y
empecé de nuevo, aunque el Anticristo aún me debe un par de billetes. Todo por
la estafa de los amigos, todo por no hacerme caso. No importa, Señor:
perdónalos, como yo te perdono.
Mientras el mundo se
derrumbaba, la oscuridad de mi habitación intentaba disiparse. Querían llevarme
a su territorio —lo intentaban los extraterrestres o aquella chica que leía mis
cartas del tarot—. Por fortuna, había hecho un pacto con ciertos alquimistas:
mi carbón se convirtió en desidia ajena, y esa desidia, en supervivencia. Mis
enemigos me salvaron hundiéndome en el infierno de mi autoestima.
Mis psiquiatras siguen
perplejos; hurgan en mis entrañas sin encontrar explicación a la sonrisa del
cadáver. No aclararé nada; disfruto con sus caras, incluso con la del negro que
escribe estas líneas: el que me posee y me hace buscar ritmos antiguos en la
entrega a lo ajeno. ¿Para qué buscar un lenguaje, si no es para romperlo?
Aquella chica quiso quemar a
su amiga, pero no tenía queroseno. La lucha no era de toallas mojadas, y a mí
se me acababan las pipas. Levantemos, pues, un muro donde lamentarnos mientras
Luis sufre por mis pecados. No hay justificación: en otra vida no sería mi
vida. Tengo un gran ego, sobre todo a la hora de repartir culpas.
Cantad, insensatas, vuestro
último canto etéreo. El suicidio amansa a las fieras como la carne a las
hienas. Ya he consultado con mi cura preferido la forma de romper mi contrato
con Jesús, así que no me quedan excusas baratas. No soy un apóstata, solo quiero
guardar las distancias con el clero. Mi cura también lo hace, y asegura que se
respira mejor sin caramelos mentolados. ¿Qué más podía pedir un niño asmático
que aborrecía cualquier contacto?
Los viajes en autobús tras
una noche de borrachera eran una aventura. Cada curva era un abismo. El
conductor reía todo el trayecto; nunca vi su rostro, pero su carcajada aún
hiela mi sangre. ¿Qué extrañas tretas escondía aquel diablo? ¿En qué peaje
chuparían mi sangre esas vampiras que celebraban sus chistes? Son preguntas que
mi muerte responderá, así que no tengo prisa por saberlas. Consulto con mi
almohada la manera de huir de ese extraño personaje que todavía no me deja
dormir.
Intento expresarme con
metáforas porque la realidad es demasiado dura para contarla sin ellas. Sin mis
ayudas poéticas estaría en un manicomio o en un plató de desintoxicación
televisiva. ¿Por qué ver la película hasta el final? ¿Por qué no cerrar el libro
y dejarme confinar en una cárcel sexual? Invento preguntas porque tiembla mi
vista en esta etapa egoísta. Por eso cierro aquí el editor de textos, para
marcharme con mi amiga la cama.
Dulces sueños. Que
descanses. No me cuentes tus pesadillas; me bastan las mías. Ya he puesto la
directa para comenzar otra historia sin final. La historia interminable de mi
vida no la detendrá ni la muerte, pues incluso en el otro lado debe de haber
editoriales permisivas. Me propongo buscarlas en el mapa de los sueños.
Nos vemos mañana en mi vida,
o en la tuya, lector insensato, quizá solo un segundo, mientras pasas página.
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