Entrada destacada

Libros de Juan Carlos Pazos desde 0,99€

  https://www.amazon.com/author/juancarlospazosrios "PARANOIA" https://www.amazon.es/gp/product/B09RTN9R15/ref=dbs_a_def_rwt_hsch_...

viernes, 28 de diciembre de 2012

Las mejores películas musicales



El cine es artificio. Y el musical quizá es, de todos los géneros, el mejor indicador de ese artificio. En él, los personajes se permiten abrir su realidad en canal para soñar cantando, o celebrar toda una gama de sentimientos entonando la melodía que mejor los enfatice. Puede servir como excusa para exacerbar pasiones, para rezumar velada promiscuidad o servir a la crítica social. El musical llegó con el sonoro y vivió su época dorada en las siguientes décadas, de las que surgirían algunos de los talentos más asombrosos de la gran pantalla. Gene KellyFred AstaireJudy Garland o Julie Andrews representarían los las cumbres de un cine que, con el tiempo, acabaría por verse devaluado y condenado al ostracismo. A partir de los 70, el público mayoritario demandaría otro tipo de películas y el musical, salvo contadas excepciones, se apagaría hasta prácticamente desaparecer en los 80 y 90. La década pasada marcó un vago renacimiento del interés hacia éste, sin embargo, ha sido una tendencia intermitente que dista de ofrecer visos de un auténtico resurgimiento. A continuación, repasamos los títulos más significativos y celebrados de una larga tradición de musicales, una lista que fácilmente activará en el lector melodías y tarareos varios, unidos a un incontenible ritmo en los pies.

“Cantando bajo la lluvia” (Donen y Kelly, 1952). El tándem formado por Stanley Donen y Gene Kelly fue uno de los más brillantes y fructíferos del cine musical. Desde finales de la década de los 40 y, especialmente, durante la de los 50 bajo la Freed Unit —una división de la MGM supervisada por el productor Arthur Freed y dedicada a este género—, director y actor colaboraron en una serie de películas de las que “Cantando bajo la lluvia” es, quizá, el mayor estandarte. Una joya carismática, jovial y de factura impecable que contiene el número musical más afamado de la historia: el enamorado personaje de Kelly celebrando exultante y bajo la lluvia su enamoramiento. En el rodaje, sin embargo, el actor no lo pasó tan bien, puesto que tuvo que realizar la secuencia enfermo y con fiebre. Pero su condición no afectó a la que fue otra de sus grandes interpretaciones, una más en una cinta que también tenía a un gran Donald O’Connorhaciendo acrobacias y explotando su gestualidad cómica mientras cantaba Make ‘em laugh o a Debbie Reynolds uniéndose a los dos para la optimista Good morning.

“Melodías de Broadway” (Vincente Minnelli, 1953). Vincente Minnelli fue, sin duda, otro de los grandes artífices de los años dorados del musical de la MGM. Un año después de “Cantando bajo la lluvia” se estrenaba “Melodías de Broadway”, una adaptación del musical que se había estrenado en Broadway en 1931 con la presencia de Fred Astaire y su hermana Adele. Más de 20 años después, Minnelli tomó aquel material y lo convirtió en una película extraordinaria, que conjugaba el mito de Fausto en el seno del relato sobre un actor en decadencia que acepta un papel en el musical que quizá le devuelva a la fama. El crítico y escritor Carlos Losilla, en su libro “La invención de la modernidad”, señalaba el número Shine on your shoes como la que podría ser una de las escenas clave en la transición del cine clásico al moderno, uno de los signos de la autoconsciencia de una parte de Hollywood que empezaba a entender que todo empezaba a cambiar en algún sentido. Pero al margen de interpretaciones más subterráneas, la de Minnelli es una maravilla que quizá no haya gozado de tanta popularidad como otras de sus coetáneas, pero tanto o más capaz de reportar toneladas de felicidad, con actores en estado de gracia y un metraje salpicado de excelentes canciones y coreografías. 

“West side story” (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961). “West side story” había nacido como musical de Broadway en la segunda mitad de los 50, escrito por el granLeonard Bernstein y con letra de otro imprescindible de las tablas, Stephen Sondheim. A principios de la década de los 60, el productor, director y coreógrafo teatral Jerome Robbins y Robert Wise, uno de los artesanos más brillantes de Hollywood, la adaptaron al cine y la convirtieron en uno de los éxitos mayúsculos del género, ganadora de 10 Oscars® de la Academia. Se trata de una obra aún hoy fascinante, una revisitación de “Romeo y Julieta” de William Shakespeare ambientada en la Nueva York obrera y de las bandas callejeras, aquí representadas en los Jets —norteamericanos autóctonos— y los Sharks —inmigrantes portorriqueños—. En medio, el amor prohibido entre Natalie Wood y Richard Breymer, sublimado en el romántico encuentro que acompaña a Tonight en la escalera exterior de un edificio, pero amenazado hacia el final del filme cuando la misma canción es reinterpretada por todo el reparto principal para calentar la batalla final entre unos y otros. No menos memorable es el número musical que brindaAmerica, intenso debate cantado en el bando portorriqueño y liderado por Rita Morenosobre las ventajas y desventajas de la americanidad. 

“El mago de Oz” (Victor Fleming, 1939). Hito del cine musical, “El mago de Oz” vio la luz tras varias versiones de su guion, serias dudas sobre la aceptación del fantástico entre el público y un buen número de directores y colaboradores que dieron forma a este clásico por el que finalmente sería acreditado Victor Fleming. Esta adaptación a todo Technicolor del cuento de Frank Baum y W.W. Denslow tendría un impacto insoslayable en la cultura popular y elevaría la figura de Judy Garland al Olimpo del género, especialmente gracias a su emotiva, tierna e hipnótica interpretación del tema Somewhere over the rainbow, versionado a posteriori hasta la extenuación. Pero es que además, los méritos de la película de Fleming son incontables, desde el mismo momento en que estableció una iconografía visual cálida y al tiempo inquietante que ninguna otra adaptación ha logrado sustituir como definitiva. Y eso, gracias entre otras cosas a ese camino de baldosas amarillas, al Espantapájaros de Ray Bogler, al baile del Hombre de Hojalata de Jack Haley, al León Cobarde incorporado por Bert Lahr o al omnipresente Frank Morgan.

“Mary Poppins” (Robert Stevenson, 1964). La salud del cine musical durante la década de los 60 empezaría a debilitarse, pero dos títulos de enorme éxito como “Mary Poppins” y “My fair lady” (George Cukor, 1964), ambos estrenados el mismo año, ofrecerían resistencia antes de que el género acabara definitivamente avasallado por otro tipo de propuestas. Los dos, además, estaban íntimamente vinculados al nombre de Julie Andrews. La actriz venía de una consolidada experiencia teatral en la que había destacado en los escenarios con su papel en “My fair lady”. Cuando llegó la hora de adaptar la obra a la gran pantalla, sin embargo, Jack Warner prefirió a Audrey Hepburn para el papel y sería así como Andrews acabaría debutando en el medio como la niñera más famosa del cine. “Mary Poppins” mezclaba acción real y animación, integraba fabulosos efectos especiales y desplegaba un repertorio de canciones peligrosamente pegadizas, a saber el Chim Chim Cher-ee de Dick van DykeA spoonful of sugar como tema ideal para las labores del hogar y el trabalenguas cantado que era Supercalifragilisticexpialidocious.

“Vampiresas de 1933″ (Mervyn LeRoy, 1933). Si nos remontamos a los 30, uno de los nombres capitales de la década es el de Busby Berkeley, coreógrafo de la Warner que diseñó y dirigió algunos de los números más majestuosos del género. Su impronta la marcaban secuencias de grandes infraestructuras y asombrosas geometrías, multitud de bailarines diluyéndose en formas caleidoscópicas observadas a menudo desde el plano cenital. Pero es que además, el musical previo a la instauración del código de censura Hays, se atrevía a articular con mordacidad salvaje y pocas cortapisas la crítica social y política. “Vampiresas de 1933″ —moralista traducción española del original “Gold diggers of 1933″— es una de las mejores muestras de ello. En la película dirigida por el siempre eficaz Mervyn LeRoy, un grupo de coristas vivía en sus carnes las penurias de la Gran Depresión, al menos hasta que la caza de un marido con recursos o un accidentado espectáculo musical acababan materializándose en éxito. Su dentellada era doble: a los valores morales de la época —las coristas, tradicionalmente identificadas con la vida ligera, convertidas en heroínas materialistas sin pudor al estilo de “Los caballeros las prefieren rubias” (Howard Hawks, 1953)— y a la política de la administración Hoover —el impresionante número final, Remember my forgotten men, era una crítica abierta a la marcha de veteranos de la I Guerra Mundial que había tenido lugar en Washington D.C. un año antes—. El año en el título la distingue de sus hermanas, ya que hablamos de una serie de películas que se remonta a 1923, cuando la Warner puso en marcha una versión muda del  musical “The gold diggers” que se estaba representando en Broadway. A esta la siguieron “Gold diggers of Broadway” (Roy del Ruth, 1929) —de la que solo se conserva una parte—, la mencionada “Gold diggers of 1933″ y sus sucesivas “Gold diggers of 1935″ (Berkeley, 1935), “Gold diggers of 1937″ (Bacon y Berkeley, 1936) y “Gold diggers in Paris” (Ray Enright, 1938), ya realizadas bajo las imposiciones del código Hays.

“Sonrisas y lágrimas” (Wise, 1965). En su Top 10 de las mejores películas de la historia para la revista Sight & Sound, el filósofo Slavoj Zizek argumentaba que en esa ocasión su apuesta había sido por diez placeres culpables. Entre ellos, se encontraba uno en particular que él calificaba como un gran melodrama nazi, que no era otro que la bien amada “Sonrisas y lágrimas”. Más allá de las polémicas lecturas que pudiera suscitar la historia de la familia Trapp y su institutriz, una encantadora novicia (Julie Andrews) recién salida del convento, la cinta era una nueva demostración del oficio exquisito que demostraba Robert Wise en cada trabajo, y un nuevo despliegue de las aptitudes para el género de una Andrews que coronaba con alegría musical una florida colina en la escena más icónica.

“Cita en San Luis” (Minnelli, 1944). Uno de los mejores títulos del gran Minnelli y uno de esos imprescindibles que suelen acompañar las noches navideñas en televisión. “Cita en San Luis” era puro candor, colores pastel y una angelical y enamorada Judy Garland. Así lo proclamaba en la que, junto a Have yourself a merry little Christmas, era la canción más reconocible del filme, la entusiasta The trolley song en la que su personaje cantaba en un tranvía en movimiento al ausente objeto de su amor. Pocas películas tienen tanta capacidad como esta para ablandar el corazón del más estoico espectador, en parte gracias a personajes tan cálidos y entrañables como el de la pequeña Margaret O’Brien o el del anciano Harry Davenport; pero sobre todo, por una Garland absolutamente luminosa, ante la que era difícil no caer rendido. El propio Minnelli se vio seducido por la belleza de la actriz, con la que un año más tarde acabaría casándose. Una unión, por cierto, de la que surgiría otra figura eminente del musical como sería Liza Minnelli.

“Un día en Nueva York” (Donen y Kelly, 1949). El origen de “Un día en Nueva York” —”On the town”, en su título original— se encuentra en “Fancy Free”, un ballet deJerome Robbins con música de Leonard Bernstein que triunfó en 1944 en el American Ballet Theatre. De ahí, la obra dio el salto a Broadway, donde fue dirigida por George Abbott y coreografiada por el propio Robbins. En 1949, se puso en marcha esta versión para cine que marcaría el debut tras la cámara de Stanley Donen y que conservaría algunas canciones de Bernstein para incorporar otras de Roger Edens. El filme narraba las peripecias de tres marineros —Frank Sinatra, Gene Kelly y Jules Munshin— que disfrutaban de un día de servicio para pasar en Nueva York, en busca de aventuras y chicas. En ese recorrido de apenas 24 horas, sigue permaneciendo en la memoria colectiva la llegada de los tres protagonistas a la Gran Manzana con la canción New York, New York —esta sí, compuesta por Bernstein—, aunque merecían ser destacados números tan deliciosos como el que comparten Betty Garrett y Sinatra en un taxi,Come up to my place.

“Magnolia” (James Whale, 1936). Pocas historias en el viejo Hollywood hay tan fascinantes como la de James Whale, cuyos interiores fueron retratados por Bill Condon en la estimable “Dioses y monstruos” (1998) con el rostro de Ian McKellen. Whale solo trabajó tras las cámaras durante una década antes de abandonar el cine, pero le bastó ese tiempo para ser uno de los brazos ejecutores de Howard Hughes en la ambiciosa “Los ángeles del infierno” (Hughes, Whale y Edmund Goulding, 1930), erigirse como artífice de dos de los grandes éxitos de terror de la Universal como “El doctor Frankenstein” (1931) y su secuela “La novia de Frankenstein” (1935), y, también, dirigir uno de los mejores musicales de la década. “Magnolia”, cuyo título original es “Show Boat”, se basaba en un musical de 1927 con música de Jerome Kern y letras de Oscar Hammerstein II, a su vez basado en la novela homónima de Edna Ferber publicada en 1926. Whale firmó una película cargada de lecturas sociales a orillas del Mississippi, un musical delicado y bello en el que se contaba la siempre imponente presencia de Hattie McDaniel y en el que se citaban canciones tan emotivas como Ol’ man river, entonada por la voz cavernosa de Paul Robeson, o Can’t help lovin’ dat man, cantada a coro en el clímax musical de la película. En definitiva, una joya impagable que tuvo una nueva versión en 1951 con Ava Gardner y Kathryn Grayson como protagonistas.

“Los caballeros las prefieren rubias” (Howard Hawks, 1953). Si antes mencionábamos el descaro de “Vampiresas de 1933″ en su retrato despreocupado de unas protagonistas femeninas en busca de un marido rico, en “Los caballeros las prefieren rubias” ese propósito adquiere la condición de objetivo vital, primordial para los personajes interpretados por Marilyn Monroe y Jane Russell. No es extraño que el crítico Jonathan Rosenbaum llamara a la película «la Potemkin capitalista» —refiriéndose al clásico soviético “El acorazado Potemkin” (Sergei M. Eisenstein, 1925)—, celebradora desprejuiciada de la frivolidad y el afán de escalada social, puntuada con canciones deliberadamente materialistas como Diamonds are a girl’s best friend. Una vez más, se trataba de la adaptación de un musical teatral que unos años antes había estrenado con éxito Anita Loos sobre su propia novela, y cuya adaptación al cine corrió a cargo del maestro Howard Hawks.

“Siete novias para siete hermanos” (Donen, 1954). Otro de los clásicos televisivos navideños, esta gema aparentemente naíf y colorista tomaba como punto de partida el mito del rapto de las sabinas para contar la historia de siete hermanos rudos y primarios que pretenden conquistar a siete recatadas hermanas. La música de Saul Chaplin yGene de Paul, acompañada de la letra de Johnny Mercer y las coreografías Michael Kidd otorgaba buena parte del carisma y encanto de una película en la que son memorables escenas como la de la multitudinaria pelea en torno al granero. En 1979, tuvo su correspondiente versión sobre las tablas, a la que seguirían una serie para la CBS, en 1982, y una adaptación Bollywood del mismo año.

“La calle 42″ (Bacon, 1933). Una de las obras maestras coreográficas de Busby Berkeley —su primer trabajo para la Warner—, desempañada el mismo año que la espectacular “Vampiresas de 1933″ —y que “Desfile de candilejas”, otro de sus trabajos insignia— y ejecutada por el muy eficiente Lloyd Bacon, que vino a sustituir a Mervyn LeRoy cuando éste tuvo que retirarse del rodaje por enfermedad. También marcó el debut de su actriz protagonista Ruby Keeler, la que fuera esposa del pioneroAl Jolson —oficialmente, la primera voz que cantó en el cine, en “El cantor de jazz”(Alan Crosland, 1927)— y estrella del género de la década que se diluiría tras apenas una docena de trabajos. “La calle 42″ es quizá el mejor estandarte de ese musical monumental de los 30, culminado en la canción que se corresponde al título con una Keeler y un Dick Powell entregados a un número mutante, fastuoso e inolvidable. Basada en una novela de Bradford Ropes, tendría en 1980 su revisión teatral, que aún hoy sigue representándose en los escenarios británicos.

“Cabaret” (Bob Fosse, 1972). Hija de la unión entre Vincente Minnelli y Judy Garland, el talento artístico que Liza Minnelli llevaba en los genes lo desplegó como nunca en “Cabaret”, quizá la cumbre en la corta filmografía de un Bob Fosse que practicó el musical cuando ya comenzaba a ser un género en vías de extinción. Esta su gran película se desarrollaba en el Berlín nazi de 1931, en el que el Kit Kat Club y las actuaciones de su estrella Sally Bowles (Minnelli) se convertían en el refugio nocturno de una realidad más gris. Inspirado vagamente en el musical homónimo de Broadway de 1966, de Kander y Ebb, se tradujo en un gran éxito en taquilla y 8 Oscars® de la Academia. Un lustro después, “New York, New York” (Martin Scorsese, 1977) supondría la otra cara de la moneda para Minnelli, un fracaso considerable que dejaba más a la vista sus carencias interpretativas, pero en la que la actriz y cantante bordaba el celebérrimo tema titular, compuesto por los propios Kander y Ebb y cantado de nuevo con emotiva melancolía por Carey Mulligan en “Shame” (Steve McQueen, 2011).

“Ha nacido una estrella” (Cukor, 1954). Cukor era un realizador prolífico y sensible, todoterreno aunque con especiales aptitudes para la comedia, como había demostrado en “Historias de Filadelfia” (1940) o “La costilla de Adán” (1949), entre otras. Su principal aportación al musical, aparte de la ya mencionada “My fair lady” fue esteremake de la película de William A. Wellman de 1937, en el que Judy Garland era una joven promesa descubierta por un famoso actor adicto al alcohol e interpretado porJames Mason. Casi tres horas de melodrama intenso y repleto de grandes interpretaciones, puntuado con las canciones de Harold Arlen e Ira Gershwin y la música de Ray Heindorf. En 1976, Frank Pierson dirigiría una nueva versión con Barbra Streisand y Kris Kristofferson encabezando el reparto, a la que pronto seguirá otra actualización de parte de Clint Eastwood, con Beyoncé Knowles como protagonista.

“Moulin Rouge” (Baz Luhrmann, 2001). Polémico, apasionado, sentimental, lisérgico y atronador. Así es el tercer largometraje del australiano Baz Luhrman, un apoteósico espectáculo que traslada al París de principios del siglo pasado reversiones anfetamínicas de canciones de Nirvana, que celebra el amor con un mash-up lleno de hitos de la música pop, que convierte a Kylie Minogue en hada de la absenta. Las decisiones estéticas y el nivel de histeria de “Moulin Rouge” podrán ser objeto de debate, pero lo que es seguro es que nos hallamos ante una obra vertiginosamente libre, capaz de encontrar su propia épica emocional en los resquicios de su locura visual. Su soberbia y anacrónica banda sonora es, en buena parte, responsabilidad del genio mezclador de Marius de Vries. Su imaginería del exceso no sería lo mismo sin la complicidad de unos actores completamente entregados a la causa, desde unos edulcorados Ewan McGregor y Nicole Kidman a los secundarios hiperbólicos de Jim Broadbent y John Leguizamo.  

“Grease” (Randal Kleiser, 1978). Recurrido referente para fiestas de disfraces, cuya música es demandada en verbenas y karaokes y cuyos pases por televisión son reincidentes en sesiones vespertinas, “Grease” se ha convertido en un hito musical a menudo más celebrado por lo que no es que por sus intenciones reales. Y es que probablemente a muchos y muchas de los que alguna vez se peinaron el tupé hacia atrás o se colocaron una peluca rubia no advirtieron que, en realidad, el filme de Randal Kleiser no era tanto un producto de la época presto a ser consumido desde la nostalgia, sino una gamberra parodia de ese tiempo pasado y sus valores ya obsoletos. No se explica si no la mala baba del tema Beauty school dropout, que el mismísimo Frankie Avalon canta a una embelesada Didi Conn, o ese descarado y deliberado final tantas veces criticado. “Grease” se basaba en un musical de 1971 de Warren Casey y Jim Jacobs, y buena parte de su triunfal salto al cine se debió a unos estupendos John Travolta y Olivia Newton-John que demostraron extraordinaria química con sus respectivos personajes de macarra de fondo sensible y modosita de fondo salvaje. 

“Carmen Jones” (Otto Preminger, 1954). De los directores europeos emigrados a Hollywood, el austro-húngaro Otto Preminger fue uno de los más influyentes y también uno de los más interesantes. Preminger firmó filmes imprescindibles como “Cara de ángel” (1952), “El hombre del brazo de oro” (1955) o “Anatomía de un asesinato”  (1959), y también este inusual musical negro que adaptaba la obra teatral de Oscar Hammerstein II, a su vez adaptación de la novela “Carmen”, de Prosper Mérimée, que inspiró la famosa ópera de Georges Bizet. “Carmen Jones” sustituía al torero por el boxeador y adaptaba las célebres canciones para ponerlas al servicio de su estrellaDorothy Dandridge, bien acompañada en el elenco por los secundarios Pearl Bailey yHusky Miller, particularmente espléndidos acompañando el ritmo de Beat Out Dat Rhythm on a Drum (Gypsy Song) o entonando la vigorosa Stan’ Up an’ Fight (Toreador song).

“Sombrero de copa” (Mark Sandrich, 1935). Si bien ya hemos mentado la magnífica “Melodías de Broadway”, es cierto que la trayectoria cinematográfica de Fred Astaire se sintetiza mejor en obras como “Ritmo loco” (Sandrich, 1937) o esta “Sombrero de copa”, sublimación de un estilo de baile modulado desde el virtuosismo y la elegancia, desde la suavidad de unos movimientos que parecen acariciar la música con exquisita delicadeza. En ella se sitúa una de sus secuencias más icónicas: aquella que al son de la suave, bella Cheek to cheek baila bien pegado a Ginger Rogers, la misma que tanto hacía llorar al personaje de Michael Clarke Duncan en “La milla verde” (Frank Darabont, 1999).

“Un americano en París” (Minnelli, 1951). Dos años antes de “Melodías de Broadway” y poco después de firmar “El padre es abuelo” (1951) —secuela de su celebrada “El padre de la novia” (1950)—, Minnelli adaptó al cine el poema sinfónico de Georges Gershwin “Un americano en París”, de nuevo bajo la producción de la Freed Unit. Minnelli volvió a contar con Gene Kelly —ya había trabajado con él en “El pirata” (1948) y escogió como compañera a la francesa Leslie Caron, en el que fue su debut en el cine. Caron no desaprovechó su oportunidad y bordó su papel, ejecutando un seductor baile con una silla en un decorado de distintas gamas de rosa, una propuesta de dirección artística poco usual que fue premiada por la Academia con el Oscar®, uno de los seis que acabó llevándose la cinta —incluido el de Mejor Película— en la ceremonia de 1952.

“Hair” (Milos Forman, 1979). Originariamente, “Hair” fue un musical Off-Broadway escrito por James Rado y Gerome Ragni y con música de Galt MacDermot. Estrenado en 1967, pronto se convirtió en uno de los estandartes del movimiento hippie, si bien su tratamiento de temas como las drogas o el sexo le conllevó no poca polémica. Algo más de una década después, el director checo Milos Forman tomó el material y lo convirtió en un musical que había perdido parte de su poder crítico para con el contexto que lo vio nacer, pero ni una pizca de su carisma y vitalismo. Con todo, es difícil no sentirse golpeado emocionalmente por la denuncia en el duro final que zanja el destino de John Savage con Let the sunshine in, como tampoco es una opción olvidar la versión cinematográfica para el tema Aquarium o la desenfrenada Hair que bautiza la propuesta. 

“Chicago” (Rob Marshall, 2002). La carrera de Rob Marshall empezó en televisión con una adaptación de “Annie”, musical de 1977 sobre una pequeña huérfana que ya había tenido su versión cinematográfica en 1982 de la mano de John Huston. No es de extrañar, pues, que su salto al cine fuera para desempeñar el género en una producción más grande y más ambiciosa como era “Chicago”, adaptación de la obra teatral de 1926 escrita por Maurine Dallas Watkins. En ella, unos pletóricos Richard GereCatherine Zeta-Jones y Renée Zellweger hacían acopio de sus habilidades musicales en una historia de bailarinas de vodevil, abogados y asesinatos capaz de acaparar y diluir géneros con notable destreza. Triunfó en los Oscars® de 2003, acumulando hasta seis estatuillas y convirtiéndose en el primer musical desde 1969 en proclamarse Mejor Película —el último en conseguirlo había sido “Oliver!” (Carol Reed, 1968), y ni siquiera “Cabaret” se había hecho con este galardón—. Su éxito haría que muchos señalaran a Marshall como el posible sucesor de Bob Fosse y que incluso se hablara de una posible bonanza del género, algo que no se ha confirmado salvo casos esporádicos. Tampoco es que el propio Marshall ayudara a concretar ninguna tendencia, ya que desde entonces ha tenido más éxito con otro tipo de proyectos como“Memorias de una geisha” (2005) y “Piratas del Caribe: En mareas misteriosas” (2011) que con su remake musicado de “Fellini 8 y 1/2″ (Federico Fellini, 1964), “Nine” (2009).

“Bailar en la oscuridad” (Lars von Trier, 2000). Si pensamos en Lars von Trier como ese genio retorcido y manipulador capaz de malear los géneros y de llevar al espectador a su sótano, entonces “Bailar en la oscuridad” es una de sus obras maestras, un musical-melodramón con ecos del Dogma y devastadoras conclusiones en el que hacía pasar a Björk un auténtico calvario. La película reinterpretaba radicalmente los códigos del musical del mismo modo en que se rendía a ellos —la cámara que se eleva para concluir la narración—. Con ella, el danés agitó como nunca pasiones entre sus admiradores y sus detractores, más aún después de que se alzara con la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2000.
 
Que no pare la música. Aunque esta es una selección significativa de lo mejor del género, no podemos dejar de rescatar algunas de las olvidadas o excluidas de los párrafos anteriores. Un listado más largo quizá si nos daría para incluir, por ejemplo, otras dos gemas de Minnelli como son “Brigadoon” (1954) y “Gigi” (1958), u otra imprescindible de Stanley Donen como “Una cara con ángel” (1957), con la dupla Fred Astaire-Audrey Hepburn a la cabeza. No menos importantes son tendencias como la establecida en los 40 por la MGM en torno al musical acuático con la nadadora Esther Williams como estrella, a saber “Escuela de sirenas” (George Sidney, 1944) o “Juego de pasiones” (Richard Thorpe, 1945), por no hablar de sus competidoras directas, las películas que protagonizó la patinadora noruega Sonja Henie para la Twentieth Century Fox.

Asimismo, han quedado sin mención títulos tan significativos como “Yanqui Dandy”  (Michael Curtiz, 1942), o James Cagney explotando su faceta musical —ya exprimida, por otra parte, en “Desfile de candilejas” casi una década antes—, “Ellos y ellas”  (Joseph L. Mankiewicz, 1955) o “El rey y yo” (Walter Lang, 1956). Tampoco cabe olvidar la condición de musicales que ostentaban la mayoría de los largometrajes que protagonizaron los hermanos Marx, con Chico y Harpo como virtuosos del piano y el arpa, respectivamente. De entre las siguientes décadas, también merecen destacarse por motivos muy diversos las incursiones de Barbra Streisand en “Funny girl (Una chica divertida)” (William Wyler, 1968) y “Funny lady” (Herbert Ross, 1975); la satírica “Los productores” (Mel Brooks, 1968); los fenómenos de “Jesucristo superstar”  (Norman Jewison, 1973) y “The Rocky Horror Picture Show” (Jim Sharman, 1975); los dos grandes musicales con huérfanos, “Oliver!” y “Annie”; las ochenteras “Xanadú” (Robert Greenwald, 1980), “Footloose” (Ross, 1984) y “La tienda de los horrores” (Frank Oz, 1986); el árido homenaje de Herbert Ross al musical de los 30 en “Pennies from heaven (Dinero caído del cielo)” (1981); la transgenérica “¿Víctor o Victoria?” (1982); dos gamberradas de John Waters como“Hairspray, fiebre de los 60″ (1988) y “Cry-Baby (El lágrima)” (1990); o, ya en los 90, la agotadora “Evita” (Alan Parker, 1996).

En los últimos años, el tímido resurgir del género se impulsó desde el éxito de “Moulin Rouge” y “Chicago”, a las que siguieron otras como “El fantasma de la ópera de Andrew Lloyd Webber” (Joel Schumacher, 2004), la oscarizada “Dreamgirls” (Bill Condon, 2006), el remake “Hairspray” (Adam Shankman, 2007), la burtoniana“Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet” (Tim Burton, 2007), el musical de los Beatles “Across the universe” (Julie Taymor, 2007) y la verbenera “Mamma mia! La película” (Phyllida Lloyd, 2008). También, una obra tan alternativa e inclasificable como “Repo! The Genetic Opera” (Darren Lynn Bousman, 2008) o la celebrada aportación española, “El otro lado de la cama” (Emilio Martínez Lázaro, 2002) —continuada por su secuela “Los 2 lados de la cama” (Martínez Lázaro, 2005)—. 

Además, tendríamos que dedicar un reportaje a la parte fundamental que representan las películas Disney, en su mayoría aderezadas por números musicales y construidas entre adoradas composiciones que tradicionalmente acaparan Oscars® en las categorías para bandas sonoras y canciones. Como ejemplos, vale la pena rescatar las sobresalientes “El libro de la selva” (Wolfgang Reitherman, 1967), “Los aristogatos”(Reitherman, 1970), “Robin Hood” (Reitherman, 1973), “La sirenita” (Ron Clements yJohn Musker, 1989), “La bella y la bestia” (Gary Trousdale y Kirk Wise, 1991),“Aladdin” (Clements y Musker, 1992) y “El rey león” (Roger Allers y Rob Minkoff, 1994). La tendencia a incluir pasajes musicales en el cine animado es algo extendido más allá de las producciones de la compañía, si bien en los últimos años la animación 3D ha acabado por reducir al mínimo el número de canciones, aún así presentes en cintas como “Madagascar” (Eric Darnell y Tom McGrath, 2005) o la reciente “Brave (Indomable)” (Mark Andrews y Brenda Chapman, 2012).

No hay comentarios:

Publicar un comentario