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lunes, 20 de octubre de 2025

"Un momento para respirar" de EL LIBRO VERDE (versión autorizada)

 



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En cuanto se lo dije, me entraron ganas de ir directamente a confesarme. Le había mentido a mi propia madre. Una mentira tonta, una mentirijilla: le aseguré que no me había peleado con nadie, que el ojo hinchado había sido por una caída absurda. No sabía la causa exacta de mi miedo, pero deseaba marcharme; me habían invitado a la orgía de la doble culpa. Ella quería que le contara los detalles, probablemente con vistas a un castigo adecuado. La revelación no fue posible: el otro era mi mejor amigo. Sin embargo, nos habíamos dado de lo lindo por una tontería. 

Si te pasas día y noche pendiente de un hijo asmático, queda poco margen para descansar: el niño se despierta sin aire, por las noches acaba suspendiendo gimnasia, y el drama se vuelve tan terriblemente cotidiano que ni siquiera puedes quejarte. Pero eso no es óbice para no castigarlo cuando se porta mal. No quiero eludir mi culpa, todavía menos ahora que me sé neutral. 

Ahora veo la inocencia. Por otro lado, la Iglesia lleva toda la vida diciéndome que, cuando muera, iré a un sitio maravilloso; tan solo espero que allí no entren el polen ni los ácaros. 

Hay textos que dicen un título y títulos que dicen un texto. La noche avanza sin compasión cuando llega a mi mente el oxígeno. No me iré con la muerte tan fácilmente, aunque muchos lo deseen, quizá a causa del odio que se ha desbordado en las suspicacias de lo no deseado. La herida ha dejado cicatriz; el mundo necesita a alguien más adecuado. La noche avanza sin compasión, también mi madre, ya despierta, que abre preocupada la puerta cuando llega a mi mente el oxígeno. 

Un director de cine (sí, quizá sea Steven Spielberg) acaba de adquirir —por una suma que no ha trascendido ni pienso difundir— los derechos de adaptación al cine de mi obra. ¿A que te ha sorprendido? Jamás habías leído un golpe semejante en una pieza literaria. A esto lo llamo promoción. Pero no te aflijas: el talento, el éxito, no me quitan la vida. Podemos concluir, con bastante certeza, que el amigo Steven nunca leerá este texto; y si lo hace, habrá descartado cualquier propósito de adaptación. No quiero llamar la atención con trucos pendencieros, aunque debo admitir que tales trucos ayudan a impulsar las historias. Hasta Spielberg los usa en sus películas. El marketing es el opio de nuestra sociedad. 

Estoy cansado de trabajar legalmente. No, no soy una persona decente. Trabajo en lo único en lo que podía hacerlo alguien inteligente, pero sin aspiraciones: soy funcionario.

Nada me importaba cuando era niño, tan solo respirar; aun así, podía afirmar que la mierda existe, y que no había mejor lugar para comprobarlo que la vida de un niño: un niño demasiado pequeño, demasiado sin aire y sin esperanza para defenderse de un amigo más hábil a la hora de repartir puñetazos. Ahora quiero empezar de nuevo la pelea.

Hace un par de días me encontré con mi amigo de la infancia. Habían pasado más de veinte años. Le va bien: ha tenido dos hijas, se ha separado, pero tiene un buen trabajo en una multinacional, viaja mucho y parecía contento. No nos dimos unos mamporros porque está mal visto, además llevaba una camisa cara de un sutil color rosa; no merecía ser manchada con sangre.

Nadie vendía nada ni enseñaba algo nuevo; simplemente repetíamos un acto tantas veces vivido: ser algo, competir. Es nuestro derecho inalienable, como amigos que fuimos y siempre seremos, en nuestra eterna pelea de niños hechos hombres. Si Suso puede ser algo, ¿por qué no yo? ¿Qué hay de lo mío? Espero crear los mejores libros que alguien pueda leer en un parque, en una habitación o incluso en el cuarto de baño.

Al final, tú eres mi Steven Spielberg particular. Aquí me dejas tu adaptación cinematográfica: seguramente no se ajusta a la realidad, pero no te llevaré la contraria. El cliente siempre tiene la razón.

Nos sentamos en una terraza. Pedimos cervezas porque era lo que hacíamos antes, cuando todavía creíamos que el mundo nos debía algo. Suso habló de sus viajes, de Singapur y de Frankfurt, de presentaciones en PowerPoint y de bonos anuales. Yo asentía mientras pensaba en los veranos de nuestra infancia, cuando nos bañábamos en el río y él me hundía la cabeza bajo el agua hasta que tragaba lodo y miedo a partes iguales.

Nunca le conté a nadie aquellos episodios. Supongo que me avergonzaba admitir mi debilidad, o quizá intuía que nadie me creería. Suso era encantador con los adultos, siempre sonriente, siempre educado. Yo era el raro, el que se quedaba callado en las esquinas, el que miraba demasiado.

Ahora me pregunta por mi vida y yo invento una versión mejorada de mí mismo. Le hablo de proyectos que no existen todavía, de contactos editoriales que son más deseos que realidades. Él asiente con esa sonrisa que conozco tan bien, la misma que ponía antes de retorcerme el brazo detrás de la espalda.

La verdad es que escribo cada día. La verdad es que llevo cinco años escribiendo la misma novela, reescribiéndola, destruyéndola y volviéndola a construir. La verdad es que trabajo en una librería de barrio y que mi piso huele a humedad. Pero estas verdades no caben en esta terraza, entre su camisa rosa y sus anécdotas de aeropuertos internacionales.

Me habla de sus hijas. Dice que la mayor se parece a él, que tiene su carácter. Me pregunto si eso significa que también pega, si también disfruta viendo el miedo en los ojos de alguien más débil. Pero no lo digo. Sonrío y pido otra cerveza.

Cuando éramos niños, yo soñaba con este momento. Soñaba con encontrármelo años después y ser más grande, más fuerte, más exitoso. Soñaba con la revancha, con verle la cara cuando descubriera que el perdedor había ganado la partida. Pero la vida no funciona así. La vida no es una película de Spielberg donde el marginado triunfa y el matón recibe su merecido.

La vida es esta cerveza tibia, esta conversación incómoda, este nudo en el estómago que no se deshace ni con veinte años de distancia. La vida es seguir siendo el niño que fui, aunque ahora mida uno ochenta y tenga canas en las sienes.

Paga él, naturalmente. Insiste con ese gesto magnánimo que siempre me hizo sentir pequeño. Nos despedimos con un abrazo rápido, de esos que no significan nada. Me dice que tenemos que repetir, que no dejemos pasar otros veinte años. Yo asiento sabiendo que no volveremos a vernos, que esta ha sido nuestra despedida real, nuestro cierre definitivo.

Camino a casa pensando en todo lo que no le dije. En los moratones que escondía bajo la ropa. En las noches que pasé despierto, tramando venganzas imposibles. En la rabia que aún llevo dentro, intacta, afilada, esperando su momento.

Y entonces lo entiendo: ya he ganado la pelea. No en esa terraza, no con palabras ni con puños. La gano cada vez que me siento frente al ordenador y escribo sobre niños asustados que crecen y sobreviven. La gano cada vez que transformo el dolor en palabras, la humillación en literatura, el miedo en algo que otros pueden leer y reconocer.

Suso tiene su multinacional, sus viajes, su camisa rosa. Yo tengo esto: la capacidad de contar lo que duele, de darle forma a la oscuridad, de hacer que importe. Y quizá, solo quizá, eso sea suficiente.


 

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