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sábado, 27 de octubre de 2012

Fragmento de "El oso mayor" (Clarín)

Como no identificarse en este texto de Leopoldo Alas "Clarin" con un personaje a medio camino entre Servando  (amante de los clásicos, puritano, experto) y el autor francés que es comentado (juerguista, seductor, de vuelta de todo, hedonista).
 
Servando Guardiola dejó caer el libro, una novela francesa, sobre el embozo de la cama; apoyó bien la nuca en la almohada, estiró los brazos con delicia de dilettante de la pereza... y bostezó, sin hastío, sin sueño -acababa de dormir diez horas-, sin hambre -acababa de tomar chocolate-; saboreando el bostezo, poniendo en él algo de oración al dios de la galbana, que alguno ha de tener.
Dejaba caer el libro para continuar deleitándose con las propias ideas y las queridas familiares imágenes, mucho más interesantes que la lectura que le había sugerido, por comparación, mil recuerdos, mil reflexiones. Se sentía superior al libro, con una inadvertida complacencia. Era el volumen pequeño, elegante, coquetón, de un autor joven, de moda, de los per- vertidos, jefe de escuela, un jeune maître próximo ya a la Academia y que iba cansándose de su especialidad, el amor con quintas esencias y lo quería convertir en extraña filosofía austera, de austeridad falsa, llena de inquietud y sobresalto.
Todavía aquel poeta del vicio parisiense, que tantas depravaciones eróticas había pintado, casi inventado, continuaba en esta reciente obra, por tesón de escuela, por costumbre, acaso por espíritu mercantil, buscando nuevos espasmos del placer; pero lo hacía con evidente disgusto ya, cansado de repetirse, empleando por rutina, ahora, las frases gráficas, fuertes, audaces, que en otro tiempo habían sido el triunfo principal de su estilo nervioso.
Todo aquello le sabía a puchero de enfermo a Servando, gran lector ahora de clásicos, que estaba descubriendo la historia en los autores célebres antiguos, aquellos de que todos hablan y que en nuestro tiempo casi nadie los tiene para leer. Él sí, los leía, los saboreaba; ¡qué de cosas decían que no habían hecho constar los comentaristas más minuciosos!
¡Qué mayor novedad que leer de veras a uno de esos maestros antiguos!
Y en cuanto a las novedades de caprichosa y misteriosa voluptuosidad que el autor francés encontraba a cada paso en ciertos antros del vicio de la gran capital, ¡qué poca admiración le causaban a Guardiola, que algo conocía y todo lo demás del género lo daba por visto y condenado en nombre, no ya de la moral, del buen sentido estético y hasta del mero egoísmo sensual y utilitario!
Le halagaba, sin darse él cuenta, el verse tan fuera y por encima de todo snobismo concupiscente; y esto, sin pretender perfecciones morales de que, ¡ay!, sabía él, definitivamente, que estaba muy lejos. Había vivido bastante en Madrid, en Sevilla; conocía por experiencia la vida poco edificante del París menos original acaso, el del vicio... y conocía además el gran mundo de las concupiscencias intelectuales, las grandes farsas de la pseudofilosofía, de la ciencia preocupada por unos cuantos postulados ilegítimos, y soberbia en sus deleznables conclusiones. Pero estaba lejos de ser un escéptico, ni de la vida, ni de la ciencia. Le repugnaba la clasificación de los sistemas en pesimistas y optimistas, y le placía ver de qué grotesca manera el telégrafo y la prensa van deshaciendo el sentido de estas palabras, optimismo, pesi- mismo, que jamás debieron servir para clasificar ni calificar filosofías.
 
Leopoldo García-Alas y Ureña «Clarín» (Zamora, 25 de abril de 1852Oviedo, 13 de junio de 1901)

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