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martes, 25 de octubre de 2016

Un genio olvidado: André Hardellet

EL REVERSO
André Hardellet



Periódicamente, ocurre en la Historia un acontecimiento que provoca tal estupor entre sus testigos que éstos prefieren olvidarlo. Incluso la policía. En los archivos subsiste todavía una relación de ellos, pero tan atenuada, tan hábilmente disociada de su contexto, que se pasaría junto a ella sin sospechar nada. Por otra parte, ¿quién hojearía esas insondables minas de polvo cuya llave, en el sentido más material de la palabra, está en manos de un funcionario?
Hurtebise se calló, tal como le habían aconsejado; si una veleidad de desobediencia le hubiese rozado, la evidente inutilidad de toda revelación le hubiera impuesto silencio. He aquí los hechos.
El 18 de junio de 1971, la 4a Brigada recibió una llamada telefónica de un tal André Hurtebise (el cual dio inmediatamente su nombre y su dirección). "Vengan en seguida. Hay un hombre muerto en mi casa" El comisario Viard y uno de sus inspectores se dirigieron a la dirección indicada. En el vestíbulo del apartamento había un cadáver; su posición parecía natural: la de un hombre fallecido repentinamente; no se veía ningún rastro de lucha.
Viard conocía su oficio; dejando que el inspector se ocupara de Hurtebise, examinó minuciosamente el cadáver, sin tocarlo: un hombre de veintiocho a treinta años, robusto, con una cicatriz sobre el arco ciliar izquierdo. Terminado su examen, entró en el estudio donde el inspector procedía al interrogatorio del testigo... o del presunto asesino. Inmediatamente, quedó impresionado por el parecido —"inimitable", dijo el propio Viard en su informe— existente entre el muerto y Hurtebise. Observó el arco ciliar izquierdo de este último: presentaba la misma cicatriz. "Es su hermano —dijo Viard—. Su hermano gemelo". "No tengo ningún hermano". Hurtebise, lívido, tenía un vaso de coñac en la mano. "Lo comprobaremos", dijo Viard.
Lo comprobaron, en efecto. El registro civil y los testimonios recogidos probaron que André George Hurtebise, nacido el 13 de febrero de 1943 en Montreuil, Seine, era hijo único. Soltero, "lector" en una editorial, llevaba una existencia tranquila que excluía, a priori, la verosimilitud de un crimen. El médico forense llegó a la conclusión de que la muerte se había producido a consecuencia de un fallo cardíaco, sin que se hubiera ejercido violencia sobre el difunto.
Dos interesantes detalles de la encuesta: en primer lugar, el documento de identidad, auténtico —fue sometido a las comprobaciones más severas—, encontrado sobre el difunto demostró que el desconocido se llamaba también André George Hurtebise, nacido el 13 de febrero de 1943 en Montreuil, en la misma fecha y en el mismo lugar que su sosias. Además, las huellas dactilares comparadas del muerto y del vivo se revelaron idénticas.
Ocho meses más tarde, Viard solicitó la excedencia. Entretanto, Hurtebise había sido convocado por un alto funcionario que le aconsejó, en términos desprovistos de toda ambigüedad, que olvidara aquel asunto; Hurtebise, que acababa de finalizar un tratamiento contra la depresión nerviosa, prometió todo lo que quisieron.
Su declaración no aclara gran cosa. El 18 de junio, alrededor de las nueve de la noche, oyó girar una llave en la cerradura de la puerta de su apartamento; en aquel momento se encontraba en su estudio, leyendo un manuscrito. Asustado, se precipitó hacia la puerta y se encontró, según su propia expresión, enfrente de si mismo. "Fue —dijo— como si un espejo invisible se hubiera erguido súbitamente en el pasillo para reflejar mis rasgos." Los dos gritos de terror, el suyo y el del intruso, brotaron al mismo tiempo. Luego transcurrieron unos segundos de un silencio aplastante. Hurtebise estaba apoyado en la pared del vestíbulo, el desconocido inmóvil delante de la puerta entreabierta. El ruido del ascensor sobrepasando el rellano se dejó oír; el desconocido se llevó la mano al pecho y se desplomó. Cuando Hurtebise recobró su sangre fría, sólo pudo comprobar la muerte de aquel visitante increíblemente real e increíblemente imposible. Entonces llamó a la 4a Brigada.
Llegado a este punto del relato, me veo obligado a pasar de la tercera a la primera persona, según la terminología gramatical. El YO se impone por motivos que aparecerán claramente más adelante. Yo soy Hurtebise, el Hurtebise n.° 2, el vivo, el que firmó la declaración: dije la verdad a la policía, pero no toda la verdad. ¿Cómo hubiera podido hacerlo sin hacerme candidato a la camisa de fuerza? ¿Quién hubiera concedido el menor crédito a toda la verdad?
Han transcurrido cinco años, y actualmente vivo en México, entre la hez de la sociedad, y no tengo nada que temer: la decadencia inmuniza. Escuchad, si sois aficionados a las historias en desacuerdo con todos los cánones de la lógica.
En el preciso instante en que el otro Hurtebise murió, se confundió conmigo. Confundido, identificado del modo más indudable. Sus recuerdos se convirtieron en los míos, y, si es verdad que la conciencia reposa sobre la permanencia de la memoria, puede decirse que nuestra conciencia común hizo de nosotros un solo individuo. Una parte de mi pasado, hasta entonces cubierto de sombra, se reveló de pronto a plena luz. Reflexionad un momento, antes de condenarme con un encogimiento de hombros: si dos hombres ofrecen un parecido tan perfecto —incluso en sus huellas dactilares—, ¿por qué no pueden poseer también unos recuerdos en común? Admitid eso... y veréis cómo los fenómenos que estudia la parapsicología pierden su escandalosa incongruencia en nuestro mundo razonable. Pero, me estoy alejando de mi relato; no pretendo resolver el problema de los dos Hurtebise simultáneos: más humildemente, sugiero una hipótesis. Y si se os ocurre algo mejor, hacédmelo saber, por favor.

¿Os preguntáis en qué piensa un astronauta en su satélite? En nada que no sea terrenamente vulgar. Aunque se sepa enormemente distanciado de nuestro globo, vive siempre sobre él. He interrogado a varios colegas y hemos estado de acuerdo: el sueldo, la tensión arterial, la esposa y los hijos, un cocker que empieza a hacerse viejo, la solución de un problema de ajedrez o de un campeonato de fútbol, una chica inaccesible, con su brillante impermeable, entrevista un día de lluvia a través del cristal de la ventanilla de un coche. No nos consideramos pioneros de una nueva civilización; cada mes, cada año, vamos un poco —o un mucho— más lejos, pero la distancia que nos ata a nuestras costumbres no varía. El universo puede ser rectilíneo o curvo, poseer tres, cuatro o setenta y nueve dimensiones: a nosotros nos tiene sin cuidado, pues, ¿qué significan unos vocablos tales como dimensión, duración, en un mundo donde la estabilidad de las medidas es puesta en entredicho sin cesar? Los titulares del premio Nobel pasan de moda casi tan de prisa como las vedettes de la T.V.; una canción antigua, oída cuando el día se presta a ello, me sume en una emoción inalterable.
Pensaba en el instante en que, terminado mi vuelo, pondría mi llave en la cerradura y entraría en mi casa. Simple preludio antes de mi dosis de narké.
El narké no está clasificado aún entre los estupefacientes y, a decir verdad, no merece estarlo: no crea hábito, no produce ninguna decadencia física o intelectual. Al contrario. Infunde nuevas fuerzas, porque un deseo colmado es un sorbo de agua bebida en la fuente de la eterna juventud. Contempláis la imagen mientras fumáis el narké y, súbitamente, entráis en ella. Diríase que sólo os esperaban a vosotros para empezar la fiesta. Lo que sucede al abrigo de aquellas puertas inmateriales, cuando se ha entrevisto una sola vez, nos impide aceptar las mezquinas leyes "razonables". Todo lo que uno imagina toma forma, adquiere su verdad y se desarrolla de acuerdo con los deseos de uno. Aunque se desee volver atrás, la escena se proyecta de nuevo delante de uno, tantas veces como quiera, como si el Tiempo se dignara cerrar los ojos.
La planta se cultiva en México, y Gertie Moran, enfermera de la clínica más lujosa de Auteuil, me proporciona la droga. Una dosis es muy cara, y casi todo mi sueldo lo invierto en ella; aparte de eso, vivo modestamente.
Dentro de algunos años me declararán inútil para el servicio; asumiré poco a poco el aspecto de esos viejecitos sentados al sol que rumian su pasado. Algunos de ellos lo pasan mal; yo moriré pronto a causa de mi propia insuficiencia cuando no disponga de los medios para adquirir el narké.
He pasado una larga serie de exámenes y he ascendido paulatinamente los peldaños de la escala profesional. Pertenezco actualmente a la clase I, la élite. Nuestro sueldo (puesto que formamos parte de la Astronáutica militar) es sumamente elevado y por ello he escogido esta profesión: a causa del narké. Al lado de la cuota física y técnica, hay la cuota "moral": ciego, sordo y mudo, como el famoso sabio oriental. Desde ese punto de vista, supongo que mis superiores se han encontrado pocas veces ante una encarnación semejante de la buena voluntad. He visto pilotos mucho más dotados que yo, técnica o físicamente, eliminados por simples preguntas formuladas imprudentemente o por una negligencia mínima en las consignas. Antes de cada vuelo, nos entregan unos aparatos registradores, sellados, que tenemos que devolver intactos al aterrizar. Ignoro, y no me preocupa saberlo, lo que pueden revelar a unos equipos de investigadores que trabajan en un laboratorio detrás de una imponente red de protección. En ese terreno, la competencia es muy grande entre naciones enemigas o amigas.
Sé lo que tengo que hacer si una determinada luz azul se enciende encima de mi "clarke", y si, no habiendo recibido ningún mensaje, aquella luz cambia al rojo. Sencillo. Lo que seguirá ya no afecta: no lo habré deseado, ni concebido.
La "cabeza" del C.I.A. (Centro de Investigaciones Astronáuticas) está sin duda al corriente de mis relaciones con Gerie y de mi uso del narké. Me dejan en paz por una especie de contrato tácito: mientras seas prudente cerraremos los ojos. Y yo pienso ser prudente durante mucho tiempo...
Estamos a 18 de junio, y son las 16 horas. Pero, ¿qué pueden significar las dieciséis horas, o no importa qué hora, en el lugar donde me encuentro? ¿Quién me indicará la hora absoluta? Todo va bien; otra hora de vuelo, e iniciaré las maniobras de descenso. La última vez, Gertie me advirtió que las entregas iban a hacerse más raras y que había que esperar una subida de los precios; pero, por otra parte, el mes próximo van a ser mejoradas nuestras primas de vuelo: una cosa compensará la otra.
De repente, mi "clarke" empieza a divagar. Aunque lo deseara, me sería imposible facilitar la menor información sobre ese aparato, muy complicado. Para nosotros, se reduce a la figuración elemental de una brújula, cuya saeta debe ser mantenida en la posición correcta. A grandes rasgos, una parte del pilotaje consiste en corregir las posibles desviaciones de la saeta.
No se trataba de desviación, sino de un verdadero enloquecimiento. Puse en marcha el dispositivo previsto para casos semejantes y luego hice una llamada al Centro. Sin resultado. El "clarke" continuó conduciéndose de un modo demencial; otras dos llamadas al Centro resultaron igualmente inútiles.
Metódica y tranquilamente, inicié la serie de operaciones conocidas por al nombre de "directrices de seguridad"; las agoté una a una, y la loca saeta no cedió.
Nuestros satélites poseen una especie de visores móviles que permiten observar la Tierra; una esfera gris-azulada, una bola cubierta de líquenes. Pegué mi ojo al visor, y comprobé que la dejaba detrás de mí, a la izquierda; asistí al empequeñecimiento progresivo y a la desaparición de la esfera azulada. Nuestras reservas de oxígeno permiten sobrevivir cuatro días; llevamos también unas ampollas de cianuro: todo ha sido previsto, lo mismo un accidente que un aterrizaje forzoso, en tiempo de guerra-relámpago, sobre un territorio enemigo.
No sabéis lo que es el miedo, y hasta aquel momento tampoco yo lo sabía. Cuando el destino se ocupa seriamente de uno se envejece con mucha rapidez; yo envejecí mucho en el espacio de unas horas, lo cual bastaría para explicar por qué Larrhéguy me encontró cambiado. Volví a ver mi existencia pasada, no total, como el hombre que se ahoga, sino por secuencias montadas de un modo absurdo, y me pregunté: ¿dónde se encuentra, pues, el original entero de la película registrada por nuestra memoria? Como si pretender circunscribirla en un punto del espacio no constituyera una estupidez. Vi de nuevo la muerte de mi padre y la muerte de un ratón en un granero, el patio de una escuela cuando yo tenía cuatro años, una estación de la frontera belga, una avenida bordeada de trébol encarnado, la boda de Jannick, en el Chalet del Iles... y otras muchas cosas, llenas ahora de un prestigio que en el momento de producirse no les había reconocido. El ser más miserable, el enfermo que se ahoga; por la noche, en su habitación del hotel, sienten subsistir al menos la sombra de un lazo entre ellos y sus semejantes; yo era el solitario absoluto, condenado a sí mismo. Cuatro días para caer en un abismo sin fondo, con una ampolla de cianuro por todo viático.
Pasé así dos o tres horas en un estado de embrutecimiento, lanzado hacia cualquier nada, prisionero de mi ínfima eternidad de proyectil perdido.
En el instante en que mis ojos se posaron por azar en el "clarke" y vi que la saeta había vuelto a su posición normal, me negué a creer en mi buena suerte. Tuve que reunir toda mi voluntad para atreverme a mirar a través del visor; sí, la bola gris-azulada aparecía de nuevo, aumentando de volumen. Por puro reflejo profesional, realicé ciertos gestos...

Cuando salí de la carlinga, fui incapaz de pronunciar una palabra. Reconocí a Laveille, a Kalley, a Lulu-Bain-d'Huile, oí: "Retraso... ¿Dónde diablos se ha metido...?" Di algunos pasos y experimenté un intenso dolor, una brutal contracción detrás del esternón; tuve que pararme. "¿Un golpe?", me preguntó Kalley; asentí con la cabeza. Alguien me sostuvo. Conseguí articular: "Whisky..." Y Lulu me tendió su frasco, que casi vacié. A continuación, la cosa fue mejor.
Hay una norma entre nosotros: en cuanto aterrizamos, rendimos cuentas del vuelo. Más o menos titubeante, me dirigí al despacho del "patrón", Larrhéguy. Gracias al alcohol, encontré un poco de lucidez y de seguridad, mezclada con una extraña sensación de desconfianza hacia lo que me rodeaba. Hubiera sido incapaz de concretar lo que había aquí o allá, y atribuí aquella dificultad a mi shock emotivo.
Larrhéguy me acogió con su cordialidad habitual:
—¡Hola, Cascavientos! —Era mi apodo en la D.R.A.—. Ha llegado usted con retraso, ¿eh? ¿Por qué no ha enviado ningún mensaje?
—Pero, si le he dirigido varios...
Me miró en silencio y luego dijo:
—¿Qué es lo que pasa, viejo? Le encuentro cambiado.
Estuve a punto de replicar: "También usted parece haber cambiado", pero me contuve. Me limité a informar acerca de mi vuelo. Mientras hablaba, vi que el rostro de Larrhéguy trocaba su expresión de duda en otra de júbilo.
—Bueno, Cascavientos, eso nos dará unos hermosos registros, ¿eh?
En nuestra profesión la gente no suele enternecerse.
Tomé una ducha, me cambié de ropa y subí a mi automóvil; faltaban tres cuartos de hora para que el narké me abriera sus puertas. Sin embargo, aquella perspectiva no me producía la alegría esperada; estaba fatigado y preocupado. La impresión de una sutil metamorfosis operada durante mi ausencia me perseguía a través de las calles que recorría para regresar a mi casa y que me eran familiares desde hacía mucho tiempo; ora se me aparecían como antes, ora semejaban haber experimentado una transformación, cuya naturaleza me resultaba imposible definir.
Cuando introduje mi llave en la cerradura, nada me advirtió. La luz del recibidor estaba encendida y mi sosias se encontraba delante de mí, apoyado en la pared: un André Hurtebise clandestino, inconfesable, flagrante. Proferí un grito de terror; y el dolor que había sentido poco después de mi aterrizaje comprimió mi pecho como un torno detrás del esternón. Aumentó con una rapidez atroz; hubiérase dicho que un polvo gris cubría todos los objetos, los cuales perdían no sólo su colorido, sino también su significado. Mis piernas se doblaron, y comprendí que me encontraba en trance de muerte. Aquello me asombró por su extrema facilidad, el dolor atenuándose a medida que yo perdía la noción del tiempo, que mi conciencia se velaba, se encogía. En el preciso instante en que morí, pasé a la piel de mi doble. Y no sólo a su piel: a su ser más íntimo, más semejante al mío, lo que me transformó fue aquella especie de evidencia recobrada, como la del mundo exterior que, al despertar, cubre y aniquila el mundo de los sueños.
Y he aquí mi secreto, que no se cotiza en la Bolsa de los valores espirituales; no daríais cinco céntimos por él, y yo os lo entrego por nada: morir es siempre despertarse en otro sí mismo. Tomadlo como queráis, pero nunca os libraréis de la existencia: monarca, tonto de pueblo, perro, "motivo en la alfombra"..., nunca dejaréis de ser. Sólo que lo ignoráis, como lo ignoraba yo hasta aquel momento. Tal vez algunos han presentido eso de un modo confuso, se han olvidado de olvidar durante algunos segundos; entonces, el inefable y milagroso recuerdo de un extraño ha atravesado su conciencia, para borrarse luego tal como había venido: sin motivo aparente. Yo soy la excepción —¿el maldito, ¿el elegido?—, el que recuerda. He nacido, raro privilegio, a los veintinueve años y cuatro meses...
Cinco años me han permitido reflexionar. Mi secreto, si hay algún secreto, no explica a los dos Hurtebise simultáneos y vivos. Por lo tanto...

La noción de universos paralelos es algo que en nuestros días no asombra a nadie. Pero, ¿quién ha pensado en unas tierras gemelas? No afirmo que existan, pero no concibo otra solución para salir del laberinto que encerraba a los dos Hurtebise. Dos gemelos no son unos ejemplares idénticos de un ser humano (del mismo modo que mi nueva Tierra no podría identificarse exactamente con la antigua); sin embargo, a veces se ha observado que, si uno de ellos sufre un daño, el otro experimenta sus efectos, a pesar de que no les une ningún lazo material. Si fuera hasta el límite de mi pensamiento, de mi convicción, diría: todos nosotros somos gemelos.
He aquí, en mi opinión, lo que debió producirse. A causa de un accidente cualquiera, mi satélite se desvió de su órbita y "perdí" la Tierra de la cual había salido. Mi "clarke" no se equivocó, durante varias horas derivé en un vertiginoso espacio desierto; luego, por azar, mi nave se acercó a la Tierra gemela (llamémosla, para simplificar, la Tierra n.° 2), tan semejante a la otra por su naturaleza que la saeta volvió a colocarse en la posición correcta. Sólo tuve que iniciar mi descenso, pero el suelo en el cual puse pie era un suelo extranjero. Una Tierra donde otro Larrhéguy me encontró cambiado, donde yo mismo observé la indefinible alteración impuesta a los seres y a las cosas que me rodeaban. Una Tierra que contenía un Hurtebise de más, lo que planteaba el más extraordinario enigma que haya tenido que resolver un cerebro humano. Después de aquellas horas de una terrible tensión nerviosa, mi choque enfrente de mí mismo justifica un accidente cardíaco mortal.
¿Hay dos Tierras gemelas, o existen en número indefinido, como los reflejos de un objeto situado entre dos espejos? La comparación no es exacta: los reflejos disminuyen de un plano a otro, hasta el fondo final de los espejos, pero no se contradicen nunca; aquí se observan a veces leves defectos, unos "fallos" sensibles para mí que dispongo de un elemento de comparación. Vivo y envejezco en compañía de un demonio al cual nadie exorcizará, detentador de un secreto que me está prohibido transmitir.
Cuando no retrocedo ante las consecuencias de mi hipótesis, tengo que llegar a la conclusión de que no he sido dado por desaparecido en la Tierra n.° 1. Un astronauta, parecido a mí hasta el punto de confundir a la gente, ha salido de aquí para reemplazarme en mi Tierra de origen. Ha observado en ella mínimas diferencias, como yo; se ha encontrado de repente ante un duplicado de sí mismo, vivo; ha muerto, y su conciencia se ha identificado con la de su sosias. Y si no hay dos, sino innumerables tierras gemelas, las mismas escenas se han repetido innumerables veces.
Alguien, cuyo nombre he olvidado, escribió una historia que antaño leí, intitulada En el Dédalo o A través del Laberinto (la memoria me falla más de la cuenta). ¿Acaso había adivinado? Un soldado, que lleva una cajita conteniendo un mensaje, vaga por una ciudad cuyas calles, sea cual sea su orientación, desembocan en el mismo lugar ya recorrido; se desplaza, por así decirlo, en un presente perpetuo; no recuerdo lo que encerraba el mensaje, probablemente algo sin importancia. La nieve cubría la ciudad, un chiquillo abrigado surgía una y otra vez, inmutable, fatídico...

Volví a encontrar la clínica para millonarios, de Auteuil, pero, a pesar de toda mi tenacidad —he aquí un fallo— no pude descubrir el rastro de una enfermera llamada Gertie Moran y nadie, aquí, ha oído hablar del narké. ¡Y sabe Dios el dinero que he gastado y los riesgos que he corrido en el mundo de los toxicómanos!
De modo que, como ya he dicho, me expatrié a México, porque la droga procedía de allí. Entendámonos: un pretendido México, donde unos indios preparan quizás un ersatz de narké. Una noche, en Las Vegas, gané 17.000 dólares a los dados: todo se fundió, con el dinero que me había llevado de Francia. Unos charlatanes me prometieron el oro y el moro para, finalmente, ofrecerme peyotl o heroína, todas esas porquerías que siempre me he librado de tomar. Incluso organicé una expedición a través de los territorios indios, donde unos brujos conservan aún celosamente tradiciones y prácticas misteriosas; lo único que conseguí fue perder lo poco que me quedaba.
Ahora he perdido la esperanza definitivamente. Y por ello he decidido escribir este relato, del mismo modo que se coloca un mensaje en el interior de una botella y se echa al mar. ¿Quién va a creerme, suponiendo que este mensaje alcance a alguien? Me tratarán de loco, dirán que el uso del narké, que lo hace todo real, me ha hecho confundir una ficción con la realidad...

Los acontecimientos que se desarrollan en esas Tierras gemelas, ¿son simultáneos, o se retrasan unos en relación con los otros? Pensándolo bien, me digo a mí mismo si semejante pregunta tiene sentido. Para el que ha vivido una experiencia como la mía, las nociones de pasado, presente y futuro aparecen como vanas ilusiones.

Mientras escribo estas últimas líneas, continúo en mi satélite, temblando de miedo ante la loca saeta del "clarke", o bien penetro en la paradisíaca morada creada por Bresdin. Agonizo de sed en un bosque del Amazonas; soy una de las abejas de la colmena, y otra de esas abejas; le hago el amor a una muchacha de una belleza casi insoportable; me pudro en un calabozo por un delito que ni mis jueces ni yo recordamos. Soy un borracho entre la hirviente multitud de una ciudad que aún no ha sido bautizada. Soy un espadachín que afila su daga, la noche de San Bartolomé, y, al mismo tiempo, su víctima agazapada detrás de la puerta que los degolladores van a derribar. Soy una roca, en una galaxia desconocida, bajo un sol de fuego, y me pienso roca en un interminable ocio mineral. Pero, ¿quién, qué es lo que no soy, a pesar mío?
Y un día, quizás, encontraré a una Gertie Moran que me preguntará:
—¿Dónde se había metido usted? Hacía siglos que no le veía...


FIN


Publicado en: Antología de novelas de anticipación 8.
Ediciones Acervo, 1969.
Edición digital: Sadrac.

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