En cuanto se lo dije, me
entraron ganas de ir directamente a confesarme. Le había mentido a mi propia
madre. Una mentira tonta, una mentirijilla: le aseguré que no me había peleado
con nadie, que el ojo hinchado había sido por una caída absurda. No sabía la
causa exacta de mi miedo, pero deseaba marcharme; me habían invitado a la orgía
de la doble culpa. Ella quería que le contara los detalles, probablemente con
vistas a un castigo adecuado. La revelación no fue posible: el otro era mi
mejor amigo. Sin embargo, nos habíamos dado de lo lindo por una tontería.
Si te pasas día y noche
pendiente de un hijo asmático, queda poco margen para descansar: el niño se
despierta sin aire, por las noches acaba suspendiendo gimnasia, y el drama se
vuelve tan terriblemente cotidiano que ni siquiera puedes quejarte. Pero eso no
es óbice para no castigarlo cuando se porta mal. No quiero eludir mi culpa,
todavía menos ahora que me sé neutral.
Ahora veo la inocencia. Por
otro lado, la Iglesia lleva toda la vida diciéndome que, cuando muera, iré a un
sitio maravilloso; tan solo espero que allí no entren el polen ni los
ácaros.
Hay textos que dicen un
título y títulos que dicen un texto. La noche avanza sin compasión cuando llega
a mi mente el oxígeno. No me iré con la muerte tan fácilmente, aunque muchos lo
deseen, quizá a causa del odio que se ha desbordado en las suspicacias de lo no
deseado. La herida ha dejado cicatriz; el mundo necesita a alguien más
adecuado. La noche avanza sin compasión, también mi madre, ya despierta, que
abre preocupada la puerta cuando llega a mi mente el oxígeno.
Un director de cine (sí,
quizá sea Steven Spielberg) acaba de adquirir —por una suma que no ha
trascendido ni pienso difundir— los derechos de adaptación al cine de mi obra.
¿A que te ha sorprendido? Jamás habías leído un golpe semejante en una pieza
literaria. A esto lo llamo promoción. Pero no te aflijas: el talento, el éxito,
no me quitan la vida. Podemos concluir, con bastante certeza, que el amigo
Steven nunca leerá este texto; y si lo hace, habrá descartado cualquier
propósito de adaptación. No quiero llamar la atención con trucos pendencieros,
aunque debo admitir que tales trucos ayudan a impulsar las historias. Hasta
Spielberg los usa en sus películas. El marketing es el opio de nuestra
sociedad.
Estoy cansado de trabajar
legalmente. No, no soy una persona decente. Trabajo en lo único en lo que podía
hacerlo alguien inteligente, pero sin aspiraciones: soy funcionario.
Nada me importaba cuando era
niño, tan solo respirar; aun así, podía afirmar que la mierda existe, y que no
había mejor lugar para comprobarlo que la vida de un niño: un niño demasiado
pequeño, demasiado sin aire y sin esperanza para defenderse de un amigo más
hábil a la hora de repartir puñetazos. Ahora quiero empezar de nuevo la pelea.
Hace un par de días me
encontré con mi amigo de la infancia. Habían pasado más de veinte años. Le va
bien: ha tenido dos hijas, se ha separado, pero tiene un buen trabajo en una
multinacional, viaja mucho y parecía contento. No nos dimos unos mamporros porque
está mal visto, además llevaba una camisa cara de un sutil color rosa; no
merecía ser manchada con sangre.
Nadie vendía nada ni
enseñaba algo nuevo; simplemente repetíamos un acto tantas veces vivido: ser
algo, competir. Es nuestro derecho inalienable, como amigos que fuimos y
siempre seremos, en nuestra eterna pelea de niños hechos hombres. Si Suso puede
ser algo, ¿por qué no yo? ¿Qué hay de lo mío? Espero crear los mejores libros
que alguien pueda leer en un parque, en una habitación o incluso en el cuarto
de baño.
Al final, tú eres mi Steven
Spielberg particular. Aquí me dejas tu adaptación cinematográfica: seguramente
no se ajusta a la realidad, pero no te llevaré la contraria. El cliente siempre
tiene la razón.
Nos sentamos en una terraza.
Pedimos cervezas porque era lo que hacíamos antes, cuando todavía creíamos que
el mundo nos debía algo. Suso habló de sus viajes, de Singapur y de Frankfurt,
de presentaciones en PowerPoint y de bonos anuales. Yo asentía mientras pensaba
en los veranos de nuestra infancia, cuando nos bañábamos en el río y él me
hundía la cabeza bajo el agua hasta que tragaba lodo y miedo a partes iguales.
Nunca le conté a nadie
aquellos episodios. Supongo que me avergonzaba admitir mi debilidad, o quizá
intuía que nadie me creería. Suso era encantador con los adultos, siempre
sonriente, siempre educado. Yo era el raro, el que se quedaba callado en las
esquinas, el que miraba demasiado.
Ahora me pregunta por mi
vida y yo invento una versión mejorada de mí mismo. Le hablo de proyectos que
no existen todavía, de contactos editoriales que son más deseos que realidades.
Él asiente con esa sonrisa que conozco tan bien, la misma que ponía antes de
retorcerme el brazo detrás de la espalda.
La verdad es que escribo
cada día. La verdad es que llevo cinco años escribiendo la misma novela,
reescribiéndola, destruyéndola y volviéndola a construir. La verdad es que
trabajo en una librería de barrio y que mi piso huele a humedad. Pero estas
verdades no caben en esta terraza, entre su camisa rosa y sus anécdotas de
aeropuertos internacionales.
Me habla de sus hijas. Dice
que la mayor se parece a él, que tiene su carácter. Me pregunto si eso
significa que también pega, si también disfruta viendo el miedo en los ojos de
alguien más débil. Pero no lo digo. Sonrío y pido otra cerveza.
Cuando éramos niños, yo
soñaba con este momento. Soñaba con encontrármelo años después y ser más
grande, más fuerte, más exitoso. Soñaba con la revancha, con verle la cara
cuando descubriera que el perdedor había ganado la partida. Pero la vida no
funciona así. La vida no es una película de Spielberg donde el marginado
triunfa y el matón recibe su merecido.
La vida es esta cerveza
tibia, esta conversación incómoda, este nudo en el estómago que no se deshace
ni con veinte años de distancia. La vida es seguir siendo el niño que fui,
aunque ahora mida uno ochenta y tenga canas en las sienes.
Paga él, naturalmente.
Insiste con ese gesto magnánimo que siempre me hizo sentir pequeño. Nos
despedimos con un abrazo rápido, de esos que no significan nada. Me dice que
tenemos que repetir, que no dejemos pasar otros veinte años. Yo asiento
sabiendo que no volveremos a vernos, que esta ha sido nuestra despedida real,
nuestro cierre definitivo.
Camino a casa pensando en
todo lo que no le dije. En los moratones que escondía bajo la ropa. En las
noches que pasé despierto, tramando venganzas imposibles. En la rabia que aún
llevo dentro, intacta, afilada, esperando su momento.
Y entonces lo entiendo: ya
he ganado la pelea. No en esa terraza, no con palabras ni con puños. La gano
cada vez que me siento frente al ordenador y escribo sobre niños asustados que
crecen y sobreviven. La gano cada vez que transformo el dolor en palabras, la
humillación en literatura, el miedo en algo que otros pueden leer y reconocer.
Suso tiene su multinacional,
sus viajes, su camisa rosa. Yo tengo esto: la capacidad de contar lo que duele,
de darle forma a la oscuridad, de hacer que importe. Y quizá, solo quizá, eso
sea suficiente.
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